Sábado, 16-05-09
LA consigna goebbelsiana («Una mentira repetida mil veces se
convierte en una verdad») ha sido adoptada por el gobierno socialista como
justificación del aborto libre, convenientemente arropada con la coartada
emotiva. Y así, mediante la repetición de una consigna falaz y el recurso al
aspaviento emotivo, la pobre gente arrasada por el napalm de la propaganda es
capaz de comulgar con ruedas de molino. Nos repiten como papagayos los
promotores del aborto libre que su propósito no es otro que garantizar la
seguridad jurídica de la mujer, evitando su «criminalización». Poco importa que
la tozuda realidad nos demuestre que ninguna mujer ha sido «criminalizada» en
los últimos veinticinco años por abortar; poco importa que nuestro ordenamiento
jurídico establezca todas las garantías jurídicas y procesales exigibles por
seguridad jurídica: presunción de inocencia, tutela judicial efectiva,
asistencia de letrado, etcétera. El gobierno ha decidido que una mentira
repetida mil veces terminará convirtiéndose en verdad; y sabe que el napalm de
la propaganda acabará con esa nefasta manía de pensar a la que todavía se
aferran algunos recalcitrantes.
Y el napalm de la propaganda pretende que a la impunidad, a la
connivencia de la ley con el delito, se le llame «seguridad jurídica». A esto se
le llama nominalismo radical: se niega la posibilidad de conocer la naturaleza
de las cosas; y el nombre que les damos a las cosas sustituye su verdadera
naturaleza, de tal modo que cuando cambiamos su nombre, tal cosa simplemente
deja de existir. Así, a la impunidad se le denomina caprichosamente «seguridad
jurídica»; y a un delito como el aborto se le llama «derecho». Desde el momento
en que se niega la capacidad humana para establecer la naturaleza de las cosas,
ya no hay una racionalidad ética que pueda definir objetivamente los derechos
humanos. Y así, un delito puede convertirse caprichosamente en «derecho»,
mediante un mero proceso político. El poder, en fin, se convierte en «creador»
de derechos, con la coartada de atender la satisfacción de necesidades,
apetencias y anhelos de una sedicente mayoría.
De este proceso, característicamente totalitario, queda excluida la
posibilidad del debate, puesto que se niega la esencia misma del concepto de
derecho como algo inherente a la propia naturaleza humana, para instaurar un
nuevo concepto de «derecho» como producto de una coyuntural voluntad política.
De este modo, lo que era algo inscrito en la propia naturaleza humana, pude ser
modificado, redefinido, incluso subvertido en su misma esencia (esto es,
desnaturalizado) por pura conveniencia. Y lo que era -según se recoge en el
preámbulo de la Declaración de Derechos Humanos-«modelo común para todos los
seres humanos», válido en cualquier circunstancia y cultura, se convierte en un
barrizal nominalista, modelable según la pura conveniencia. Todo ello, por
supuesto, bien rebozadito de emotividad.
Por desistimiento acomodaticio o mera pereza para razonar
éticamente, no faltan los tontos útiles que aseguran que esta conversión del
aborto, mediante la utilización de la consigna goebbelsiana, en «derecho» que
otorga «seguridad jurídica» a la mujer no es sino una «cortina de humo» que
pretende ocultar los descalabros de la crisis económica. Cuando de lo que en
realidad se trata es de la culminación de un proceso de ingeniería social que
busca lo que C. S. Lewis llamaba «abolición del hombre». «El sentido del bien y
del mal, de lo justo y de lo injusto -escribe Aristóteles en su Política-, es el
rasgo exclusivo del hombre». Y lo que esta nueva ley del aborto anhela, pura y
simplemente, es que nos despojemos de nuestra racionalidad ética; en definitiva,
que dejemos de ser humanos, para aceptar como verdad una mentira repetida mil
veces.
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