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Primera parte
La Enciclopedia que presentamos al público es, como
su título indica, obra de una sociedad de hombres de letras. Si no
figurásemos entre ellos podríamos asegurar que todos ellos son
favorablemente conocidos y dignos de serlo. Pero sin querer adelantar un
juicio que corresponde a los sabios pronunciar, nos incumbe al menos el
deber de evitar ante todo la objeción que más puede perjudicar al éxito
de tan gran empresa. Declaramos, pues, que no hemos incurrido en la
temeridad de asumir solos un peso tan superior a nuestras fuerzas, y que
nuestra función de editores consiste principalmente en poner en orden
materiales cuya parte más considerable nos ha sido suministrada. Ya
habíamos hecho expresamente la misma declaración en el cuerpo del
Prospectus, pero acaso hubiera debido ir a la cabeza. Con esta
precaución, hubiéramos al parecer contestado de antemano a multitud de
gentes no letradas, e incluso a algunas gentes de letras, que nos han
preguntado cómo dos personas podían tratar de todas las ciencias y de
todas las artes, y que, no obstante, habían reparado en el Prospectus,
puesto que se han dignado honrarlo con sus elogios. Así, pues, el único
medio de evitar radicalmente que reaparezca su objeción, es emplear en
destruirla las primeras líneas de nuestra obra. Este comienzo va, pues,
destinado únicamente a aquellos de nuestros lectores que no juzguen
oportuno ir más lejos. A los demás les debemos una explicación mucho más
extensa sobre la formación de la Enciclopedia: la encontrarán a
continuación de este Discurso; pero esta explicación, tan importante por
su naturaleza y por su materia, requiere unas previas reflexiones
filosóficas.
La obra que iniciamos (y que deseamos concluir) tiene dos propósitos: como Enciclopedia, debe exponer en lo posible el orden y la correlación de los conocimientos humanos; como Diccionario
razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, debe contener
sobre cada ciencia y sobre cada arte, ya sea liberal, ya mecánica, los
principios generales en que se basa y los detalles más esenciales que
constituyen el cuerpo y la sustancia de la misma. Estos dos puntos de
vista, de Enciclopedia y de Diccionario razonado, determinarán, pues, el plan y la división de nuestro Discurso preliminar .
Vamos a considerarlos, a seguirlos uno tras otro, y dar cuenta de los
medios por los cuales hemos tratado de cumplir este doble objeto.
A poco que se haya reflexionado sobre la relación
que los descubrimientos tienen entre ellos, es fácil advertir que las
ciencias y las artes se prestan mutuamente ayuda, y que hay por
consiguiente una cadena que las une. Pero si suele ser difícil reducir a
un corto número de reglas o de nociones generales cada ciencia o cada
arte en particular, no lo es menos encerrar en un sistema unitario las
ramas infinitamente variadas de la ciencia humana.
El primer paso que tenemos que dar en este intento,
es examinar, permítasenos la palabra, la genealogía y la filiación de
nuestros conocimientos, las causas que han debido darles origen. y los
caracteres que los distinguen; en una palabra, remontarnos al origen y a
la generación de nuestras ideas. Independientemente de las ayudas que
obtendremos de este examen para la enumeración enciclopédica de las
ciencias y de las artes, no podrían faltar al frente de un Diccionario
razonado de los conocimientos humanos.
Se pueden dividir todos nuestros conocimientos en
directos y reflexivos. Los directos son los que recibimos inmediatamente
sin ninguna operación de nuestra voluntad; que, encontrando abiertas,
por decirlo así, todas las partes de nuestra alma, entran en ella sin
resistencia y sin esfuerzo. Los conocimientos reflexivos son los que el
entendimiento adquiere operando sobre los directos, uniéndolos y
combinándolos.
Todos nuestros conocimientos directos se reducen a
los que recibimos por los sentidos de donde se deduce que todas nuestras
ideas las debemos a nuestras sensaciones. Este principio de los
primeros filósofos ha sido durante mucho tiempo considerado como un
axioma por los escolásticos; para que le rindieran este honor, bastaba
con que fuera antiguo, y hubieran defendido con parejo calor las formas
sustanciales o las cualidades ocultas. En consecuencia, esta verdad fue
tratada, en el renacimiento de la filosofía, como las opiniones
absurdas, de las cuales se la habría debido distinguir; fue proscrita
con estas opiniones, porque no hay nada tan peligroso para lo verdadero y
que tanto lo exponga a ser desconocido como la alianza o la vecindad
con el error. El sistema de las ideas innatas, seductor en varios
aspectos, y más impresionante acaso porque era menos conocido, sucedió
al axioma de los escolásticos; y, después de reinar mucho tiempo,
conserva aún algunos adeptos; tanto le cuesta a la verdad recuperar su
puesto cuando la han arrojado de él los prejuicios o el sofisma. En fin,
desde hace bastante poco tiempo, se reconoce casi generalmente que los
antiguos tenían razón, y no es este el único punto en el que comenzamos a
acercarnos a ellos.
Nada más indiscutible que la existencia de nuestras
sensaciones; así, pues, para probar que son el principio de todos
nuestros conocimientos, basta con demostrar que pueden serlo; pues, en
buena filosofía, toda deducción basada en hechos o verdades reconocidas
es preferible a la que se apoya sólo en hipótesis, aunque ingeniosas.
¿Por qué suponer que tengamos de antemano nociones puramente
intelectuales, si, para formarlas, no necesitamos más que reflexionar
sobre nuestras sensaciones? La explicación en que vamos a entrar hará
ver que estas nociones no tienen, en efecto, otro origen.
Lo primero que nuestras sensaciones nos enseñan, y
que ni siquiera se distingue de las mismas, es nuestra existencia; de
donde se deduce que nuestras primeras ideas reflexivas deben recaer
sobre nosotros, es decir, sobre este principio pensante que constituye
nuestra naturaleza, y que no es diferente de nosotros mismos. El segundo
conocimiento que debemos a nuestras sensaciones es la existencia de los
objetos exteriores, entre los cuales debe ser incluido nuestro propio
cuerpo, puesto que nos es, por decirlo así, exterior incluso antes de
que hayamos discernido la naturaleza del principio que piensa en
nosotros. Estos objetos innumerabIes producen en nosotros un efecto tan
poderoso, tan continuo y que nos une de tal modo a ellos, que, pasado un
primer instante en el que nuestras ideas reflexivas nos llaman a
nosotros mismos, nos vemos obligados a salir de nosotros por las
sensaciones que nos asedian desde todas partes y que nos arrancan de la
soledad en que permaneceríamos sin ellas. La multiplicidad en estas
sensaciones, el acuerdo que advertimos en su testimonio, los matices que
en ellas observamos, los afectos involuntarios que nos hacen sentir,
comparados con la determinación voluntaria que preside nuestras ideas
reflexivas, y que no opera sino sobre nuestras sensaciones mismas; todo
esto produce en nosotros una inclinación insuperable a asegurar la
existencia de los objetos a los que referimos esas sensaciones, y que
nos parecen ser la causa de las mismas; inclinación que muchos filósofos
han considerado obra de un Ser superior y el argumento más
conveniente de la existencia de esos objetos. En efecto, no habiendo
ninguna relación entre cada sensación y el objeto que la ocasiona, o al
menos al cual la referimos, no parece que se pueda encontrar, mediante
el razonamiento, paso posible de una a otro; no hay más que una especie
de instinto, más seguro que la razón misma, que pueda obligarnos a
franquear tan gran intervalo, y este instinto es tan vivo en nosotros,
que, aunque supusiéramos por un momento que subsistiría mientras los
objetos exteriores dejaran de existir, estos mismos objetos resucitados
de pronto no podrían aumentar la fuerza de aquel instinto. Juzguemos,
pues, sin vacilar, que nuestras sensaciones tienen, en efecto, fuera de
nosotros, la causa que les suponemos, puesto que el efecto que puede
resultar de la existencia real de esta causa no podría diferir en modo
alguno del que experimentamos, y no imitemos a esos filósofos de que
habla Montaigne, que, interrrogados sobre el principio de las acciones
humanas, inquieren todavía si existen hombres. Lejos de pretender
proyectar nieblas sobre una verdad reconocida hasta por los escépticos
cuando no disputan, dejemos a los metafísicos preclaros el cuidado de
desarrollar el principio; a ellos incumbe determinar, si ello es
posible, qué gradación observa nuestra alma en este primer paso que da
fuera de sí misma, impulsada, por decirlo así, y a la vez retenida por
innumerables percepciones que por una parte la llevan hacia los objetos
exteriores y que por otra parte, que no pertenece propiamente más que a
ella, parecen circunscribirle un espacio estrecho del que no le permiten
salir.
De todos los objetos que nos afectan con su
presencia, la existencia de nuestro propio cuerpo es lo que más nos
impresiona, porque nos pertenece más íntimamente; pero, apenas sentimos
la existencia de nuestro cuerpo, advertimos la atención que exige de
nosotros para eludir los peligros que lo rodean. Sujeto a mil
necesidades, y extremadamente sensible a la acción de los cuerpos
exteriores, pronto sería destruido si no nos cuidáramos de su
conservación. No es que todos los cuerpos exteriores nos hagan
experimentar sensaciones desagradables: algunos parecen compensarnos por
el placer que su acción nos procura. Pero es tal la desdicha de la
condición humana, que el dolor es en nosotros el sentimiento más vivo;
el placer nos afecta menos que el dolor, y casi nunca basta a
consolarnos de él. En vano algunos filósofos sostenían, conteniendo sus
gritos en medio de los sufrimientos, que el dolor no era un mal; en vano
otros ponían la suprema ventura en la voluptuosidad, a la que no
dejaban de negarse por miedo a las consecuencias: todos ellos habrían
conocido mejor nuestra naturaleza si se hubieran contentado con limitar a
la exención del dolor el soberano bien de la vida presente, y con
reconocer que, sin poder alcanzar ese soberano bien, nos era permitido
solamente acercarnos más o menos a él en proporción a nuestros cuidados y
a nuestra vigilancia. Reflexiones tan naturales impresionarán
infaliblemente a todo hombre abandonado a sí mismo y libre de los
prejuicios, sea de educación, sea de estudio; esas reflexiones serán la
secuela de la primera impresión que reciba de los objetos, y pueden ser
incluidas entre esos primeros movimientos del alma, preciosos para los
verdaderos sabios y dignos de ser observados por ellos, pero desdeñados o
rechazados por la filosofía ordinaria, cuyos principios desmienten casi
siempre.
La necesidad de preservar nuestro propio cuerpo del
dolor y la destrucción nos hace examinar entre los objetos exteriores
los que pueden sernos útiles o nocivos, para buscar los unos y evitar
los otros. Pero apenas comenzamos a recorrer estos objetos, descubrimos
entre ellos un gran número de seres que nos parecen enteramente
semejantes a nosotros, es decir, cuya forma es cabalmente parecida a la
nuestra y que, por lo que podemos juzgar a primera vista, parecen tener
las mismas percepciones que nosotros: todo nos lleva, pues, a pensar que
tienen también las mismas necesidades que nosotros experimentamos y,
por consiguiente, el mismo interés en satisfacerlas; de donde resulta
que debemos encontrar mucha ventaja en unirnos con ellos para buscar en
la Naturaleza lo que puede conservarnos o perjudicarnos. La comunicación
de las ideas es el principio y la base de esta unión, y requiere
necesariamente la invención de los signos; tal es el origen de la
formación de las sociedades con el que han debido nacer las lenguas.
Este comercio que tantos poderosos motivos nos
inducen a establecer con los otros hombres dilata en seguida la
extensión de nuestras ideas y nos las origina muy nuevas para nosotros, y
muy distantes, según toda apariencia, de las que hubiéramos tenido por
nosotros mismos sin tal ayuda. A los filósofos corresponde juzgar si
esta comunicación recíproca, unida a la semejanza que advertimos entre
nuestras sensaciones y las de nuestros semejantes, no contribuye mucho a
fortificar esa inclinación invencible que tenemos a suponer la
existencia de todos los objetos que nos impresionan. Limitándome a mi
tema, observaré únicamente que el agrado y la ventaja que encontramos en
comercio tal, ya en comunicar nuestras ideas a los otros hombres, ya en
juntar las suyas a las nuestras, debe inducirnos a estrechar cada vez
más los lazos de la sociedad comenzada y a hacerla lo más útil para
nosotros que sea posible. Pero como cada miembro de la sociedad procura
así aumentar para sí mismo la utilidad que saca de ese comercio y tiene
que combatir en cada uno de los otros miembros parejo afán, no todos
pueden tener la misma parte en las ventajas, aunque todos tengan el
mismo derecho a ellas. De suerte que un derecho tan legítimo es en
seguida infringido por ese bárbaro derecho de desigualdad llamado ley del más fuerte ,
cuyo uso parece confundirnos con los animales, y del que sin embargo es
tan difícil no abusar. Así, la fuerza, que la Naturaleza da a ciertos
hombres, y que sin duda no debieran emplear sino en el apoyo y
protección a los débiles, es por el contrario el origen de la apresión
de éstos. Pero cuanto más violenta es la opresión, con más impaciencia
la soportan, porque se dan cuenta de que nada ha debido someterlos a
ella. De aquí la noción de lo injusto y, por consiguiente, del bien y
del mal moral, cuyo principio han buscado tantos filósofos y que la voz
de la Naturaleza, que resuena en todo hombre, hace oír hasta en los
pueblos más salvajes. De aquí también esa ley natural que encontramos
dentro de nosotros, fuente de las primeras leyes que los hombres han
debido formular: incluso sin el concurso de esas leyes, es a veces
bastante fuerte, si no para suprimir la opresión, al menos para
reducirla a ciertos límites. De esta manera, el mal que padecemos por
los vicios de nuestros semejantes produce en nosotros el conocimiento
reflexivo de las virtudes opuestas a esos vicios, conocimiento precioso
del que nos hubieran privado tal vez una unión y una igualdad perfectas.
Por la idea adquirida de lo justo y de lo injusto,
y, en consecuencia, de la naturaleza moral de las acciones, llegamos
naturalmente a examinar cuál es en nosotros el principio que actúa, o,
lo que es lo mismo, la sustancia que quiere y que concibe. No es
necesario profundizar mucho en la naturaleza de nuestro cuerpo y en la
idea que tenemos del mismo para conocer que no podría ser esta
sustancia, puesto que las propiedades que observamos en la materia no
tienen nada de común con la facultad de querer y de pensar: de donde
resulta que ese ser llamado Nosotros está formado de dos
principios de diferente naturaleza, tan unidos, que entre los
movimientos del uno y los afectos del otro reina una relación que no
podríamos ni suprimir ni alterar y que los mantiene en una servidumbre
recíproca. Esta esclavitud tan independiente de nosotros, unida a las
reflexiones que nos vemos obligados a hacer sobre la naturaleza de los
dos principios y sobre su imperfección, nos eleva a la contemplación de
una Inteligencia omnipotente a la que debemos lo que somos y
que exige por consiguiente nuestro culto; el reconocimiento de su
existencia no requiere otra cosa que nuestro sentimiento interior, aun
cuando no se uniera a él el testimonio universal de los demás hombres.
Es, pues, evidente que las nociones puramente
intelectuales del vicio y de la virtud, el principio de la necesidad de
las leyes, la espiritualidad del alma y la existencia de Dios y nuestros
deberes hacia él, en una palabra, las verdades de las que tenemos la
necesidad más perentoria y más indispensable, son fruto de las primeras
ideas reflejas que nuestras sensaciones ocasionan.
Por muy interesantes que sean estas primeras
verdades para la parte más noble de nosotros mismos, el cuerpo al que
ésta va unida nos vuelve en seguida a él por la urgencia de satisfacer
necesidades que se multiplican sin cesar. Para la conservación del
cuerpo hay que prevenir los males que lo amenazan o remediar los que
padece. Esto lo procuramos por dos medios: por nuestros descubrimientos
particulares y por los de los demás hombres, que podemos aprovechar
mediante nuestro comercio con nuestros semejantes. De aquí han debido
nacer, en primer lugar, la agricultura, la medicina y, finalmente, todas
las artes más absolutamente necesarias. Han sido al mismo tiempo
nuestros conocimientos primitivos y la fuente de todos los demás,
incluso de aquellos que parecen muy distantes por su naturaleza; esto
hay que desarrollarlo más detalladamente.
Los primeros hombres, ayudándose mutuamente con sus
luces, o sea con sus esfuerzos reunidos o separados, llegaron, acaso en
bastante poco tiempo, a descubrir una parte de los usos en los que
podían emplear el cuerpo. Ávidos de conocimientos útiles tuvieron que
comenzar por prescindir de toda especulación ociosa, luego considerar
rápidamente unos tras otros a los diferentes seres que la Naturaleza les
presenta, combinándolos, por decirlo así, materialmente por sus
propiedades más sobresalientes y palpables. A esta primera combinación
ha tenido que suceder otra más compleja, pero siempre relativa a sus
necesidades, y que ha consistido principalmente en un estudio más
profundo de algunas propiedades menos sensibles, en la alteración y la
descomposición de los cuerpos y en los usos que de ellos pueden
obtenerse.
No obstante, cualquiera que sea el camino que los
hombres de que hablamos hayan podido seguir movidos por un fin tan
interesante como es el de su propia conservación, la experiencia y la
observación de este vasto universo les ha hecho conocer pronto
obstáculos que sus grandes esfuerzos no han podido vencer. El
entendimiento, acostumbrado a la meditación y deseoso de sacar fruto de
ella ha debido encontrar entonces una especie de recurso en el
descubrimiento, únicamente curioso, de las propiedades de los cuerpos,
descubrimiento que no tiene límites. En efecto, si un gran número de
conocimientos agradables bastara para consolarnos de la privación de una
verdad útil, podría decirse que el estudio de la Naturaleza, cuando nos
niega lo necesario, sirve al menos con profusión a nuestros placeres:
es algo superfluo que suple, aunque muy imperfectamente, lo necesario.
Por otra parte, en el orden de nuestras necesidades y de los objetos de
nuestras pasiones, el placer ocupa uno de los primeros lugares, y la
curiosidad es una necesidad para quien sabe pensar, sobre todo cuando
este inquieto deseo está animado por una especie de contrariedad por no
poder lograr entera satisfacción. Debemos, pues, gran número de
conocimientos agradables a nuestra desdichada impotencia para adquirir
los que nos serían más necesarios. Hay otro motivo que nos sostiene en
tal trabajo; si la utilidad no es su objeto, puede ser al menos su
pretexto. Nos basta con haber hallado a veces una ventaja real en
ciertos conocimientos, en los que al principio no la habíamos
sospechado, para autorizarnos a considerar susceptibles de sernos útiles
algún día todas las exploraciones de pura curiosidad. He aquí el origen
y la causa de los progresos de esa vasta ciencia llamada en general Física o estudio de la Naturaleza, que comprende tantas partes diferentes: la agricultura y la medicina, que han dado, principalmente, origen a la Física,
ya no son actualmente sino ramas de la misma. De suerte que, aunque las
más esenciales y las primeras de todas, han ocupado un lugar más o
menos distinguido según que hayan sido más o menos eclipsadas por las
otras.
En este examen que hacemos de la Naturaleza, en
parte por necesidad, en parte por diversión, observamos que los cuerpos
tienen un gran número de propiedades, pero en su mayoría unidas de tal
manera en un mismo sujeto, que para estudiarlas cada una más a fondo,
nos vemos obligados a considerarlas por separado. Por medio de esta
operación de nuestra inteligencia pronto descubrimos propiedades que
parecen pertenecer a todos los cuerpos, como la facultad de moverse o
permanecer quietos y las de comunicarse el movimiento, fuente de los
principales cambios que percibimos en la Naturaleza. El examen de estas
propiedades, y sobre todo de la última, nos hace descubrir bien pronto,
con la ayuda de nuestros propios sentidos, otra propiedad de la que
aquéllas dependen: la impenetrabilidad, o sea, esa clase de fuerza por
la cual cada cuerpo excluye del lugar que ocupa a todo otro cuerpo, de
forma que dos cuerpos aproximados lo más posible no pueden ocupar un
espacio menor que el que ocupaban estando separados. La impenetrabilidad
es la propiedad principal que nos hace distinguir los cuerpos de las
partes del espacio indefinido donde los imaginamos colocados; así al
menos nos lo hacen juzgar nuestros sentidos y si nos engañan sobre este
punto, es un error tan metafísico, que ni nuestra existencia ni nuestra
conservación tienen que temerle, y en el que reincidimos continuamente,
como sin querer, debido a nuestra manera ordinaria de concebir. Todo nos
conduce a considerar el espacio como el lugar de los cuerpos, si no
real, al menos supuesto; en efecto, gracias al concurso de las partes de
este espacio consideradas como penetrables e inmóviles,
llegamos a formamos la idea más clara posible del movimiento. Nos vemos,
pues, como naturalmente obligados a distinguir, al menos por el
intelecto, dos clases de extensión, una de las cuales es impenetrable, y
otra constituye el lugar de los cuerpos. De suerte que, aunque la
impenetrabilidad entre necesariamente en la idea que nos formamos de las
partes de la materia, como es una propiedad relativa, o sea de la que
no nos formamos idea si no es examinando dos cuerpos juntos, nos
acostumbramos en seguida a considerarla como independiente de la
extensión, y a considerar ésta separadamente de la otra.
Por esta nueva consideración, ya no vemos los
cuerpos sino como partes figuradas y extensas del espacio; punto de
vista el más general y el más abstracto desde el cual pudiéramos
contemplarlos. Pues la extensión en la que no distinguiéramos partes
figuradas no sería más que un cuadro lejano y oscuro en el que todo se
nos escaparía, porque nos sería imposible discernir nada en él. El color
y la forma, propiedades siempre inherentes a los cuerpos, aunque
variables para cada uno de ellos, nos sirven en cierto modo para
destacarlos del fondo del espacio; incluso basta, a este respecto, una
de estas dos propiedades, y, para considerar los cuerpos en la forma más
intelectual, preferimos la figura al color, sea porque la figura nos es
más familiar, conocida a la vez por la vista y por el tacto, sea porque
es más fácil considerar en un cuerpo la forma sin el color que el color
sin la forma; sea, en fin, porque la forma sirve para fijar más
fácilmente y de una manera menos vaga las partes del espacio.
Henos, pues, en el punto de determinar las
propiedades de la extensión, simplemente en tanto que figurada. Tal es
el objeto de la Geometría, que para llegar a ello más fácilmente,
considera en primer lugar la extensión limitada por una sola dimensión,
luego por dos y finalmente por tres dimensiones que constituyen la
esencia del cuerpo inteligible, o sea de una parte del espacio terminada
en todos sentidos por límites intelectuales.
Así, pues, mediante operaciones y abstracciones
sucesivas de nuestro intelecto, despojamos la materia de casi todas sus
propiedades sensibles para no considerar en cierto modo más que su
fantasma; y se debe notar en primer lugar que los descubrimientos a que
nos lleva esta investigación no pueden menos de ser muy útiles siempre
que no sea necesario tener en cuenta la impenetrabilidad de los cuerpos;
por ejemplo, cuando se trate de estudiar su movimiento, considerándolos
como partes del espacio, figuradas, móviles y distantes unas de otras.
Como el examen que hacemos de la extensión figurada
nos presenta gran número de combinaciones posibles, es necesario
inventar algún medio que nos haga más fáciles estas combinaciones; y
como consisten principalmente en el cálculo y la relación de las
diferentes partes de que imaginamos formado el cuerpo geométrico, esta
investigación nos conduce en seguida a la Aritmética o ciencia de los
números. No es otra cosa que el arte de encontrar de una manera
abreviada la expresión de una relación única que resulte de la
comparación de otras varias. Las diferentes maneras de comparar estas
relaciones dan las diferentes reglas de la Aritmética.
Por otra parte es muy difícil que, reflexionando
sobre estas reglas, no advirtamos ciertos principios o propiedades
generales de las relaciones por medio de los cuales podemos, expresando
estas relaciones de una manera universal, descubrir las diferentes
combinaciones que se pueden hacer. Los resultados de estas
combinaciones, reducidos a una forma general, no serán en efecto sino
cálculos aritméticos indicados y representados por la expresión más
simple y más breve que pueda admitir su estado de generalidad. La
ciencia o el arte de designar así las relaciones es lo que se llama
Algebra. De modo que, aunque no haya propiamente cálculo posible si no
es mediante los números, ni más tamaño mensurable que la extensión (pues
sin el espacio no podríamos medir exactamente el tiempo) , llegamos,
siempre generalizando nuestras ideas, a esa parte principal de las
matemáticas, y de todas las ciencias naturales, que se llama Ciencia de las magnitudes en general;
ella es el fundamento de todos los descubrimientos que se pueden hacer
sobre la cantidad, es decir, sobre todo lo que es susceptible de aumento
o disminución.
Esta ciencia es el punto más lejano a donde puede
conducirnos la contemplación de las propiedades de la materia, y no
podríamos llegar más lejos sin salir completamente del universo
material. Pero tal es la marcha del intelecto en sus operaciones:
después de generalizar sus percepciones hasta el punto de no poder
descomponerlas más, vuelve en seguida sobre sus pasos, recompone de
nuevo estas mismas percepciones, y con ellas va formando, poco a poco y
gradualmente, los seres reales que son el objeto inmediato y directo de
nuestras sensaciones. Estos seres, inmediatamente relativos a nuestras
necesidades, son también los que más nos importa estudiar; las
abstracciones matemáticas nos facilitan el conocimiento de los mismos,
pero sólo son útiles limitándonos a ellos.
Por eso, habiendo en cierto modo agotado mediante
las especulaciones geométricas las propiedades de la extensión figurada,
comenzamos por devolverle la impenetrabilidad que constituye el cuerpo
físico y que era la última cualidad sensible de que la habíamos
despojado. Esta nueva consideración implica la de la acción recíproca de
los cuerpos, pues los cuerpos no actúan más que en tanto que son
impenetrables; y de aquí se deducen las leyes del equilibrio y del
movimiento, objeto de la Mecánica. Extendemos nuestras investigaciones
hasta el movimiento de los cuerpos animados por causas motrices
desconocidas, con tal de que la ley según la cual actúan estas causas
sea conocida o la demos por tal.
Ya de lleno en el mundo corporal, advertimos en
seguida el uso que podemos hacer de la Geometría y de la Mecánica para
adquirir sobre las propiedades de los cuerpos los conocimientos más
variados y profundos. Este es, aproximadamente, el modo en que han
nacido todas las ciencias llamadas físico-matemáticas. Se puede poner en
primer lugar la Astronomía, cuyo estudio, después del de nosotros
mismos, es el más digno de nuestro esfuerzo por el magnífico espectáculo
que nos ofrece. Uniendo la observación al cálculo, iluminando el uno
con el otro, esta ciencia determina con una exactitud digna de
admiración las distancias y los movimientos más complicados de los
cuerpos celestes, e incluso las fuerzas mismas que producen o alteran
estos movimientos. Por eso se la puede considerar justamente como la
aplicación más sublime y más segura de la Geometría y de la Mecánica
reunidas, y sus progresos como el monumento más incontestable de las
victorias que puede obtener con sus esfuerzos el espíritu humano.
No es menor el uso de los conocimientos matemáticos
en el examen de los cuerpos terrestres que nos rodean. Todas las
propiedades que observamos en estos cuerpos tienen entre ellos
relaciones más o menos sensibles para nosotros: el conocimiento o el
descubrimiento de estas relaciones es casi siempre el único fin que nos
es dado conseguir, y el único, por consiguiente, que debiéramos
proponernos. No es, pues, mediante hipótesis vagas y arbitrarias como
podemos esperar conocer la Naturaleza, sino mediante el estudio
reflexivo de los fenómenos, la comparación que hagamos de los unos con
los otros, el arte de reducir en todo lo posible un gran número de
fenómenos a uno solo que puede ser considerado como el principio de una
ciencia. En efecto, cuanto más se disminuya el número de principios de
una ciencia, tanto mayor extensión se les da, puesto que estando
necesariamente determinado el objeto de una ciencia, los principios
aplicados a este objeto serán tanto más fecundos cuanto menos numerosos.
Esta reducción, que, por otra parte, los convierte en más fáciles de
captar, constituye el verdadero espíritu sistemático, que no hay que
confundir con el espíritu de sistema, con el cual no siempre coincide.
Más adelante hablaremos de esto detalladamente.
Pero a medida que el objeto que se estudia es más o
menos difícil y más o menos vasto, la reducción de que hablamos es más o
menos penosa, y tenemos más o menos derecho a exigirla de aquellos que
se dedican al estudio de la Naturaleza. El imán, por ejemplo, uno de los
cuerpos más estudiados y sobre el que se han hecho descubrimientos tan
sorprendentes, tiene la propiedad de atraer al hierro, de comunicarle su
virtud, de orientarse hacia los polos del mundo, con una variación
sometida a su vez a ciertas reglas, y que resulta tan sorprendente como
lo sería una dirección más exacta; la propiedad, en fin, de inclinarse
formando un ángulo más o menos grande con la línea horizontal según el
lugar de la Tierra en que esté colocado. Todas estas singulares
propiedades, que dependen de la naturaleza del imán, dependen
verosímilmente de cierta propiedad general que las origina, que hasta
ahora nos es desconocida y que quizá nos lo siga siendo durante mucho
tiempo. A falta de este conocimiento y de las luces necesarias sobre la
causa física de las propiedades del imán, sería indudablemente una tarea
muy digna de un filósofo reducir, si ello fuera posible, todas estas
propiedades a una sola, mostrando la relación que existe entre ellas.
Pero por lo mismo que tal descubrimiento sería tan útil al progreso de
la física, tememos que escape a nuestros esfuerzos. Lo mismo digo de
otros muchos fenómenos cuyo encadenamiento pertenece quizá al sistema
general del mundo.
Sólo un recurso nos queda en esta investigación tan
penosa aunque tan necesaria y a la vez tan agradable: reunir la máyor
cantidad de hechos que nos sea posible, colocarlos en el orden más
natural y relacionarlos con otros hechos principales de los cuales los
primeros son consecuencia. Y si nos atrevemos a elevarnos más, que sea
con esa prudente circunspección que tan bien le sienta a una visión tan
débil como la nuestra.
Tal es el plan que tenemos que seguir en esa
extensa parte de la física llamada Física general y experimental. Se
diferencia de las ciencias fisicomatemáticas en que no es más que un
compendio razonado de experiencia y observaciones, mientras que
aquéIlas, mediante la aplicación de los cálculos matemáticos a la
experiencia, deducen a veces de una sola y única observación un gran
número de consecuencias estrechamente ligadas por su exactitud a las
verdades geométricas. Así, un solo experimento sobre la reflexión de la
luz da lugar a toda la Catóptrica, o ciencia de las propiedades de los
espejos; un solo experimento sobre la refracción de la luz nos da la
explicación matemática del arco iris, la teoría de los colores y toda
Dióptrica, o ciencia de las propiedades de las lentes cóncavas y
convexas; de una sola observación sobre la presión de los fluidos
provienen todas las leyes del movimiento y del equilibrio de los
cuerpos; en fin, una experiencia única sobre la aceleración de los
cuerpos que caen hace descubrir las leyes de su caída sobre planos
inclinados y las del movimiento del péndulo.
Hay que reconocer sin embargo que los geómetras
abusan a veces de esta aplicación del álgebra a la física. A falta de
experiencias adecuadas que les sirvan de base a su cálculo, se permiten
las hipótesis que más se acomodan a la verdad, pero a veces muy
distantes de lo que existe realmente en la Naturalela. Se ha querido
reducir a cálculo el arte de curar; y al cuerpo humano, esa máquina tan
complicada, la han tratado los médicos algebristas como tratarían la
máquina más simple o la más fácil de descomponer. Es cosa singular el
ver cómo esos autores resuelven de un plumazo los problemas de
hidráulica y de estática en los que los más grandes geómetras se han
estancado toda su vida. En cuanto a nosotros, más prudentes o más
tímidos, contentémonos con considerar la mayor parte de estos cálculos y
de estas suposiciones vagas como ejercicios intelectuales a los cuales
la Naturaleza no está obligada a someterse, y concluyamos que la única
verdadera manera de filosofar en física consiste en la aplicación del
análisis matemático a la experiencia, o en la observación iluminada por
el espíritu del método, ayudada a veces por conjeturas cuando éstas
pueden ofrecernos puntos de vista, pero severamente exenta de toda
hipótesis arbitraria.
Detengámonos un momento aquí y echemos una ojeada
al espacio que acabamos de recorrer. En él observaremos dos límites,
donde se encuentran, por así decirlo, concentrados casi todos los
conocimientos ciertos que nuestras luces naturales pueden alcanzar. Uno
de estos límites, aquel del que hemos partido, es la idea de nosotros
mismos, que conduce a la idea del Ser omnipotente, y de
nuestros principales deberes. El otro es esa parte de las matemáticas
que tiene por objeto las propiedades generales de los cuerpos, de la
extensión y del tamaño. Entre estos dos términos tenemos un intervalo
inmenso, en el que la Inteligencia suprema parece haber querido burlarse
de la curiosidad humana, tanto por las innumerables nieblas que sobre
él ha proyectado, como por algunos rayos de luz que parecen brillar acá y
allá para atraernos. Podría compararse el universo con ciertas obras de
una oscuridad sublime cuyos autores, descendiendo a veces a la altura
del que los lee, tratan de persuadirle de que entienden casi todo.
¡Felices nosotros, pues, si, metidos en este laberinto, no perdemos el
verdadero camino! Pues si no, los relámpagos destinados a conducirnos a
él no servirían sino para desviarnos más aún.
Por lo demás, estamos muy lejos de que baste a
satisfacer todas nuestras necesidades el pequeño número de conocimientos
ciertos en los que podemos confiar, y que están, si así puede decirse,
relegados a los dos extremos del espacío de que hablemos. La naturaleza
del hombre, cuyo estudio es tan necesario, es un misterio impenetrable
para el hombre mismo, cuando sólo la razón lo ilumina, y los más grandes
genios, a fuerza de pensar sobre una materia tan importante, lo único
que consiguen a veces es saber un poco más que el resto de los hombres.
Lo mismo puede decirse de nuestra existencia presente y futura, de la
esencia del Ser al que se la debemos, y de la clase de culto que nos
exige.
Nada tan necesario, pues, como una Religión
revelada que nos instruya sobre tantos objetos diversos. Destinada a
servir de suplemento al conocimiento natural, nos muestra una parte de
lo que nos estaba oculto, pero se limita a lo que nos es absolutamente
necesario conocer. Lo otro está cerrado para nosotros y, a lo que
parece, lo estará siempre. Algunas verdades que hay que creer, unos
cuantos preceptos que hay que cumplir: a esto se reduce la Religión
revelada; sin embargo, a favor de las luces que ha comunicado al mundo,
el pueblo mismo está sobre muchas cuestiones interesantes, más firme y
decidido que lo estuvieron nunca las sectas filos
Segunda parte
Con respecto a las ciencias matemáticas, que
constituyen el segundo límite de que hemos hablado, su naturaleza y su
número no debe resultarnos imponente. Su certeza la deben principalmente
a la sencillez de su objeto. Hay que reconocer incluso que como todas
las partes de las matemáticas no tiene una finalidad tan sencilla,
tampoco la certidumbre propiamente hablando, la que está basada en
principios necesariamente ciertos y evidentes por sí mismos, pertenece a
todas estas partes ni igualmente ni de la misma manera. Apoyadas en
principio físicos, es decir, en verdades empíricas o en simples
hipótesis, muchas de estas partes no ofrecen, por así decirlo, más que
una certidumbre de experiencia o incluso hipotética. Hablando con
exactitud, solamente pueden considerarse selladas por la evidencia las
que tratan del cálculo del tamaño y de las propiedades generales de la
extensión, es decir: el Algebra, la Geometría y la Mecánica. Y en la luz
que estas ciencias ofrecen a nuestra mente hay aún que observar una
especie de gradación y de matiz. Cuanta mayor extensión tenga el objeto
que abarcan y sea tratado en forma más general y abstracta, tanta mayor
claridad tendrán sus principios; por eso la Geometría es más sencilla
que la Mecánica y ambas menos fáciles que el Álgebra. Esto no resultará
una paradoja para los que han estudiado estas ciencias como filósofos;
las nociones más abstractas, esas que la mayor parte de los hombres
considera más inaccesibles, son con frecuencia las que llevan consigo
más luz: la oscuridad embarga nuestras ideas a medida que examinamos en
un objeto más propiedades sensibles. La impenetrabilidad, unida a la
idea de extensión, parece presentarnos un misterio más; la naturaleza
del movimiento es un enigma para los filósofos; el principio metafísico
de las leyes de la percusión les está igualmente vedado; en una palabra:
cuanto más ahondan en la idea que se hacen de la materia y de las
propiedades que la representan, más parece que se les entenebrece y se
les escapa esta idea.
No se puede menos de reconocer que la inteligencia
no está satisfecha en el mismo grado por todos los conocimientos
matemáticos; avancemos un poco más y examinemos sin prevención a lo que
se reducen estos conocimientos. A primera vista se descubre que son
numerosísimos y hasta, en cierto modo, inagotables; pero si después de
haberlos acumulado los enumeramos filosóficamente, advertimos que somos
mucho menos ricos de lo que creíamos. No hablo aquí de la escasa
aplicación y el poco uso que puede hacerse de varias de estas verdades;
esto seria quizá un argumento bastante débil contra ellas: me refiero a
esas verdades consideradas en si mismas. Todos esos axiomas que tanto
enorgullecen a la Geometría ¿qué son sino la expresión por medio de dos
signos o palabras diferentes? El que afirma que dos y dos son cuatro,
¿tiene más conocimiento que el que se limita a decir que dos y dos son
dos y dos? Las ideas de todo, de parte, de mayor y de menor, ¿no son,
propiamente hablando, la misma idea simple e individual, puesto que no
se puede tener una sin que se presenten todas al mismo tiempo? Como han
observado algunos filósofos, debemos muchos errores al abuso de las
palabras; a este mismo abuso debemos quizá los axiomas. No obstante, yo
no pretendo condenar absolutamente su empleo: quiero hacer notar
solamente a lo que se reduce: a hacernos, por la costumbre, más
familiares las ideas más sencillas y más adecuadas a los diferentes usos
a que podemos aplicarlas. Lo mismo digo, aproximadamente, si bien con
las limitaciones de rigor, acerca de los teoremas de matemáticas. Vistos
sin prejuicio, se reducen a un pequeño número de verdades primitivas.
Examínese una serie de proposiciones de geometría deducidas las unas de
las otras, de suerte que dos proposiciones vecinas se toquen
inmediatamente y sin ningún intervalo, y se advertirá que todas ellas no
son sino la primera proposición que se desfigura, por decirlo así
sucesivamente y poco a poco al pasar de una consecuencia a la siguiente,
pero que sin embargo no ha sido realmente multiplicada por este
encadenamiento y no ha hecho más que recibir diferentes formas. Es
aproximadamente como si se quisiera expresar esta proposición mediante
una lengua que se hubiera desnaturalizado insensiblemente, y se
expresara sucesivamente de diversas maneras que representaran los
diferentes estados por los que ha pasado la lengua. Cada uno de estos
estados se reconocería en el contiguo; pero, en un estado más apartado,
no podríamos discernirlo, aunque fuera dependiente de los precedentes y
estuviera destinado a trasmitir las mismas ideas. Podemos, pues,
considerar el encadenamiento de varias verdades geométricas como
traducciones más o menos diferentes y más o menos complicadas de la
misma proposición, y muchas veces de la misma hipótesis. Estas
traducciones son, por lo demás, muy ventajosas por los diversos usos que
nos permiten hacer del teorema que expresan usos más o menos estimables
en proporción a su importancia y a su extensión. Pero reconociendo el
mérito real de la traducción matemática de una proposición, hay que
reconocer también que este mérito reside originariamente en la
proposición misma. Esto debe hacernos sentir cuánto debemos a los genios
inventores que al descubrir alguna de esas verdades fundamentales,
fuente y origen, por decirlo así, de otras muchas, han realmente
enriquecido la geometría y extendido su dominio.
Lo mismo ocurre con las verdades físicas y las
propiedades de los cuerpos, cuya relación percibimos. Todas estas
propiedades estrechamente unidas sólo nos ofrecen, propiamente hablando,
un conocimiento simple y único. Si otras muchas las separamos formando
verdades diferentes, esta triste ventaja se la debemos a nuestras luces;
y puede decirse que nuestra abundancia en este aspecto es efecto de
nuestra misma indigencia. Los cuerpos eléctricos en los cuales se han
descubierto tantas propiedades singulares, pero que no parecen depender
unas de otras, son tal vez en cierto sentido los cuerpos menos
conocidos, porque parecen serIo más. La virtud de atraer pequeños
corpúsculos, que adquieren al ser frotados, y la de producir en los
animales una conmoción violenta, son dos cosas para nosotros; si
pudiéramos remontarnos a la causa primera, sería una sola. El universo,
para quien supiera abarcarlo desde un solo punto de vista, no sería, si
así puede decirse, más que un hecho único y una gran verdad.
Los diferentes conocimientos, tanto útiles como
agradables, de que hemos hablado hasta aquí, y cuyo primer origen han
sido nuestras necesidades, no son los únicos que se han debido cultivar.
Hay otros que les son relativos, y a los cuales, por esta razón, se han
dedicado los hombres al mismo tiempo que se entregaban a los primeros.
Por eso habríamos hablado al mismo tiempo de todos si hubiéramos creído
más oportuno y más conforme al orden filosófico de este Discurso enfocar
primero sin interrupción el estudio general que los hombres han hecho
del cuerpo, porque por este estudio han comenzado ellos, aunque en
seguida se hayan unido al mismo otros. He aquí aproximadamente el orden
probable en que se han sucedido. La ventaja que los hombres han
encontrado en ampliar la esfera de sus ideas, sea por sus propios
esfuerzos, sea con la ayuda de sus semejantes, les ha hecho pensar que
sería útil reducir a arte la manera misma de adquirir conocimientos y la
de comunicarse recíprocamente sus propios pensamientos; este arte ha
sido encontrado y llamado Lógica. Enseña a poner las ideas en el orden
más natural, a formar con ellas la cadena más inmediata, a descomponer
las que encierran un excesivo número de simples, a enfocarlas en todas
sus facetas, a presentarlas, en fin, a los demás, bajo una forma que las
haga fáciles de entender. En esto consiste esa ciencia del razonamiento
que se considera con justicia la llave de todos nuestros conocimientos.
No obstante, no hay que creer que le corresponda el primer lugar en el
orden de la invención. El arte de razonar es un presente que la
Naturaleza hace voluntariamente a las buenas inteligencias, y puede
decirse que los libros que tratan de él no son apenas útiles más que a
quien puede pasarse sin ellos. Se han hecho muchos razonamientos justos
mucho antes de que la lógica reducida a principios enseñara a discernir
los malos, o incluso a paliarlos a veces con una forma sutil y falaz.
Este arte tan precioso de poner en las ideas el
encadenamiento conveniente y de facilitar en consecuencia el paso de
unas a otras, proporciona en cierto modo el medio de aproximar hasta
cierto punto a los hombres que más parecen diferir. En efecto, todos
nuestros conocimientos se reducen primitivamente a sensaciones, que son
aproximadamente las mismas en todos los hombres; el arte de combinar y
de relacionar ideas directas no añade apropiadamente a estas mismas
ideas más que un orden más o menos exacto y una enumeración que puede
resultar más o menos sensible a los demás. El hombre que combina
fácilmente ideas no difiere apenas del que las combina con dificultad,
más que difiere el que juzga de una ojeada un cuadro del que necesita
para apreciarlo que le hagan observar sucesivamente todas las partes:
uno y otro, al echar un primer vistazo, han tenido las mismas
sensaciones, pero sobre el segundo no han hecho, por así decirlo, más
que resbalar, y, para llevarlo al mismo punto en que el otro se ha
encontrado de pronto, le hubiera bastado con detenerse y fijarse más
tiempo sobre cada uno. Por este medio las ideas reflexivas del primero
hubieran devenido tan al alcance del segundo como las ideas directas.
Por lo tanto, es acaso justo decir que no existe casi ciencia o arte en
las que no se pueda en rigor, y con una buena lógica, instruir al
entendimiento más limitado; porque hay pocas, cuyas proposiciones o
reglas no puedan ser reducidas a nociones simples y dispuestas entre
ellas en un orden tan inmediato, que la cadena no se encuentre
interrumpida en ningún punto. La mayor o menor lentitud de las
operaciones del espíritu exige más o menos esta cadena, y la ventaja de
los más grandes genios se reduce a necesitarla menos que los otros, o
más bien a formarla rápidamente y casi sin darse cuenta.
La ciencia de la comunicación de las ideas no se
limita a poner orden en las ideas mismas; debe también enseñar a
expresar cada idea de la manera más clara posible, y por conseguiente, a
perfeccionar los signos destinados a expresarla; esto es lo que los
hombres han ido haciendo poco a poco. Sin duda las lenguas, nacidas con
las sociedades, no han sido al principio más que una colección bastante
extraña de signos de toda especie, y los cuerpos naturales que caen bajo
nuestros sentidos han sido, en consecuencia, los primeros objetos
designados con nombres. Pero hasta donde podemos juzgar, las lenguas, en
esta primera formación, destinadas al uso más apremiante, debieron de
ser muy imperfectas, poco abundantes y estar sometidas a muy pocos
principios fijos; y las artes o las ciencias absolutamente necesarias
pudieron haber hecho muchos progresos cuando las reglas de dicción y de
estilo estaban todavía por nacer. Sin embargo, la comunicación de las
ideas no adolecía apenas de esa falta de reglas, ni siquiera de la
penuria de palabras; o más bien no sufría tanto como era necesario para
obligar a cada hombre a aumentar sus propios conocimientos por medio de
un trabajo tenaz, sin apoyarse demasiado en los demás. Una comunicación
demasiado fácil puede mantener a veces el alma embotada e impedir los
esfuerzos de que sería capaz. Fijémonos en los prodigios de los ciegos,
sordos y mudos de nacimiento, y veremos lo que pueden hacer los recursos
del entendimiento a poco vivos que sean y puestos en acción por las
dificultades a vencer.
Sin embargo, como la facilidad de expresar y
recibir ideas mediante un comercio mutuo tiene a su favor ventajas
incontestables, no es de sorprender que los hombres hayan buscado cada
vez el aumento de esta facilidad. Para ello han comenzado por reducir
las palabras a signos, porque son, por decirlo así, los símbolos que
tienen más a la mano. Además, el orden de la generación de las palabras
ha seguido el orden de las operaciones del intelecto: después de nombrar
a los individuos, se han nombrado las cualidades sensibles, que, sin
existir por ellas mismas, existen en estos individuos y son comunes a
varios; poco a poco se ha llegado finalmente a esos términos abstractos
de los cuales unos sirven para unir entre sí las ideas, otros para
designar las propiedades generales de los cuerpos, otros para expresar
nociones puramente intelectuales. Todos esos términos que los niños
tardan tanto en aprender, sin duda han tardado todavía más tiempo en ser
descubiertos. Finalmente, reduciendo el uso de las palabras a
preceptos, se ha formado la Gramática, que puede considerarse como una
de las ramas de la Lógica. Iluminada por una Metafísica sutil y
penetrante, dilucida los matices de las ideas, enseña a distinguir estos
matices con signos diferentes, da reglas para hacer de estos signos el
uso más conveniente, descubre muchas veces, por ese espíritu filosófico
que se remonta a las fuentes de todo, las razones de la elección,
extraña en apariencia, que hace preferir un signo a otro, y sólo deja en
fin de ese capricho nacional que se llama uso, lo que no puede de ninguna manera quitarle.
La Cronología y la Geografía son los dos brotes y
los dos sostenes de la ciencia de que hablamos: la una sitúa a los
hombres en el tiempo, la otra los distribuye sobre el globo. Las dos
sacan una gran ayuda de la historia de la Tierra y de la del cielo, es
decir, de los hechos históricos y de las observaciones celestes; y si
fuera permitido que los poetas nos prestaran su lengua, podríamos decir
que la ciencia del tiempo y la del lugar son hijas de la Astronomía y de
la Historia.
Uno de los principales frutos del estudio de los
imperios y de sus revoluciones es el de examinar cómo los hombres
separados por decirlo así, en varias grandes familias, han formado
sociedades diversas; cómo estas sociedades diferentes han originado
diversas clases de gobiernos; cómo han procurado el distinguirse las
unas de las otras, tanto por las leyes que se han dado como por los
signos particulares que cada una ha imaginado entre ellos. Tal es el
origen de esta diversidad de lenguas y de leyes que, para nuestro mal,
se ha convertido en un objeto considerable de estudio. Tal es también el
origen de la política, una especie de moral de un género particular y
superior, a la cual los principios de la Moral corriente no pueden, a
veces, acomodarse más que con mucha sutileza, y que, penetrando en los
resortes principales del gobierno de los Estados, discierne lo que puede
conservarlos, debilitarlos o destruirlos; estudio quizá el más difícil
de todos por los conocimientos que exige se tengan sobre los pueblos y
sobre los hombres, y por la extensión y la variedad de las facultades
que presupone, sobre todo cuando la política no quiere olvidar que la
ley natural, anterior a todos los convenios particulares, es también la
primera ley de los pueblos, y que para ser hombres de Estado, no se debe
dejar de ser hombre.
He aquí las principales ramas de esta parte del
conocimiento humano, que consiste, bien en las ideas directas que hemos
recibido por medio de los sentidos, o en la combinación y comparación de
estas ideas, combinación que, en general, se llama Filosofía. Estas
ramas se subdividen en una infinidad de otras, cuya enumeración sería
inmensa y que pertenecen más bien a la Enciclopedia misma que a su
prefacio.
Como la primera operación de la reflexión consiste en aproximar y unir las nociones directas, hemos tenido que comenzar en este Discurso
por enfocar la reflexión en este aspecto y recorrer las diferentes
ciencias que de ella resultan. Pero las reflexiones formadas por la
combinación de las ideas primitivas no son las únicas que nuestro
intelecto es capaz de concebir. Hay otra clase de conocimientos
reflexivos de los cuales nos toca ahora hablar. Consisten en las ideas
que nos formamos nosotros mismos al imaginar y componer seres semejantes
a los que son objeto de nuestras ideas directas: esto es lo que se
llama imitación de la Naturaleza, tan conocida y recomendada
por los antiguos. Como las ideas directas que nos impresionan más
vivamente son las que más fácilmente conservamos en la memoria, son
también las que más tratamos de despertar en nosotros mediante la
imitación de sus objetos. Si los objetos agradables nos impresionan más
si son reales que si están simplemente representados, lo que pierden de
agradable en este último caso se compensa en cierto modo con el placer
que resulta de la imitación. En cuanto a los objetos que, siendo reales,
sólo provocarían sentimientos tristes o tumultuosos, su imitación es
más agradable que los objetos mismos, porque ella nos coloca a esa justa
distancia en la que sentimos el placer de la emoción sin sufrir el
desorden. En esta imitación de los objetos capaces de provocar en
nosotros sentimientos vivos o agradables, de cualquier naturaleza que
sean, consiste en general la imitación de la Naturaleza bella, sobre la
cual han escrito tantos autores sin darnos una idea clara, sea porque la
Naturaleza bella solamente puede ser apreciada por un sentimiento
exquisito, sea porque, en esta materia, los limites que distinguen lo
arbitrario de lo cierto no están aún completamente establecidos y dejan
todavía mucho espacio libre a la opinión.
A la cabeza de los conocimientos que consisten en
la imitación deben colocarse la Pintura y la Escultura, porque en esta
clase de conocimientos la imitación se aproxima más que en otro alguno a
los objetos que representan, y hablan lo más directamente posible a los
sentidos. Se les puede añadir el arte de la Arquitectura, nacido de la
necesidad y perfeccionado por el lujo, y que, elevándose gradualmente
desde las cabañas hasta los palacios, resulta a los ojos del filósofo la
máscara embellecida de una de nuestras mayores necesidades. La
imitación de la Naturaleza bella es en la Arquitectura menos
impresionante y más concreta que en las otras dos artes de que acabamos
de hablar; éstas expresan la Naturaleza indiferentemente y en todas sus
partes sin restricción, y la representan tal y como es, uniforme o
variada; en cambio la Arquitectura se reduce a imitar, combinando y
uniendo los diferentes cuerpos que emplea, el orden simétrico que la
Naturaleza observa más o menos sensiblemente en cada individuo, y que
tan bien contrasta con la bella variedad de todo conjunto.
La Poesía, que viene después de la Pintura y de la
Escultura, y que para la imitación emplea solamente las palabras
dispuestas conforme a una armonía agradable al oído, más bien habla a la
imaginación que a los sentidos; le presenta de una manera viva e
impresionante los objetos que componen este universo, y, por el calor,
el movimiento y la vida que sabe darles, más bien parece crearlos que
pintarlos. Finalmente, la Música, que habla a la imaginación y a los
sentidos al mismo tiempo, ocupa el último lugar en el orden de la
imitación; no es que la imitación sea menos perfecta en los objetos que
se propone representar, sino que parece limitarse hasta ahora a un
pequeño número de imágenes, lo que se debe atribuir no tanto a su
naturaleza como a la escasez de invención y de recursos de la mayor
parte de los que la cultivan. No resultarán inútiles unas cuantas
observaciones sobre esto. La música, que en su origen no estaba quizá
destinada a representar más que el ruido, ha llegado poco a poco a ser
una especie de discurso o hasta de lengua, con la que se expresan los
diferentes sentimientos del alma, o más bien sus diferentes pasiones;
pero, ¿por qué reducir esta expresión a las simples pasiones, y no
extenderla todo lo posible a las sensaciones mismas? Aunque las
percepciones que recibimos por diversos órganos difieren entre ellas
tanto como sus objetos, se puede, no obstante, compararlas desde otro
punto de vista que les es común, es decir, por la situación de gozo o de
desagrado en que ponen a nuestra alma. Un objeto que causa miedo, un
ruido terrible, producen en cada uno de nosotros una noción por la cual
podemos llegar a ellos hasta cierto punto, y que solemos designar en uno
y en otro caso, o con el mismo nombre, o con nombres sinónimos. No veo,
pues, por qué un músico que tuviera que pintar un obejto que causa
miedo no podría conseguirlo buscando en la Naturaleza la especie de
ruido que puede producir en nosotros la emoción más semejante a la que
este objeto suscita. Lo mismo digo de las sensaciones agradables. Pensar
de otro modo sería querer restringir los límites del arte y de nuestros
placeres. Reconozco que la pintura de que se trata exige un estudio
sutil y profundo de los matices que distinguen nuestras sensaciones,
pero no hay que esperar que esos matices sean aquilatados por un talento
ordinario. Captados por el hombre de genio, sentidos por el hombre de
gusto, percibidos por el homre inteligente, escapan a la multitud. Toda
música que no pinta nada no es más que ruido, y a no ser por la
costumbre que todo lo desnaturaliza, apenas causaría más deleite que una
serie de palabras armoniosas y sonoras sin orden ni trabazón. Verdad es
que un músico atento a pintarlo todo nos presentaría en varias
circunstancias cuadros de armonía que no estarían hechos para sentidos
vulgares; pero la única conclusión que se debe sacar de esto es que,
después de haber hecho un arte de la enseñanza de la música, se debiera
hacer otro arte del escucharla.
Terminaremos aquí la enumeración de nuestros
principales conocimientos. Si los consideramos ahora todos juntos y
buscamos los puntos de vista generales que pueden servir para
discernirlos, encontramos que unos, puramente prácticos, tienen por
objeto la ejecución de alguna cosa; que otros, simplemente
especulativos, se limitan al examen de su objeto y a la contemplación de
sus propiedades; que otros, en fin, sacan del estudio especulativo de
su objeto el uso que de él puede hacerse en la práctica. La especulación
y la práctica constituyen la principal diferencia que distingue las Ciencias de las Artes,
y siguiendo aproximadamente esta noción, se ha dado uno u otro nombre a
nuestros conocimientos. Hay que reconocer, a pesar de ello, que
nuestras ideas no son todavía fijas a este respecto. Muchas veces no se
sabe qué nombre dar a la mayor parte de los conocimientos en los que la
especulación se une a la práctica, y todos los días se discute, por
ejemplo, en las escuelas si la Lógica es un arte o una ciencia; el
problema quedaría resuelto en seguida contestando que es a la vez ambas
cosas. ¡Cuántas cuestiones y cuántas dificultades se ahorrarían si se
determinara al fin el significado de las palabras de una manera clara y
precisa!
Se puede en general dar el nombre de Arte a todo
sistema de conocimientos que se pueden reducir a reglas positivas,
invariables e independientes del capricho o de la opinión, y, en este
sentido, podría decirse que varias de nuestras ciencias son arte,
consideradas en su aspecto práctico. Pero así como hay reglas para las
operaciones del entendimiento o del alma, las hay también para las del
cuerpo, es decir, para las que, limitadas a los cuerpos exteriores, sólo
necesitan de la mano para ser ejecutadas. De aquí la distinción de las
artes en liberales y en mecánicas, y la superioridad que se concede a
las primeras sobre las segundas. Esta superioridad, es sin duda, injusta
en varios aspectos. No obtante, en todo prejuicio, por muy ridículo que
pueda ser, hay su razón, o, mejor dicho, su origen, y muchas veces la
filosofía, impotente para corregir los abusos, puede al menos averiguar
la fuente de los mismos. Como la fuerza del cuerpo ha sido el primer
principio que ha hecho inútil el derecho que todos los hombres tenían a
ser iguales, los más débiles, siempre en mayor número, se han unido para
reprimirla, y han establecido, con ayuda de las leyes y de las
diferentes clases de gobiernos, una desigualdad convenida cuyo principio
no es ya la fuerza. Una vez bien afianzada esta desigualdad, los
hombres, reuniéndose con razón para conservarla, no han dejado de
reclamar secretamente contra ella por ese deseo de superioridad que nada
puede destruir en ellos. Han buscado, pues, una especie de compensación
en una desigualdad menos arbitraria, y como la fuerza encadenada por
las leyes no puede ya ofrecer ningún medio de superioridad, se han visto
reducidos a buscar en la diferencia de los espíritus un principio de
desigualdad tan natural como la fuerza más apacible y más útil a la
sociedad. Así la parte más noble de nuestro ser se ha vengado en cierto
modo de las primeras ventajas que la parte más vil había usurpado, y los
talentos del espíritu han sido generalmente reconocidos como superiores
a los del cuerpo. Dependiendo las artes mecánicas de una operación
manual, y bajo la servidumbre, permítaseme la expresión, de una especie
de rutina, han sido abandonadas a los hombres que los prejuicios han
situado en la clase más baja. La indigencia que ha obligado a estos
hombres a dedicarse a trabajo tal, más a menudo que ha podido llevarlos a
él el gusto y el genio, ha sido luego una razón para despreciarlas, que
tanto daña la indigencia a todo lo que la acompaña. En cuanto a las
operaciones libres del espíritu, han sido el lote de los que se han
creído, en este punto, más favorecidos por la Naturaleza. Pero la
ventaja que tienen las artes liberales sobre las artes mecánicas, por el
trabajo que las primeras exigen del espíritu y por la dificultad de
distinguirse en ellas, queda suficientemente compensada por la utilidad
muy superior que las últimas procuran para la mayoría. Esta utilidad
misma es lo que ha obligado a reducirlas a operaciones puramente
maquinales, para facilitar la práctica de las mismas á un mayor número
de hombres. Pero la sociedad, que respeta con justicia a los grandes
genios que la iluminan, no debe envilecer las manos que la sirven. El
descubrimiento de la brújula es tan importante para el género humano
como lo sería para la física la explicación de las propiedades de esta
aguja. En fin, si consideramos en sí mismo el principio de la distinción
de que hablamos. ¡hay tantos supuestos sabios cuya ciencia no es en
realidad más que un arte mecánico! Y ¿qué diferencia real existe entre
una cabeza llena de hechos sin orden, sin aplicación y sin relación, y
el instinto de un artesano reducido a la ejecución maquinal?
El desprecio que se siente por las artes mecánicas
parece haber influido hasta cierto punto sobre sus inventores mismos.
Los nombres de estos bienhechores del género humano son casi todos
desconocidos, mientras que la historia de sus destructores, o sea de los
conquistadores, no lo ignora nadie. Sin embargo, es acaso en los
artesanos donde hay que buscar las más admirables pruebas de la
sagacidad del entendimiento, de su paciencia y de sus recursos.
Reconozco que la mayor parte de las artes han sido inventadas muy
lentamente y que se han necesitado muchos siglos para llevar, por
ejemplo, los relojes al punto de perfección en que los vemos
actualmente. Pero ¿no ocurre lo mismo con las ciencias? ¿Cuántos
descubrimientos que han inmortalizado a sus autores no habían sido
preparados por los trabajos de los siglos precedentes, muchas veces
incluso llevados a su madurez, hasta el punto de no requerir ya sino un
paso que dar? Y para no salir de la relojería. ¿por qué aquellos a
quienes debemos la espiral de los relojes, el disparador y la repetición
no son tan estimados como los que han trabajado sucesivamente en
perfeccionar el álgebra? Por otra parte, si hemos de creer a algunos
filósofos a quienes ei desprecio de la multitud por las artes no les ha
impedido estudiarlas, hay ciertas máquinas tan complicadas y cuyas
partes todas dependen de tal modo una de otra, que es difícil que su
invención se deba a un solo hombre. Ese genio raro cuyo nombre ha
quedado enterrado en el olvido, ¿no hubiera sido muy digno de figurar
junto al pequeño número de espíritus creadores que nos han abierto
caminos nuevos en las ciencias?
Entre las artes liberales que han sido reducidas a
principios, las que se proponen la imitación de la Naturaleza han sido
denominadas Bellas Artes, porque su principal objeto es el placer. Pero
no es esto lo único que las distingue de las artes liberales más
necesarias o más útiles, como la Gramática, la Lógica y la Moral. Estas
últimas tienen reglas fijas y determinadas, que todo hombre puede
trasmitir a otro, mientras que la práctica de las Bellas Artes consiste
principalmente en una invención que no toma apenas leyes más que del
genio; las reglas que se han escrito sobre estas artes no son
propiamente más que la parte mecánica de las mismas; producen
aproximadamente el efecto del telescopio: sólo ayudan a los que ven.
De todo lo que hemos dicho hasta aquí, resulta que
las diferentes maneras de operar nuestro entendimiento sobre los
objetos, y las diferentes aplicaciones que saca de los objetos mismos,
son el primer medio que encontramos para discernir en general nuestros
conocimientos unos de otros. Todo en ellos se refiere a nuestras
necesidades, sea de precisión absoluta, sea de conveniencia o de recreo,
sea incluso de costumbre o capricho. Cuanto más lejos y más difíciles
de satisfacer son las necesidades, más tardan en aparecer los
conocimientos destinados a este fin. ¿Qué progresos no hubiera hecho la
Medicina a expensas de las ciencias de pura especulación, si fuera tan
exacta como la Geometría? Pero existen además otros caracteres muy
señalados en la manera como nos afectan nuestros concimientos y en los
diferentes juicios que nuestra alma hace de esas ideas. Estos juicios
son designados con las palabras de evidencia, certeza, probabilidad,
sentimiento y gusto.
La evidencia corresponde propiamente a las ideas
cuya relación percibe el intelecto de pronto; la certeza, a aquellas
cuya relación sólo puede ser conocida con auxilio de cierto número de
ideas intermedias, o, lo que es lo mismo, a las proposiciones cuya
identidad con un principio evidente por sí mismo no puede ser
descubierta sino a través de un circuito más o menos largo, de donde se
deduce que, según la naturaleza de los intelectos, lo que es evidente
para uno puede a veces no ser más que cierto para otro. Podría también
decirse, tomando en otro sentido las palabras de evidencia y certeza,
que la primera es el resultado de las únicas operaciones del intelecto y
se refiere a las especulaciones metafísicas y matemáticas, y que la
segunda es más propia de los objetos físicos, cuyo conocimiento es fruto
de la relación constante e invariable de nuestros sentidos. La
probabilidad corresponde principalmente a los hechos históricos, y, en
general, a todos los acontecimientos pasados, presentes o futuros que
atribuimos a una especie de azar porque no averiguamos las causas. La
parte de este conocimiento que tiene por objeto el presente y el pasado,
aunque sólo se basa en el simple testimonio, produce a veces en
nosotros una persuasión tan fuerte como la que nace de los axiomas. El
sentimiento es de dos clases. Una de ellas, destinada a las verdades de
la moral, se llama conciencia ; es una consecuencia de la ley natural y de la idea que tenemos del bien y del mal, y podríamos llamarla evidencia del corazón,
porque, aun siendo tan diferente de la evidencia del entendimiento
propia de las verdades especulativas, nos domina con el mismo imperio.
La otra clase de sentimiento se refiere particularmente a la imitación
de la Naturaleza bella y a lo que se llaman bellezas de expresión.
Percibe con arrojo las bellezas sublimes y visibles, descubre con
sagacidad las bellezas ocultas y proscribe lo que no tiene sino la
apariencia de belleza. Muchas veces hasta pronuncia sentencias severas
sin tomarse el trabajo de explicar los motivos, porque esos motivos
dependen de una serie de ideas difíciles de desarrollar en el momento, y
más difíciles aún de trasmitir a los demás. A esta clase de sentimiento
debemos el gusto y el genio, que se distinguen entre sí en que el genio
es el sentimiento que crea, y el gusto el sentimiento que juzga.
Después de la explicación que hemos dado sobre las
diferentes partes de nuestros conocimientos y sobre los caracteres que
los distinguen, sólo nos resta trazar un árbol genealógico o
enciclopédico que los reúna bajo un mismo punto de vista y que sirva
para señalar su origen y las relaciones que tienen entre ellos.
Explicaremos en un momento el uso que pensamos hacer de este árbol. Pero
la ejecución del mismo no deja de ofrecer dificultades. Aunque la
historia filosófica que acabamos de dar del origen de nuestras ideas sea
muy útil para facilitar este trabajo, no hay que creer que el árbol
enciclopédico puede ni siquiera debe estar servilmente sujeto a esta
historia. El sistema general de las ciencias y de las artes es una
especie de laberinto, de camino tortuoso, en el que la inteligencia se
interna sin conocer muy bien el rumbo que debe seguir. Acuciado por sus
necesidades y por las del cuerpo al que está unido comienza por estudiar
los primeros objetos que se le ofrecen; penetra lo más que puede en el
conocimiento de estos objetos; no tarda en encontrar dificultades que lo
detienen, y sea por la esperanza o incluso por la desesperanza de
vencerlos, se lanza a un nuevo camino; vuelve luego sobre sus pasos;
franquea a veces las primeras barreras para encontrar otras nuevas; y,
pasando rápidamente de un objeto a otro, hace sobre cada uno de estos
objetos, en diferentes intervalos y como a saltos, una serie de
operaciones en las que la discontinuidad es un efecto necesario de la
misma generación de sus ideas. Pero este desorden, por muy filosófico
que sea por parte del espíritu, desfiguraría, o más bien destruiría
enteramente un árbol enciclopédico en el que quisiéramos representarlo.
Por otra parte, como ya lo hemos indicado al hablar
de la Lógica, la mayor parte de las ciencias en las que se consideran
comprendidas los principios de todas las demás y que, por esta razón,
deben ocupar los primeros lugares en el orden enciclopédico, no observan
el mismo rango en el orden genealógico de las ideas, porque no han sido
inventadas las primeras. En efecto, nuestro estudio primero ha debido
ser el de los individuos; sólo después de considerar sus propiedades
particulares y palpables, hemos examinado, por abstracción de nuestro
intelecto, las propiedades generales y comunes y formado la Metafísica y
la Geometría; sólo después de un largo uso de los primeros signos,
hemos perfeccionado el arte de esos signos hasta el punto de crear una
ciencia de los mismos; sólo, en fin, después de una larga serie de
operaciones sobre los objetos de nuestras ideas, hemos dado, por
reflexión, reglas a esas mismas operaciones.
Por último, el sistema de nuestros conocimientos se
compone de diferentes ramas, varias de las cuales tienen un mismo punto
de unión; y como, partiendo de este punto, no es posible internarse a
la vez en todos los caminos, lo que determina la elección es la
naturaleza de los diferentes intelectos. Por eso es bastante raro que
una misma mente recorra a la vez gran número de sendas. En el estudio de
la Naturaleza, los hombres han comenzado por dedicarse todos, como de
acuerdo, a satisfacer las necesidades más urgentes; pero cuando han
llegado a los conocimientos menos absolutamente necesarios, han tenido
que distribuírselos y avanzar cada cual por su lado, aproximadamente al
mismo paso. Por eso han sido contemporáneas, por decirlo así, varias
ciencias; pero, en el orden histórico de los progresos del espíritu,
sólo sucesivamente se las puede abarcar.
No ocurre lo mismo en el orden enciclopédico de
nuestros conocimientos. Este último consiste en reunirlos en el espacio
más pequeño posible y en situar, por decirlo así, al filósofo por encima
de ese vasto laberinto, en un punto de vista muy alto desde donde pueda
dominar a la vez las ciencias y las artes principales, abarcar de una
ojeada los objetos de sus especulaciones y las operaciones que puede
hacer sobre estos objetos; distinguir las ramas generales de los
conocimientos humanos, los puntos que los separan o que los unen, y
hasta entrever a veces los caminos secretos que los unen. Es una especie
de mapamundi que debe mostrar los principales países, su posición y su
dependencia mutua, el camino en línea recta que hay de uno a otro,
camino muchas veces ocupado por mil obstáculos que sólo pueden conocer
en cada país los habitantes o los viajeros, y que sólo pueden ser
mostrados en mapas particulares muy detallados. Estos mapas particulares
serán los diferentes artículos de la Enciclopedia, y el mapamundi será
el Arbol o Sistema figurado.
Tercera parte
Pero así como, en los mapas generales del globo que
habitamos, los objetos están más o menos próximos entre sí y ofrecen un
aspecto diferente según el punto de vista en que se sitúa el geógrafo
que construye el mapa, así la forma del árbol enciclopédico dependerá
del punto de vista donde nos coloquemos para contemplar el universo
literario. Se puede, pues, imaginar tantos sistemas diferentes del
conocimiento humano como mapamundis de diferentes proyecciones, y cada
uno de estos sistemas podrá, además, tener alguna ventaja particular que
no tienen los otros. No hay apenas sabios que no tiendan a poner en el
centro de todas las ciencias aquella de que ellos se ocupan, más o menos
como todos los hombres se colocaban en el centro del mundo convencidos
de que el universo se había hecho para ellos. La pretensión de algunos
de estos sabios, considerada desde un punto de vista filosófico,
encontraría quizá, incluso al margen del amor propio, bastantes buenas
razones para justificarse.
Como quiera que sea, entre todos los árboles
enciclopédicos, merecería sin duda la preferencia el que ofreciera mayor
número de ligazones y relaciones. Pero ¿se puede presumir de poseerlo?
La Naturaleza -nunca lo repetiremos demasiado- sólo se compone de
individuos que son el objeto primitivo de nuestras sensaciones y de
nuestras percepciones directas. En estos individuos observamos realmente
propiedades diferentes por las cuales los distinguimos, y estas
propiedades, designadas con nombres abstractos, nos han llevado a formar
diferentes clases en las que estos objetos han sido colocados. Pero
muchas veces, un objeto que, por una o varias de sus propiedades, ha
sido colocado en una clase, corresponde a otra clase por otras
propiedades, y lo mismo hubiera podido tener su sitio en ella. De suerte
que, necesariamente, hay algo arbitrario en la división general. La
clasificación más natural sería aquella en que los objetos se sucedieran
según los matices insensibles que sirven a la vez para separarlos y
para unirlos. Pero el pequeño número de seres que nos es conocido no nos
permite señalar esos matices. El universo no es más que un vasto océano
sobre cuya superficie vsilumbramos algunas islas más o menos grandes y
cuya relación con el continente desconocemos.
Se podría formar un árbol de nuestros conocimientos
dividiéndolos, bien en naturales y revelados, bien en útiles y
agradables, bien en especulativos y prácticos, bien en evidentes,
ciertos, probables y sensibles, bien en conocimientos de las cosas y
conocimientos de los signos, y así hasta el infinito. Nosotros hemos
elegido una división que nos ha parecido satisfacer a la vez lo más
posible al orden enclopédico de nuestros conocimientos y a su orden
genealógico. Debemos esta división a un autor célebre del que hablaremos
a continuación de este Discurso; mas hemos creído que debíamos
introducir en él algunos cambios, de los que daremos cuenta. Pero
estamos demasiado convencidos de la arbitrariedad que reinará siempre en
semejante división, para creer que nuestro sistema sea el único o el
mejor; nos contentaremos con que nuestro trabajo no merezca la total
desaprobación de las buenas cabezas. No queremos engrosar esa multitud
de naturalistas que un filósofo moderno ha censurado con tanta razón y
que, constantemente ocupados en dividir los productos de la Naturaleza
en géneros y en especies, han invertido en este trabajo un tiempo que
hubiera estado mucho mejor empleado en el estudio de esos mismos
productos. ¿Qué diríamos de un arquitecto que, teniendo que construir un
edificio inmenso, se pasa la vida trazando el plano? ¿O de un curioso
que proponiéndose recorrer un gran palacio empleara todo el tiempo en
observar la entrada?
Los objetos de que se ocupa nuestra alma son, o
espirituales o materiales, y nuestra alma se ocupa de esos objetos,
mediante ideas directas o mediante ideas reflexivas. El sistema de los
conocimientos directos no puede consistir más que en la colección
puramente pasiva y como maquinal de esos mismos conocimientos esto es lo
que se llama memoria. La reflexión es, ya lo hemos observado, de dos
clases; o razona sobre los objetos de las ideas directas, o las imita.
De suerte que la memoria, la razón propiamente dicha y la imaginación
son las tres diferentes maneras de operar nuestra alma sobre los objetos
de su pensamiento. No tomamos aquí la imaginación como la facultad que
tenemos de representarnos los objetos; porque esta facultad no es otra
cosa que la memoria misma de los objetos sensibles, memoria que estaría
en un continuo ejercicio si no la ayudara la invención de los signos.
Tomamos la imaginación en un sentido más noble y más preciso, como el
talento de crear imitando.
Estas tres facultades forman por lo pronto las tres
divisiones generales de nuestro sistema y los tres objetos generales de
los conocimientos humanos: la Historia, que es cosa de la memoria; la
Filosofía, que es fruto de la razón, y las Bellas Artes, que nacen de la
imaginación. Si ponemos la razón antes de la imaginación, es porque
este orden nos parece muy fundado y conforme al progreso natural de las
operaciones del espíritu: la imaginación es una facultad creadora; el
espíritu, antes de pensar en crear, comienza por razonar sobre lo que ve
y lo que conoce. Otro motivo que debe determinar a poner la razón antes
de la imaginación es que, en esta última facultad del alma, se
encuentran las otras dos hasta cierto punto, uniéndose en ella la razón a
la memoria. El espíritu no crea ni imagina objetos sino en tanto que
son semejantes a los que ha conocido por ideas directas y por
sensaciones; cuanto más se aleja de estos objetos, más extraños y poco
agradables son los seres que crea. Así en la imitación de la Naturaleza
hasta la invención está sujeta a ciertas reglas, y estas reglas son las
que forman principalmente la parte filosófica de las Bellas Artes, hasta
ahora bastante imperfecta, porque sólo puede ser obra del genio, y el
genio prefiere crear a discutir.
En fin, si examinamos los progresos de la razón en
sus operaciones sucesivas, nos convenceremos más aún de que aquélla debe
preceder a la imaginación en el orden de nuestras facultades, puesto
que la razón, por las últimas operaciones que hace sobre los objetos,
conduce en cierto modo a la imaginación, pues estas operaciones no
consisten más que en crear, por decirlo así, seres generales que,
separados de su sujeto por abstracción, ya no son resorte inmediato de
nuestros sentidos. Por eso la Metafísica y la Geometría son, entre todas
las ciencias pertenecientes a la razón, aquellas en que la imaginación
tiene más parte. Pido perdón a nuestros genios detractores de la
Geometría: sin duda no se creían tan cerca de la misma, y tal vez sólo
la Metafísica los separa de ella. La imaginación no actúa menos en un
geómetra que crea que en un poeta que inventa. Verdad es que operan de
modo diferente sobre su objeto: el primero lo desnuda y analiza, el
segundo lo compone y lo embellece. También es verdad que esta manera
diferente de operar es sólo privativa de diferentes clases de
intelectos, y por eso tal vez no se encuentren nunca juntos los talentos
del gran geómetra y del gran poeta. Pero se excluyan o no uno a otro,
no tienen en modo alguno el derecho de despreciarse recíprocamente. De
todos los grandes hombres de la antigüedad, es acaso Arquímedes el que
más merece figurar al lado de Homero. Espero que se perdone esta
digresión a un geómetra que ama su arte, pero al que no se acusará de
ser un admirador exagerado de la misma. Y vuelvo a mi tema. La
distribución general de los seres en espirituales y materiales da lugar a
la subdivisión de las tres ramas generales. La Historia y la Filosofía
se ocupan igualmente de estas dos clases de seres, y la imaginación sólo
trabaja sobre los seres puramente materiales, nueva razón para poner la
última en el orden de nuestras facultades. A la cabeza de los seres
espirituales está Dios, que debe ocupar el primer puesto por su
naturaleza y por la necesidad que tenemos de conocerlo. Debajo de este
Ser Supremo están los espíritus cuya existencia nos enseña la
Revelación. Luego viene el hombre, que, compuesto de dos principios,
participa, por su alma, de los espíritus, y por su cuerpo del mundo
material; y por último ese vasto universo que llamamos el mundo material
o la Naturaleza. Ignoramos por qué el autor célebre que nos sirve de
guía en esta distribución ha situado en su sistema a la Naturaleza antes
que al hombre; parece, por el contrario, que todo induce a colocar al
hombre en el punto intermedio que separa de los cuerpos a Dios y a los
espíritus.
La Historia en lo que se refiere a Dios, contiene o
la Revelación o la Tradición, y, desde estos dos puntos de vista, se
divide en historia sagrada e historia eclesiástica. La historia del
hombre tiene por objeto, o sus acciones o sus conocimientos, y es, por
consiguiente, civil o literaria, es decir, se refiere a las grandes
naciones y a los grandes genios, a los reyes y a los hombres de letras, a
los conquistadores y a los filósofos. Por último, la historia de la
Naturaleza es la de los innumerables productos que en ella se observan y
se divide en una cantidad de ramas casi igual al número de estos
diversos productos. Entre estas diferentes ramas, debe destacarse la
historia de las artes, que no es otra cosa que la historia de los usos
que los hombres han hecho de los productos de la Naturaleza, para
satisfacer sus necesidades o su curiosidad.
Tales son los objetos principales de la memoria.
Veamos ahora a la facultad que reflexiona y que razona. Como los seres,
tanto espirituales como materiales, sobre los cuales opera, tienen
algunas propiedades generales como la existencia, la posibilidad, la
duración, el examen de estas propiedades constituye en primer lugar esa
rama de la Filosofía de la que todas las demás toman en parte sus principios: se la denomina Ontología o ciencia del ser, o Metafísica general.
De aquí descendemos a los diferentes seres particulares, y las
divisiones de la ciencia de esos diferentes seres están formadas con el
mismo plan que las de la Historia.
La ciencia de Dios llamada, Teología tiene dos
ramas: la Teología natural no tiene otro conocimiento de Dios que el que
produce la sola razón, conocimiento que no es de una extensión
demasiado grande; la Teología revelada saca de la historia sagrada un
conocimiento mucho más perfecto de ese Ser. De esta misma Teología
revelada resulta la ciencia de los espíritus creados. También aquí hemos
creído necesario apartarnos de nuestro autor. Nos parece que la
ciencia, considerada como perteneciente a la razón, no puede dividirse
como lo ha hecho él, en Teología y en Filosofía, pues la Teología revelada
no es otra cosa que la razón aplicada a los hechos revelados; puede
decirse que se relaciona con la Historia por los dogmas que enseña y con
la Filosofía por las consecuencias que saca de esos dogmas; de modo que
separar la Teología de la Filosofía sería arrancar del tronco un brote
que es por naturaleza inseparable. Parece también que la ciencia de los
espíritus corresponde mucho más íntimamente a la Teología revelada que a
la Teología natural.
La primera parte de la ciencia del hombre es la del
alma, y esta ciencia tiene por objeto, o el conocimiento especulativo
del alma humana o el de sus operaciones. El conocimiento especulativo
del alma se deriva en parte de la Teología, y en parte, de la Teología
revelada y se llama Neumatología o Metafísica particular. El
conocimiento de sus operaciones se subdivide en dos ramas, pues estas
operaciones pueden tener por objeto, o el descubrimiento de la verdad o
la práctica de la virtud. El descubrimiento de la verdad, que es el fin
de la Lógica, produce el arte de trasmitirla a otros; así, el uso que
hacemos de la Lógica es en parte para nuestra propia conveniencia, en
parte para la de los seres semejantes a nosotros; las reglas de la Moral
se refieren menos al hombre aislado y lo suponen necesariamente en
sociedad con los demás hombres.
La ciencia de la Naturaleza no es otra que la de
los cuerpos. Pero como los cuerpos tienen propiedades generales que les
son comunes, tales como la impermeabilidad, la movilidad y la extensión,
la ciencia de la Naturaleza debe comenzar también por el estudio de
estas propiedades; tienen, por así decirlo, un aspecto puramente
intelectual por el cual abren un campo inmenso a las especulaciones del
intelecto, y un aspecto material y sensible por el cual se las puede
medir. La especulación intelectual corresponde a la Física general, que
no es propiamente sino la metafísica de los cuerpos; y la medida es el
objeto de las matemáticas, cuyas divisiones se extienden casi al
infinito.
Estas dos ciencias conducen a la Física particular,
que estudia los cuerpos en sí mismos y que tiene por objeto solamente
los individuos. Entre los cuerpos cuyas propiedades nos importa conocer,
el nuestro debe ocupar el primer lugar, y deben seguirle aquellos cuyo
conocimiento es más necesario a nuestra conservación; de aquí resultan
la Anatomía, la Agricultura, la Medicina y sus diferentes ramas. En fin,
todos los cuerpos naturales que hemos sometido a nuestro examen
producen las otras innumerables partes de la Física razonada.
La Pintura, la Escultura, la Arquitectura, la
Música y las diferentes divisiones de todas ellas, componen la tercera
división general nacida de la imaginación, y cuyas partes principales
quedan comprendidas bajo el nombre de Bellas Artes. Se podría también
incluirlas con el título general de Pintura, puesto que todas las Bellas
Artes se limitan a pintar y sólo se diferencian por los medios que
emplean; podríamos igualmente agruparlas bajo el título de Poesía,
tomando esta palabra, en su significado natural, que no es otro que
invención o creación.
Tales son las partes principales de nuestro árbol
enciclopédico. Se hallarán más detalladamente al final de este Discurso
preliminar. Hemos formado con ellas una especie de mapa al cual hemos
añadido una explicación mucho más extensa que la que acabamos de dar
aquí. Este mapa y esta explicación han sido ya publicados en el
Prospectus como para tantear el gusto del público; hemos introducido
algunos cambios muy difíciles de notar, y que son el resultado, bien de
nuestras reflexiones, bien de los consejos de algunos filósofos, lo
bastante buenos ciudadanos como para interesarse por nuestro trabajo. Si
el público esclarecido aprueba estos cambios, esta aprobación será la
recompensa a nuestra docilidad, y si no los aprueba, ello nos servirá
para convencernos más aún de la imposibilidad de formar un árbol
enciclopédico a gusto de todo el mundo.
La división general de nuestros conocimientos
derivada de nuestras tres facultades ofrece la ventaja de poder
proporcionar también las tres divisiones del mundo literario: eruditos,
filósofos y espíritus creadores; de modo que, después de formar el árbol
de las ciencias, podríamos, con el mismo plan, formar el de los hombres
de letras. La memoria es la facultad de los eruditos; la sagacidad, la
de los filósofos; a los espíritus creadores les toca en suerte el goce.
De manera que, si se considera la memoria como un principio de
reflexión, añadiéndole la reflexión que combina y que la imita, podría
en general decirse que el mayor o menor número de grandes ideas
reflexivas y la naturaleza de estas ideas constituye la mayor o menor
diferencia que existe entre los hombres; que la reflexión tomada en el
sentido más amplio que pudiéramos darle, constituye el carácter de la
mente y que distingue los diferentes géneros de la misma. Por otra
parte, las tres clases de Repúblicas en que acabamos de distribuir a los
hombres de letras no tienen en general otra cosa de común entre sí que
el hacerse bastante poco caso unas a otras. El poeta y el filósofo se
tratan mutuamente de insensatos que se alimentan de quimeras; uno y otro
consideran al erudito como una especie de avaro que sólo piensa en
atesorar sin ningún goce, y que acumula sin discernimiento los metales
más viles junto a los más preciosos; y el erudito, que no ve más que
palabras allí donde no lee hechos, desprecia al poeta y al filósofo como
a gente que se cree rica porque sus gastos exceden a su hacienda.
Así nos vengamos de las ventajas que no tenemos.
Los hombres de letras atenderían mejor a sus intereses si, en vez de
buscar el aislamiento, reconocieran la necesidad recíproca que tienen de
los trabajos de los otros y la ayuda que de ellos podrían obtener. Sin
duda la sociedad debe a los espíritus creadores sus principales
deleites, y sus luces a los filósofos; pero ni los unos ni los otros se
dan cuenta de cuanto deben a la memoria; ella encierra la primera
materia de todos nuestros conocimientos; y, muy a menudo, los trabajos
del erudito han proporcionado al filósofo y al poeta los temas en que se
ejercita. Cuando los antiguos llamaron a las Musas hijas de la memoria,
ha dicho un autor moderno, acaso se daban muy bien cuenta de que esta
facultad del alma es necesaria a todas las demás, y los romanos
levantaban templos a la memoria como lo hacían a la Fortuna.
Nos queda por explicar la manera en que hemos
tratado de conciliar en nuestro diccionario el orden enciclopédico con
el orden alfabético. Para ello hemos empleado tres medios: el sistema
figurado que va a la cabeza de la obra, la ciencia a la que se refiere
cada artículo y la manera en que éste se trata. Generalmente hemos
colocado, después de la palabra que constituye el tema del artículo, el
número de la ciencia de que este artículo forma parte; basta con ver qué
lugar ocupa esta ciencia en el sistema figurado para conocer el que le
corresponde en la enciclopedia. Si ocurre que el número de la ciencia no
aparece en el artículo, la lectura del mismo bastará para conocer a qué
ciencia pertenece, y cuando, por ejemplo, se nos haya olvidado advertir
que la palabra Bomba corresponde al arte militar, y que el
nombre de una ciudad o de un país corresponde a la Geografía, confiamos
lo suficiente en la inteligencia de nuestros lectores para que no se
sientan extrañados de semejante omisión. Por otra parte, por medio de la
disposición de materias en cada artículo, sobre todo cuando es un poco
extenso, no se podrá menos de ver que este artículo se relaciona con
otro que forma parte de una ciencia diferente, aquél a un tercero y así
sucesivamente. Hemos tratado de que la exactitud y frecuencia de las
remisiones no dejasen nada que desear; porque, en este diccionario las
remisiones tienen de particular que sirven principalmente para indicar
la relación entre las materias, mientras que, en las otras obras de esta
clase, sirven para explicar un artículo por medio de otro. A veces,
nosotros mismos hemos omitido la remisión porque los términos de arte o
ciencia sobre los cuales hubiera podido recaer, están ya explicados en
el artículo correspondiente, que el lector irá a buscar por sí mismo. Es
sobre todo en los artículos generales sobre las ciencias donde hemos
tratado de explicar la ayuda mutua que éstas se prestan. De modo que el
orden enciclopédico está formado de tres cosas: el nombre de la ciencia a
que pertenece el artículo; el lugar de esta ciencia en el árbol; la
relación del artículo con otros de la misma ciencia o de una ciencia
diferente, relación indicada por las remisiones o muy fácil de notar por
los términos técnicos que se explican siguiendo su orden alfabético. No
se trata aquí, pues, de las razones que nos han hecho preferir en esta
obra el orden alfabético a todos los demás; las expondremos más
adelante, cuando consideremos esta colección como un Diccionario de las
ciencias y de las artes.
Dos cosas observamos, por lo demás, sobre la parte
de nuestro trabajo que consiste en el orden enciclopédico, y que está
destinada más bien a las personas esclarecidas que a la multitud: la
primera es que muchas veces resultaría absurdo querer encontrar una
relación inmediata entre un artículo de este Diccionario y otro artículo
tomado a capricho; así, en vano buscaremos por qué secretos lazos sección cónica puede relacionarse con acusativo.
El orden enciclopédico no supone que todas las ciencias se relacionen
directamente entre sí. Son ramas que parten del mismo tronco, o sea del
entendimiento humano. Estas ramas no suelen tener entre sí ninguna
relación inmediata, y muchas de ellas no están unidas más que por el
tronco común. Así sección cónica pertenece a la Geometría, la
Geometría nos conduce a la Física particular, ésta a la Física general,
la Física general a la Metafísica, y la Metafísica está muy cerca de la
Gramática, a la cual pertenece la palabra acusativo . Pero
cuando se ha llegado a esta última palabra por el camino que acabamos de
indicar, nos encontramos tan lejos del camino del que partimos, que lo
hemos perdido completamente de vista.
La segunda observación que tenemos que hacer es que
no hay que atribuir a nuestro árbol enciclopédico más ventajas de las
que pretendemos darle. El uso de las divisiones generales consiste en
reunir un gran número de objetos, pero no hay que creer que este uso
pueda suplir el estudio de los objetos mismos. Se trata de una especie
de enumeración de los conocimientos que se pueden adquirir; enumeración
frívola para el que quisiera contentarse con ella, útil para el que
desee ir más allá. Un solo artículo razonado sobre un objeto particular
de ciencia o de arte contiene más sustancia que todas las divisiones y
subdivisiones que pueden hacerse de los términos generales; y para no
salirnos de la comparación que hemos hecho antes con los mapas
geográficos, quienquiera que se atenga al árbol enciclopédico para todo
conocimiento, no sabrá más que el que se jactase de conocer los
diferentes pueblos que habitan el globo y los Estados particulares que
lo componen, por haber adquirido en los atlas una idea general del globo
y de sus partes principales. Lo que no hay que olvidar, sobre todo, al
considerar nuestro sistema figurado, es que el orden enciclopédico que
presenta es muy diferente del orden genealógico de las operaciones del
espíritu; que las ciencias que se ocupan de los seres generales sólo son
útiles en cuanto conducen a aquellas cuyo objeto son los seres
particulares; que no existen verdaderamente más que esos seres
particulares, y que si nuestro espíritu ha creado los seres generales,
ha sido para poder estudiar más fácilmente una tras otra las propiedades
que por su naturaleza existen a la vez en una misma sustancia y que no
pueden físicamente ser separadas. Estas reflexiones deben ser el fruto y
el resultado de todo lo que hemos dicho hasta aquí, y con ellas
terminaremos la primera parte de este Discurso.
Ahora vamos a considerar esta obra como Diccionario
razonado de las ciencias y de las artes. El objeto es tanto más
importante porque es sin duda el que más puede interesar a la mayor
parte de nuestros lectores y el que más cuidados y trabajos ha exigido
para su realización. Pero, antes de entrar en todos los detalles que se
nos puede exigir sobre este tema, no será inútil examinar con algún
detenimiento el estado presente de las ciencias y de las artes y
explicar qué gradación se ha llegado a él. La exposición metafísica del
origen y de la mutua relación de las ciencias nos ha sido de gran
utilidad para formar el árbol enciclopédico; la exposición histórica del
orden en que se han sucedido nuestros conocimientos no será menos
ventajosa para iluminarnos a nosotros mismos sobre la manera como
debemos trasmitir estos conocimientos a nuestros lectores. Por otra
parte, la historia de las ciencias está naturalmente unida a la del
corto número de grandes genios cuyas obras han contribuido a difundir la
luz entre los hombres, y como estas obras nos han suministrado para la
nuestra los auxilios generales, debemos comenzar a hablar de ellas antes
de dar cuenta de los auxilios particulares que hemos sacado de ellas.
Para no remontarnos demasiado, limitémonos al renacimiento de las
letras.
Cuando se consideran los progresos del espíritu
desde esta época memorable, se descubre que esos progresos se han
realizado en el orden que naturalmente debían seguir. Se ha comenzado
por la erudición, continuado por las bellas letras y acabado por la
filosofía. Este orden difiere en realidad del que debe observar el
hombre abandonado a sus propias luces o limitado al comercio de sus
contemporáneos, tal como lo hemos explicado principalmente en la primera
parte de este Discurso: hemos hecho ver, en efecto, que el espíritu
aislado debe encontrar en su camino la Filosofía antes que las Bellas
Letras. Pero al salir de un largo intervalo de ignorancia al que habían
precedido siglos de luz, la regeneración de las ideas, si así puede
decirse, tuvo que ser necesariamente diferente de su generación
primitiva. Vamos a procurar ponerlo de relieve.
Las obras maestras que los antiguos nos dejaron en
casi todos los géneros habían sido olvidadas durante doce siglos. Se
habían perdido los principios de las letras y de las artes, porque lo
bello y lo verdadero que parecen ofrecerse por doquier a los hombres, no
les impresiona casi nunca si no les llaman la atención sobre ello. No
es que esos desdichados tiempos hayan sido más estériles que otros en
genios raros; la Naturaleza es siempre la misma, pero, ¿qué podían hacer
aquellos grandes hombres dispersos a gran distancia unos de otros como
lo están siempre, ocupados en cosas diferentes y abandonados sin cultivo
a sus propias luces. Las ideas que se adquieren en la lectura y en la
sociedad son el germen de casi todos los descubrimientos. Es un aire que
se respira sin pensarlo y al que se debe la vida, y los hombres de que
hablamos estaban privados de tal socorro. Se encontraban en situación
parecida a la de los primeros creadores de las ciencias y de las artes,
que sus ilustres sucesores han hecho olvidar y que, precedidos por
éstos, los hubieran hecho olvidar de la misma manera. El primero que
encontró la rueda y el piñón hubiera inventado el reloj en otro siglo, y
Gerbert, de haber vivido en el tiempo de Arquimedes, lo hubiera quizá
igualado.
No obstante, la mayor parte de los espíritus
creadores de aquellos tiempos tenebrosos tomaban el nombre de poetas o
filósofos. Porque ¿qué les costaba usurpar títulos que con tanta
facilidad se abrogan y que, quienes lo hacen, se jactan siempre de no
deber apenas a luces prestadas? Creían que era inútil buscar los modelos
de la poesía en las obras de los griegos y de los romanos, cuya lengua
no se hablaba ya, y confundían con la verdadera filosofía de los
antiguos una tradición bárbara que la desfiguraba. La poesía se reducía
para ellos a un mecanismo pueril: el examen profundo de la Naturaleza y
el gran estudio del hombre eran reemplazados por mil cuestiones frívolas
sobre seres abstractos y metafísicos; cuestiones cuya solución, buena o
mala, exigía muchas veces una gran sutileza y, por consiguiente, un
gran abuso del entendimiento. Únase a este desorden el estado de
esclavitud en que estaba sumida casi toda Europa, los estragos de la
superstición que nace de la ignorancia y que la reproduce a su vez, y se
verá que nada faltaba a los obstáculos que se oponían al retorno de la
razón y del gusto; pues solamente la libertad de obrar y de pensar es
capaz de producir grandes cosas, y la libertad sólo luces necesita para
preservarse de los excesos.
Por eso el género humano, para salir de la
barbarie, necesitó una de esas revoluciones que hacen tomar a la Tierra
un aspecto nuevo: el Imperio griego es destruido, su ruina hace refluir a
Europa los pocos conocimientos que aún quedaban en el mundo: el invento
de la imprenta, la protección de los Médicis y de Francisco I reaniman
los espíritus, y la luz renace por doquier.
El estudio de las lenguas y de la historia,
abandonado por necesidad durante los siglos de ignorancia, fue el
primero que se cultivó. El espíritu humano se encontraba, al salir de la
barbarie, en una especie de infancia, ávido de acumular ideas, pero
incapaz de adquirirlas de pronto en un cierto orden, debido a la especie
de entumecimiento en que habían permanecido durante tanto tiempo las
facultades del alma. De todas estas facultades, fue la memoria la
primera que se cultivó, porque es la más fácil de satisfacer y porque
los conocimientos que se obtienen con su ayuda son los que más
fácilmente pueden ser acumulados. No se comenzó, pues, por estudiar la
Naturaleza, como debieron hacerlo los primeros hombres; se disponía de
un auxilio de que aquéllos carecían: el de las obras de los antiguos,
que comenzaban a ser accesibles gracias a la generosidad de los grandes y
a la imprenta: se creía que, para ser sabios, bastaba con leer, y es
mucho más fácil leer que ver. Así, se devoró sin discernimiento todo lo
que los antiguos nos habían dejado en cada género: se tradujeron, se
comentaron, y, por una especie de gratitud, se dio en adorarlos, sin
conocer ni mucho menos lo que valían.
De aquí esa multitud de eruditos, profundos en las
lenguas doctas, hasta desdeñar la propia que, como ha dicho un autor
célebre, conocían en los antiguos todo, excepto la gracia y la sutileza,
y que tan orgullosos estaban de su vano aparato de erudición porque las
superioridades que menos cuestan suelen ser las que con más gusto se
ostentan. Eran una especie de grandes señores que, sin parecerse en el
mérito real a aquellos a quienes debían la vida, se envanecían muchísimo
de creer que les pertenecían. Por otra parte, esta vanidad no dejaba de
tener una especie de pretexto. El país de la erudición y de los hechos
es inagotable; dijérase que se ve cada día aumentar su sustancia por las
adquisiciones que en él se hacen fácilmente. En cambio el país de la
razón y de los descubrimientos es de una extensión bastante pequeña, y
con frecuencia, en lugar de aprender en él lo que se ignoraba, sólo se
llega, a fuerza de estudio, a desechar lo que se creía saber. Por eso,
con un mérito muy desigual, un erudito debe ser mucho más vanidoso que
un filósofo y hasta que un poeta, pues el espíritu que inventa está
siempre descontento de sus progresos, porque ve más allá, y los genios
más grandes suelen encontrar en su mismo amor propio un juez secreto
pero severo al que la aprobación de los demás hace callar por unos
momentos, pero sin llegar nunca a corromperle. No debe pues extrañar que
los sabios de que hablamos pongan tanta gloria en gozar de una ciencia
espinosa, a menudo ridícula y a veces bárbara.
Verdad es que nuestro siglo, que se cree destinado a
cambiar las leyes de todo género y a hacer justicia, no piensa muy bien
de esos hombres antaño tan célebres. Hoy es una especie de mérito
estimarlos poco, y hasta hay no pocas gentes que se contentan con este
único mérito. Parece como si, con el desprecio que se siente por esos
sabios, se quisiera castigarlos por la estimación exagerada en que se
tenían a sí mismos, o por el poco esclarecido aprecio de sus
contemporáneos, y que, pisoteando a esos ídolos, se quiera hacer olvidar
sus nombres. Pero todo exceso es injusto. Disfrutemos más bien con
reconocimiento del trabajo de esos hombres laboriosos. Para permitirnos
extraer de las obras de los antiguos todo lo que podría sernos útil, ha
sido necesario que aquellos hombres sacasen de ellas también lo que no
lo era; no se puede extraer el oro de una mina sin sacar al mismo tiempo
muchas materias viles o menos preciosas; si ellos hubieran venido más
tarde, habrían hecho, como nosotros, la separación. La erudición, era,
pues, necesaria, para conducirnos a las bellas letras.
En efecto, no fue preciso entregarse mucho tiempo a
la lectura de los antiguos, para convencerse de que, en estas mismas
obras en las que no se buscaba otra cosa que hechos o palabras, había
algo mejor que aprender. Pronto se descubrieron las bellezas que sus
autores habían puesto en ellas, pues si los hombres, como ya hemos
dicho, necesitan que se les señale lo verdadero, en compensación, sólo
eso necesitan ser. La admiración que se había sentido hasta entonces por
los antiguos no podía ser más viva, pero comenzó a ser más justa. Sin
embargo estaba muy lejos de ser razonable. Se creyó que no se podía
imitarlos más que copiándolos servilmente, y que sólo en su lengua era
posible decir bien. No se pensaba que el estudio de las palabras es una
especie de inconveniente pasajero, necesario para facilitar el estudio
de las cosas, pero que deviene un mal real cuando lo retarda; que, en
consecuencia, hubiera debido limitarse a familiarizarse con los autores
griegos y romanos para aprovechar lo mejor que ellos habían pensado, y
que el trabajo al que había que entregarse para escribir en la lengua de
aquéllos era trabajo perdido para el progreso de la razón. No se veía
por otra parte que, si hay en los antiguos muchas bellezas de estilo
perdidas para nosotros, debe de haber también por la misma razón muchos
defectos que no vemos y que corremos el riesgo de copiar como bellezas;
que, en fin, todo lo que se podría esperar del uso servil de la lengua
de los antiguos seria hacerse un estilo curiosamente compuesto de una
infinidad de estilos diferentes, muy correcto y hasta admirable para
nuestros modernos, pero que Cicerón y Virgilio hubieran encontrado
ridículo. Igualmente nos reiríamos nosotros de una obra escrita en
nuestra lengua en la que el autor hubiera mezclado frases de Bossuet, de
La Fontaine, de La Bruyère y de Racine, convencido con razón de que
cada uno de estos escritores en particular es un excelente modelo.
Este prejuicio de los primeros sabios ha producido
en el siglo XVI una multitud de poetas, de oradores y de historiadores
latinos cuyas obras, hay que reconocerlo, suelen tener, con demasiada
frecuencia, su principal mérito en una latinidad que apenas podemos
juzgar. Algunas de ellas pueden compararse a las arengas de la mayor
parte de nuestros oradores, que, hueros de cosas y semejantes a cuerpos
sin sustancia, bastaría que se los pusiera en francés para que no los
leyera nadie.
Los genios de letras volvieron al fin poco a poco
de esta especie de manía. Parece que este cambio se debe, al menos en
parte, a la protección de los grandes, que gustan de ser sabios con la
condición de llegar a serIo sin trabajo, y que quieren poder juzgar sin
estudio una obra de ingenio a cambio de los beneficios que prometen al
autor o de la amistad con que creen honrarlo. Se comenzó a advertir que
lo bello no perdería nada estando escrito en lengua vulgar; que incluso
ganaría la ventaja de llegar más fácilmente a la generalidad de los
hombres y que no había ningún mérito en decir cosas comunes o ridículas
en ninguna lengua, fuera la que fuera, y menos aún en las que peor se
debían hablar. Los hombres de letras pensaron, pues, en perfeccionar las
lenguas vulgares; comenzaron por decir en estas lenguas lo que los
antiguos habían dicho en las suyas. No obstante, como consecuencia del
prejuicio que tanto había costado desechar, en vez de enriquecer la
lengua francesa, comenzaron por desfigurarla. Ronsard la convirtió en
una jerga bárbara, erizada de griego y de latín, pero, afortunadamente,
la hizo lo bastante irreconocible para que no resultara ridícula. No se
tardó en advertir que lo que había que trasladar a nuestra lengua eran
las bellezas y no las palabras de las lenguas antiguas. Arreglada y
perfeccionada por el gusto, adquirió bastante rápidamente una infinidad
de giros y de expresiones felices. En fin, no se limitó a copiar a los
romanos y a los griegos, ni siquiera a imitarlos; se procuró
sobrepasarlos, si ello era posible, y pensar por sí mismos. Así, la
imaginación de los modernos fue renaciendo poco a poco de la de los
antiguos, y nacieron, casi al mismo tiempo, todas las obras maestras del
pasado siglo, en elocuencia, en historia, en poesía y en los diferentes
géneros literarios.
Malherbe, nutrido con la lectura de los excelentes
poetas de la antigüedad, y tomando como ellos por modelo a la
Naturaleza, fue el primero en dar a nuestra poesía una armonía y una
belleza desconocidas antes. Balzac, demasiado desdeñado hoy, dio a
nuestra prosa nobleza y número. Los escritores de Port-Royal continuaron
lo que Balzac había comenzado, añadiéndole esa precisión, esa feliz
elección de palabras y esa pureza que han hecho que la mayor parte de
sus obras conserven hasta el presente un aire moderno y que las
distingue de un gran número de obras caducas escritas en la misma época.
Corneille, después de haber rendido pleitesía durante varios años al
mal gusto en la carrera dramática, se liberó al fin, descubrió por la
fuerza de su genio, mucho más que por la lectura, las leyes del teatro y
las expuso en sus admirables Discursos sobre la tragedia, en sus
Reflexiones acerca de cada una de sus obras, pero principalmente en las
obras mismas. Racine, abriéndose otro camino, hizo aparecer en el teatro
una pasión que los antiguos no habían conocido y desarrolló los
resortes del corazón humano, añadiendo a una elegancia y a una verdad
continuas algunos rasgos de lo sublime. Despréaux, en su Arte poética,
imitando a Horacio, lo igualó. Molière, con la fina pintura de lo
ridículo y de las costumbres de su tiempo, dejó muy atrás la comedia
antigua. La Fontaine hizo que casi se olvidara a Esopo y a Fedro, y
Bossuet se colocó al lado de Demóstenes.
Cuarta parte
Las Bellas Artes están tan unidas a las bellas
letras, que el mismo gusto que cultiva las unas lleva también a
perfeccionar las otras. En la misma época en que nuestra literatura se
enriquecía con tantas bellas obras, Poussin pintaba sus cuadros, y Puget
hacía sus estatuas; Le Sueur pintaba el claustro de los Cartujos, y Lee Brun las batalIas de Alejandro;
en fin, Quinault, creador de un nuevo género, ganaba la inmortalidad
con sus poemas líricos, y Lulli daba a nuestra música naciente sus
primeros rasgos.
Hay que reconocer, sin embargo, que el renacimiento
de la pintura y de la escultura fueron mucho menos rápidos que el de la
poesía y el de la música, y la razón no es difícil de comprender. Desde
que se comenzó a estudiar las obras de los antiguos de toda clase, las
obras maestras de la antigüedad, que habían escapado en gran número a la
superstición y a la barbarie, impresionaron a los artistas
esclarecidos; no se podía imitar a los Praxiteles y a los Fidias
más que haciendo exactamente lo que ellos hacían; y el talento no tenia
más que mirar bien: así, Rafael y Miguel Ángel no tardaron mucho en
elevar su arte a un punto de perfección que no ha sido superado desde
entonces. En general, siendo el objeto de la pintura y de la escultura
más bien cosa de los sentidos, estas artes no podían menos de preceder a
la poesía, porque los sentidos tuvieron que ser afectados por las
bellezas sensibles y palpables de las estatuas de la antigüedad, antes
que la imaginación percibiera las bellezas intelectuales y fugitivas de
los antiguos escritores. Por otra parte, cuando aquella comenzó a
descubrirla, la imitación de esas mismas bellezas, imperfecta por su
servidumbre y por la lengua extranjera que utilizaba, no pudo menos de
perjudicar a los progresos de la imaginación misma. Imagínese por un
momento a nuestros pintores y a nuestros escultores privados de la
ventaja que tenían de trabajar la misma materia que los antiguos: si
hubiesen perdido, como nuestros literatos, mucho tiempo en buscar y en
imitar mal esta materia, en lugar de pensar en emplear otra, para imitar
las obras mismas objeto de su admiración, sin duda hubieran recorrido
un camino mucho menos rápido y todavía estarían buscando mármol.
En cuanto a la música, ha debido llegar mucho más
tarde a cierto grado de perfección, porque es un arte que los modernos
han tenido que crear. El tiempo ha destruido todos los modelos que los
antiguos habían podido dejarnos en este género, y sus escritores, al
menos los que nos quedan, no nos han trasmitido sobre la música más que
conocimientos muy oscuros o historias más propias para maravillarnos que
para instruirnos. Por eso, varios de nuestros sabios, impulsados quizá
por una especie de amor a la propiedad, han pretendido que nosotros
hemos llevado este arte mucho más lejos que los griegos, pretensión que
la falta de monumentos hace tan difícil de apoyar como de destruir, y
que sólo muy débilmente puede ser combatida por los prodigios,
verdaderos o supuestos, de la música antigua. Tal vez fuera permitido
conjeturar con alguna verosimilitud que aquella música era por completo
diferente de la nuestra, y que si la antigua era superior por la
melodía, la armonía da a la moderna ciertas ventajas.
Seríamos injustos si, con motivo de la explicación
en que acabamos de entrar, no reconociéramos lo que debemos a Italia; de
ella hemos recibido las ciencias que después han fructificado tan
abundantemente en toda Europa; a ella debemos sobre todo las artes y el
buen gusto, de las que nos ha proporcionado un gran número de modelos
inimitables.
Mientras que las artes y las bellas letras estaban
en alza, la filosofía estaba muy lejos de igual progreso, al menos en
cada nación tomada en su conjunto; no resurgió hasta mucho más tarde. No
es que, en el fondo, sea más fácil sobresalir en las bellas letras que
en la filosofía; en todos los géneros es igualmente difícil alcanzar la
superioridad. Pero la lectura de los antiguos debía contribuir más
rápidamente al adelanto de las bellas letras y del buen gusto que al de
las ciencias naturales. Las bellezas literarias no requieren, para ser
sentidas, una larga contemplación, y como los hombres sienten más que
piensan, deben, por la misma razón, juzgar lo que sienten antes de
juzgar lo que piensan. Por otra parte los antiguos no eran, ni mucho
menos, tan perfectos como filósofos cuanto como escritores. En efecto,
aunque en el orden de nuestras ideas las primeras operaciones de la
razón preceden a los primeros esfuerzos de la imaginación, ésta, cuando
ha dado los primeros pasos, va mucho mas de prisa que aquélla: tiene la
ventaja de trabajar sobre objetos que ella misma crea, mientras que la
razón, obligada a limitarse a los que tiene ante ella y a detenerse a
cada instante, se agota, con demasiada frecuencia, en búsquedas
infructuosas. El universo y las reflexiones son el primer libro de los
verdaderos filósofos, y los antiguos lo habían sin duda estudiado; era,
pues, necesario hacer lo mismo que ellos; no se podía suplir este
estudio con el de sus obras, la mayor parte de las cuales habían sido
destruidas, y las pocas que quedaban, mutiladas por el tiempo, no podían
darnos sobre una materia tan vasta más que nociones muy inciertas y muy
alteradas.
La escolástica, que constituía toda la supuesta
ciencia de los siglos de ignorancia, perjudicaba también a los progresos
de la verdadera filosofía en este siglo de luz. Desde un tiempo que
pudiéramos llamar inmemorial, se tenía la convicción de poseer en toda
su pureza la doctrina de Aristóteles, comentada por los árabes y
alterada por mil adiciones absurdas o pueriles, y ni siquiera se pensaba
en asegurarse de si, esta filosofía bárbara era realmente la de aquel
gran hombre: tal respeto se tenía por los antiguos. Así muchos pueblos
nacidos y afianzados en sus errores por la educación se creen tanto más
sinceramente en el camino de la verdad, cuanto que ni siquiera se les ha
ocurrido plantearse sobre esto la menor duda. Por eso, en el tiempo en
que varios escritores, rivales de los oradores y de los poetas griegos,
avanzaban al lado de sus modelos, o incluso los rebasaban quizá la
filosofía griega, aunque muy imperfecta, no era ni siquiera bien
conocida.
Tantos prejuicios, que una ciega admiración por la
antigüedad contribuía a mantener, parecían afianzarse más aún por el
abuso que algunos teólogos se permitían hacer de la sumisión de los
pueblos. Se había permitido a los poetas cantar en sus obras a las
divinidades del paganismo, porque se tenía, con razón, la certeza de que
los nombres de estas divinidades no podían ser ya más que un juego del
que no había nada que temer. Si, por una parte, la religión de los
antiguos que animaba todo abría un vasto campo a la imaginación de los
espíritus creadores, por otra, los principios de la misma eran demasiado
absurdos para que se temiera que alguna secta de innovadores resucitara
a Júpiter y a Plutón. Pero se temía, o parecía temerse, los golpes que
podía asestar al cristianismo una razón ciega. ¿Cómo no se veía que no
era de temer un ataque tan débil? Enviado del cielo a los hombres, la
veneración tan justa y tan antigua que los pueblos le rendían había sido
garantizada para siempre por las promesas de Dios mismo. Por otra
parte, por absurda que pueda ser una religión (reproche que sólo la
impiedad puede hacer a la nuestra), no son nunca los filósofos quienes
la destruyen: incluso cuando enseñan la verdad, se limitan a mostrarla
sin obligar a nadie a conocerla; semejante poder corresponde únicamente
al Ser Todopoderoso; son los hombres inspirados los que iluminan al
pueblo y los entusiastas quienes lo extravían. El freno que
necesariamente hay que poner a la licencia de estos últimos, no debe
perjudicar a esa libertad tan necesaria a la verdadera filosofía, y de
la cual la religión puede sacar las mayores ventajas. Si el cristianismo
da a la filosofía las luces que le faltan, sólo a la gracia corresponde
someter a los incrédulos, y a la filosofía le está reservado el derecho
de reducirlos al silencio; y para asegurar el triunfo de la fe, los
teólogos de que hablamos no tenían más que recurrir a las armas que se
hubiera querido emplear contra ella.
Pero entre estos mismos hombres, algunos tenían un
interés mucho más real en oponerse al avance de la filosofía. Falsamente
persuadidos de que las creencias de los pueblos son mucho más seguras
si se ejercen sobre objetos diferentes, no se contentaban con exigir
para nuestros misterios la sumisión que merecen, sino que trataban de
erigir en dogmas sus opiniones particulares; y eran estas opiniones
mismas, más que los dogmas, las que querían poner a seguro. Con ello
habrían dado a la religión el golpe más terrible, si ésta fuera obra de
los hombres, porque era de temer que, una vez reconocidas como falsas
sus opiniones, el pueblo, que no discierne nada, tratase de la misma
manera las verdades con las que habían tratado de mezclarlas.
Otros teólogos de menor fe, pero también
peligrosos, se sumaban a los primeros por otros motivos. Aunque la
religión esté únicamente destinada a regular nuestras costumbres y
nuestra fe, la creían hecha para explicarnos también el sistema del
mundo, es decir, lo que el Todopoderoso ha dejado expresamente a nuestra
discusión. No se hacían la reflexión de que los libros sagrados y las
obras de los Santos Padres, hechos para mostrar al pueblo y a los
filósofos lo que hay que practicar y creer, no debían hablar otra lengua
que la del pueblo sobre cuestiones indiferentes. Sin embargo, venció el
despotismo teológico o el prejuicio. Un tribunal que llegó a ser
poderoso en el sur de Europa, en las Indias, en el Nuevo Mundo, y en el
que la fe no ordena creer, ni la caridad aprobarlo, y que más bien la
religión reprueba, aunque esté formado por ministros suyos, y cuyo
nombre no ha podido Francia acostumbrarse a pronunciar sin terror,
condenó a un célebre astrónomo por haber sostenido el movimiento de la
Tierra y lo declaró hereje; casi lo mismo que, varios siglos antes, la
condenación por el Papa Zacarías de un obispo por no haber pensado como
San Agustín sobre los Antípodas, y por haber adivinado su existencia
seiscientos años antes de que Cristóbal Colón los descubriera. Así, el
abuso de la autoridad espiritual, unida a la temporal, obligaba al
silencio a la razón, y poco faltó para que se prohibiera pensar al
género humano.
Mientras que adversarios poco instruidos o mal
intencionados hacían abiertamente la guerra a la filosofía, ésta se
refugiaba, por así decirlo, en las obras de algunos grandes hombres que,
sin tener la peligrosa ambicíón de arrancar la venda de los ojos a sus
contemporáneos, preparaban de lejos, en la sombra y en el silencio, la
luz que debía alumbrar al mundo poco a poco y por grados insensibles.
A la cabeza de estos ilustres personajes, debemos
colocar al inmortal canciller de Inglaterra, Francisco Bacon, cuyas
obras, tan justamente apreciadas y, sin embargo, más estimadas que
conocidas, merecen nuestra lectura más que nuestros elogios.
Considerando los sanos puntos de vista y la amplitud de este gran
hombre, la multitud de materias de que su inteligencia se ha ocupado, la
valentía de su estilo, que une en toda su obra las imágenes más
sublimes a la más rigurosa exactitud, estamos por considerarle el más
grande, el más universal y el más elocuente de los filósofos. Bacon,
nacido en el seno de la noche más oscura, se dio cuenta de que la
filosofía no existía aún, pese a que muchos se jactasen de dominarla;
porque, cuanto más grosero es un siglo, tanto más cree saber. Comenzó,
pues, por considerar de una manera general los diversos objetos de todas
las ciencias naturales; dividió estas ciencias en diferentes ramas,
haciendo de ellas la enumeración más exacta posible; examinó lo que se
sabía sobre cada uno de estos objetos, e hizo el catálogo inmenso de lo
que quedaba por descubrir: ésta es la finalidad de su admirable obra: De
la dignidad y del desarrollo de los conocimientos humanos. En su Nuevo
órgano de las ciencias, perfecciona las ideas que había dado en la
primera obra, las desarrolla y demuestra la necesidad de la física
experimental, en la que no se pensaba todavía. Enemigo de sistemas,
considera a la filosofía como una parte de nuestros conocimientos, la
cual debe contribuir a mejorarnos o a hacernos más felices; parece
limitarla a la ciencia de las cosas útiles y recomienda, en todo, el
estudio de la Naturaleza. Sus otros escritos siguen el mismo plan;
todos, hasta sus títulos, revelan al hombre de genio, el espíritu que lo
ve todo en grande. Recoge hechos, compara experiencias, indica muchas
que se deben hacer; invita a los sabios a estudiar y a perfeccionar las
artes, que considera como la parte más elevada y más esencial de la
ciencia humana; expone con noble sencillez sus conjeturas y sus
pensamientos sobre los diferentes objetos dignos de interesar a los
hombres; y hubiera podido decir, como aquel anciano de Terencio: Nada
humano me es ajeno. La ciencia de la Naturaleza, la moral, la política,
la economía: todo parece caer bajo la jurisdicción de este espíritu
luminoso y profundo. Y no se sabe qué es más de admirar, si la riqueza
que proyecta sobre todos los temas que trata, o la dignidad con la que
habla. Sus escritos pueden muy bien compararse con los de Hipócrates
sobre la medicina, y seguramente no serían menos admirados ni menos
leídos si el cultivo de la inteligencia fuese tan caro a los hombres
como la conservación de la salud. Pero sólo las obras de los jefes de
secta pueden tener cierta resonancia; Bacon no se contaba entre ellos, y
la forma de su filosofía se oponía a tal cosa: era demasiado cuerdo
para asombrar a nadie. La escolástica, que dominaba en su tiempo, no
podía ser derrotada más que por opiniones audaces y nuevas, y no parece
que un filósofo que se contentaba con decir a los hombres: He aquí lo
poco que habéis aprendido, mirad lo que os queda por saber, esté
destinado a hacer mucho ruido entre sus contemporáneos. Hasta nos
atreveríamos a hacer algunos reproches al canciller Bacon por haber sido
quizá demasiado tímido, si no supiéramos con qué continencia y, por
decirlo así, con qué superstición, se debe juzgar a un genio tan
sublime. Aunque confiese que los escolásticos han debilitado las
ciencias con sus minuciosas cuestiones y que la inteligencia debe
sacrificar el estudio de los seres generales al de los objetos
particulares, parece, sin embargo, por el empleo tan frecuente que hace
de los términos de la escuela, incluso a veces de los principios de la
escolástica, y por divisiones y subdivisiones cuyo uso estaba entonces
tan de moda, haber mostrado un miramiento y una deferencia un tanto
excesivos hacia el gusto que dominaba en su siglo. Este gran hombre,
después de haber roto tantos grilletes, estaba todavía retenido por
algunas cadenas que no alcanzaba o no se atrevía a romper.
Declaramos aquí que debemos principalmente al
canciller Bacon el árbol enciclopédico de que ya hemos hablado, y que se
encontrará al final de este Discurso. Lo habíamos confesado en varios
lugares del Prospectus; lo reconocemos de nuevo, y no desperdiciaremos
ninguna ocasión de repetirlo. Pero no hemos creído que debíamos seguir
punto por punto al gran hombre que reconocemos aquí como nuestro
maestro. Si no hemos colocado, como él, la razón después de la
imaginación, es porque hemos seguido en el sistema enciclopédico el
orden metafísico de las operaciones del espíritu, más bien que el orden
histórico de sus progresos desde el renacimiento de las letras, orden
que el ilustre canciller de Inglaterra tenía quizá a la vista hasta
cierto punto cuando estaba haciendo, como él dice, el censo y la
enumeración de los conocimientos humanos. Por otra parte, siendo el plan
de Bacon diferente del nuestro y habiendo adelantado mucho las ciencias
desde entonces, no debe extrañar que hayamos tomado a veces un camino
diferente.
Así, además del cambio que hemos introducido en el
orden de la distribución general, y cuyas razones hemos expuesto ya, en
ciertos aspectos hemos llevado más lejos las divisiones, sobre todo en
la parte de matemática y de física particular; por otra parte nos hemos
abstenido de extender hasta el mismo punto que él la división de ciertas
ciencias que él sigue hasta las últimas ramas. Estas ramas, que deben
propiamente entrar en el cuerpo de nuestra Enciclopedia, no habrían
hecho más, a nuestro juicio, que cambiar bastante inútilmente el sistema
general. Inmediatamente después de nuestro árbol enciclopédico se
encontrará el del filósofo inglés; éste es el medio más corto y más
fácil de hacer distinguir lo que nos pertenece de lo que hemos tomado de
él.
Al canciller sucedió el ilustre Descartes. Este
hombre extraordinario, cuya fortuna ha cambiado tanto en menos de un
siglo, poseía todo lo que hacía falta para transformar la faz de la
filosofía: una imaginación poderosa, una inteligencia muy consecuente,
conocimientos sacados de sí mismo más que de los libros, mucho valor
para combatir los prejuicios más generalmente admitidos, y ninguna clase
de dependencia que le obligara a tratarlos con miramiento. Por eso
experimentó en vida lo que suele ocurrir a los hombres que toman un
ascendiente demasiado pronunciado sobre los demás. Tuvo algunos
entusiastas y muchos enemigos. Sea porque conociera a su nación, o
porque simplemente desconfiaria de ella, se había refugiado en un país
enteramente libre para meditar allí más a sus anchas. Aunque pensara
mucho menos en conseguir discípulos que en merecerlos, la persecución
fue a buscarlo hasta su retiro, sin que pudiera librarle de ella la vida
retirada que allí hacía. A pesar de toda la sagacidad que había
empleado para demostrar la existencia de Dios, lo acusaron de negarla
unos ministros que quizá no creían en ella. Atormentado y calumniado por
extranjeros, y bastante mal acogido por sus compatriotas, fue a morir a
Suecia, seguramente bien lejos de esperar el brillante éxito que sus
opiniones alcanzarían un día.
Se puede considerar a Descartes como geómetra o
como filósofo. Las matemáticas, a las que parece haber prestado bastante
poca atención, constituyen hoy, sin embargo, la parte más firme y la
menos discutida de su gloria. El álgebra, creada en cierto modo por los
italianos y prodigiosamente desarrollada por nuestro ilustre Viete,
recibió de Descartes nuevos enriquecimientos. Uno de los más
considerables es su método de las indeterminadas, artificio muy
ingenioso y muy sutil que luego se ha podido aplicar a gran número de
investigaciones. Pero lo que ha inmortalizado sobre todo el nombre de
este gran hombre es la aplicación que hizo del álgebra a la geometría,
una de las ideas más vastas y afortunadas que el intelecto humano haya
concebido jamás, y que será siempre la clave de las más profundas
investigaciones, no solamente en la geometría sublime, sino en todas las
ciencias fisicomatemáticas.
Como filósofo, ha sido quizá igualmente grande,
pero no tan afortunado. La geometría, que, por su naturaleza, debe
siempre ganar sin perder, no podía menos, manejada por un genio tan
grande, que hacer progresos muy sensibles y visibles para todo el mundo.
La filosofía se encontraba en una situación muy diferente, en ella
había que comenzarlo todo, y sabido es lo que cuestan los primeros pasos
en toda cosa. El simple mérito de darlos, dispensa de darlos grandes.
Si Descartes, que nos ha abierto el camino, no llegó tan lejos como sus
sectarios creen, las ciencias le deben mucho más de lo que pretenden sus
adversarios. Nada más que su método hubiera bastado para
inmortalizarlo; su Dióptrica es la más grande y la más bella aplicación
que se había hecho de la geometría a la física; en fin, en sus obras,
incluso en las menos leídas actualmente, brilla por doquier el genio
inventor. Si juzgamos sin parcialidad esos torbellinos que hoy son casi
ridículos, convendremos, me atrevo a afirmarlo, que en aquel momento no
se podía imaginar nada mejor. Las observaciones astronómicas que han
servido para destruirlos eran todavía imperfectas o faltas de
comprobación; nada más natural entonces que suponer un fluido que
transportaba los planetas; no había más que una larga serie de
fenómenos, de razonamientos y de cálculos, y, por consiguiente, sólo una
larga serie de años podía hacer renunciar a una teoría tan seductora.
Tenía además la singular ventaja de explicar la gravitación de los
cuerpos por la fuerza centrífuga del torbellino mismo; y yo no temo
afirmar que esta explicación del peso es una de las más bellas y más
ingeniosas hipótesis que la filosofía imaginara nunca. Tanto que, para
abandonarla, ha sido preciso que los físicos se vieran arrastrados, como
a pesar suyo, por la teoría de las fuerzas centrales y por experimentos
hechos mucho tiempo después. Reconozcamos, pues, que Descartes,
obligado a crear una física completamente nueva, no pudo crearla mejor;
que ha sido preciso, por decirlo así, pasar por los torbellinos para
llegar al verdadero sistema del mundo, y que, si se equivocó sobre las
leyes del movimiento, al menos fue el primero en adivinar que tenía que
haberlas.
Su metafísica, tan ingeniosa y tan nueva como su
física, ha tenido aproximadamente la misma suerte, y puede también
justificarse con las mismas razones, pues es tal la fortuna de este gran
hombre, que, después de haber tenido sectarios innumerables, hoy no
tiene casi más que apologistas. Sin duda se equivocó al admitir las
ideas innatas; pero si retuvo de la secta peripatética la única verdad
que ésta enseñaba sobre el origen de las ideas por los sentidos, acaso
hubieran sido más difíciles de desarraigar los errores que, aliados a
esta verdad, la deshonraban. Descartes se atrevió al menos a enseñar a
las buenas cabezas a sacudirse el yugo de la escolástica, de la opinión,
de la autoridad; en una palabra, de los prejuicios y de la barbarie, y,
con esta rebelión cuyos frutos recogemos hoy, ha hecho a la filosofía
un servicio más esencial quizá que todos los que ésta debe a los
ilustres sucesores de Descartes. Puede considerársele como un jefe de
conjurados que ha tenido el valor de sublevarse el primero contra un
poder despótico y arbitrario, y que, preparando una revolución
resonante, echó las bases de un gobierno más justo y más feliz que él no
pudo ver instaurado. Si acabó por creer explicarlo todo, al menos
comenzó por dudar de todo; y las armas de que nos servimos para
combatirlo no dejan de pertenecerle porque las volvamos contra él. Por
otra parte, cuando las opiniones absurdas son inveteradas, es necesario a
veces, para desengañar al género humano, reemplazarlas por otros
errores, cuando no se puede hacer cosa mejor. La incertidumbre y la
vanidad del entendimiento son tales que tiene siempre necesidad de una
opinión para agarrarse a ella: es como un niño al que hay que
presentarle un juguete para quitarle un arma peligrosa; ya dejará por sí
mismo ese juguete cuando llegue al uso de razón. Engañando así a los
filósofos, o a los que creen serIo, se les enseña al menos a desconfiar
de sus luces, y esta disposición es el primer paso hacia la verdad. Por
eso Descartes fue perseguido en vida, como si hubiera venido a traérsela
a los hombres.
Apareció Newton, en fin, a quien había preparado el
camino Huyghens, y dio a la filosofía una forma que parece debe
conservar. Este gran genio vio que ya era hora de desterrar de la física
las conjeturas y las hipótesis vagas, o al menos de no tenerlas más que
en lo que valían, y que esta ciencia debía estar únicamente sometida a
las experiencias y a la geometría. Quizá con este propósito comenzó por
inventar el cálculo del infinito y el método de las progresiones, cuyas
aplicaciones, tan extensas en la geometría misma, lo son todavía más
para determinar los efectos complicados que se observan en la
Naturaleza, donde todo parece realizarse como por progresiones
infinitas. Las experiencias del peso y las observaciones de Képler
hicieron descubrir al filósofo inglés la fuerza que mantiene a los
planetas en sus órbitas. Enseñó a la vez a distinguir las causas de sus
movimientos y a calcularlos con una exactitud que sólo hubiera podido
exigirse del trabajo de varios siglos. Creador de una óptica
completamente nueva, dio a conocer la luz a los hombres
descomponiéndola. Lo que pudiéramos añadir al elogio de este gran
filósofo estaría por debajo del testimonio universal que hoy se rinde a
sus casi innumerables descubrimientos y a su genio, a la vez vasto,
exacto y profundo. Habiendo enriquecido a la filosofía con gran cantidad
de bienes reales, sin duda ha merecido todo su reconocimiento; pero
quizá ha hecho más por ella enseñándole a ser prudente y a contener
dentro de justos límites esa especie de audacia que las circunstancias
habían obligado a Descartes a darle. Su Teoría del Mundo (pues no quiero
decir su sistema), es hoy tan generalmente admitida que se comienza a
disputar al autor el honor de la invención, porque se empieza por acusar
a los grandes hombres de engañarse y se acaba por tratarlos de
plagiarios. Yo cedo, a los que todo lo encuentran en los libros
antiguos, el placer de descubrir en estas obras la gravitación de los
planetas, aunque no esté en ellas; pero aun suponiendo que los griegos
tuvieran la idea de la gravitación, lo que no era en ellos más que un
sistema arriesgado y fantástico, en manos de Newton se convirtió en una
demostración; esta demostración, que sólo a él pertenece, constituye el
mérito real de su descubrimiento, y la atracción sin tal apoyo sería una
hipótesis como tantas otras. Si a algunos escritores célebres se les
ocurriera predecir sin ninguna prueba que algún día se llegará a hacer
oro, ¿tendrían derecho nuestros descendientes, con el pretexto de esa
predicción, a pretender arrebatar la gloria de la gran obra al químico
que la hubiera realizado? Y el invento de las lentes, ¿pertenecería
menos a sus autores porque algunos autores antiguos no hubieran creído
imposible que ampliáramos un día la esfera de nuestra vista?
Otros sabios creen hacer a Newton un reproche mucho más fundado acusándole de haber llevado a la física las cualidades ocultas
de los escolásticos y de los antiguos filósofos. Pero, ¿están bien
seguros los sabios de que hablamos de que esas dos palabras, vacías de
sentido en los escolásticos y destinadas a designar un ser del que ellos
creían tener idea, fuesen en los antiguos filósofos otra cosa que la
expresión modesta de su ignorancia? Newton, que había estudiado la
Naturaleza, no presumía de saber más que ellos sobre la causa primera
que produce los fenómenos; pero no empleó el mismo lenguaje por no
alborotar a unos contemporáneos que no hubieran dejado de atribuirle una
idea que no era la de él. Se contentó con demostrar que los torbellinos
de Descartes no podían explicar el movimiento de los planetas; que los
fenómenos y las leyes de la mecánica se unían para echarlos por tierra;
que hay una fuerza por la cual los planetas se atraen unos a otros, y
cuyo principio nos es enteramente desconocido. No rechazó el impulso; se
limitó a pedir que se utilizara más acertadamente de lo que se había
hecho hasta entonces para explicar los movimientos de los planetas: sus
deseos no se han cumplido aún, y acaso no se cumplan en mucho tiempo.
Después de todo, ¿qué daño hubiera hecho a la filosofía dándonos lugar a
pensar que la materia puede tener propiedades que no sospechábamos, y
sacándonos de la ridícula confianza en que estamos de conocerlas todas?
En cuanto a la metafísica, parece ser que Newton no
la había desdeñado enteramente. Era demasiado gran filósofo para no
darse cuenta de que ella es la base de nuestros conocimientos y que sólo
en ella hay que buscar nociones claras y exactas de todo; por las obras
de este profundo geómetra, parece ser incluso que había llegado a
formarse tales nociones sobre los principales objetos de que se había
ocupado. No obstante, bien porque él mismo estuviera poco satisfecho de
los progresos que, en otros aspectos, había hecho en la metafísica, bien
porque creyera difícil dar al género humano luces muy satisfactorias o
muy extensas sobre una ciencia demasiado a menudo incierta y
contenciosa, bien, en fin, porque temiera que, a la sombra de su
autoridad, se abusara de su metafísica como se había abusado de la de
Descartes para sostener opiniones peligrosas o erróneas, el caso es que
se abstuvo, casi en absoluto, de hablar de ella en los escritos suyos
que nos son más conocidos, y lo que él pensaba sobre los diferentes
objetos de esta ciencia no podemos apenas averiguarlo más que en las
obras de sus discípulos. Asl, como en este punto no ha ocasionado
ninguna revolución, nos abstendremos de considerarlo en tal aspecto.
Lo que Newton no se atrevió a hacer, o acaso no
pudo hacer, Locke lo emprendió y lo realizó con éxito. Puede decirse que
creó la metafísica como Newton había creado la física. Concibió que las
abstracciones y las cuestiones ridículas que se habían discutido hasta
entonces, y que habían constituido como la sustancia de la filosofía,
eran la parte que había de proscribir especialmente. Buscó, y encontró,
en esas abstracciones y en los abusos de los signos las causas
principales de nuestros errores. Para conocer nuestra alma, sus ideas y
sus afectos, no estudió los libros, porque lo hubieran instruido mal: se
conformó con internarse profundamente en sí mismo, y, después de
haberse contemplado, por decirlo así, mucho tiempo, no hizo otra cosa,
en su Tratado del entendimiento humano, que presentar a los hombres el
espejo en que él se había mirado. En una palabra, redujo la metafísica a
lo que debe ser en realidad: la física experimental del alma, una
física muy diferente de la de los cuerpos, no solamente por su objeto,
sino por la manera de enfocarlo. En ésta se pueden descubrir, y muchas
veces se descubren, fenómenos desconocidos; en la otra, los hechos, tan
antiguos como el mundo, existen igualmente en todos los hombres: tanto
peor para los que creen verlos nuevos. La metafísica razonable, como la
física experimental, sólo puede consistir en reunir con cuidado todos
estos hechos, en reducirlos a un cuerpo, en explicar los unos por los
otros, distinguiendo los que deben ocupar el primer lugar y servir como
de base. En una palabra, los principios de la metafísica, tan sencillos
como los axiomas, son los mismos para los filósofos y para el pueblo.
Pero lo poco que esta ciencia ha adelantado en tanto tiempo demuestra
cuán raro es aplicar acertadamente esos principios, sea por la
dificultad que implica semejante trabajo, sea quizá también por la
natural impaciencia que impide limitarse a ellos. No obstante es todavía
bastante corriente en nuestro siglo, pues gustamos de prodigarlo todo,
pero, ¡qué pocas personas existen que sean dignas de este nombre!
¡Cuántas hay que sólo lo merecen por el desdichado talento de oscurecer
con mucha sutileza ideas claras y de preferir, en las nociones que se
forman, lo extraordinario a lo verdadero, que es siempre sencillo!
Después de esto, no es de extrañar que la mayor parte de los llamados metafisicos
se tengan en tan poca estimación unos a otros. Yo no dudo que, sin
tardar mucho, este título sea una injuria para nuestros buenos ingenios,
de la misma manera que el nombre de sofista, que sin embargo significa sabio, envilecido en Grecia por quienes lo llevaban, fue rechazado por los verdaderos filósofos.
Concluyamos, de toda esta historia, que Inglaterra
nos debe el nacimiento de esta filosofía que hemos recibido de ella. Tal
vez hay más distancia de las formas esenciales a los torbellinos, que
de los torbellinos a la gravitación universal, así como hay quizá mayor
intervalo entre el álgebra pura y la idea de aplicarla a la geometría
que entre el pequeño triángulo de Barrow y el cálculo diferencial.
Tales son los principales genios que el espíritu
humano debe considerar como sus maestros, y a quienes Grecia hubiera
elevado estatuas, aunque, para hacerles sitio, hubiera tenido que
derribar las de algunos conquistadores.
Los límites de este Discurso preliminar nos impiden
hablar de varios filósofos ilustres que, sin proponerse campos tan
amplios como los que acabamos de mencionar, no han dejado de contribuir
mucho con sus trabajos al adelanto de las ciencias y, por decirlo así,
han levantado una punta del velo que nos ocultaba la verdad. Entre éstos
figuran: Galileo, a cuyos descubrimientos astronómicos tanto debe la
geografía, así como la mecánica por su teoría de la aceleración; Harvey,
al que hará inmortal el descubrimiento de la circulación de la sangre;
Huyghens, al que ya hemos nombrado, y que, por sus obras llenas de
fuerza y de talento, tanto bien ha merecido de la geografía y de la
física; Pascal, autor de un tratado sobre la cicloide, que debe ser
considerado como un prodigio de sagacidad y de penetración, y de un
tratado del equilibrio de los líquidos y del peso del aire que nos ha
abierto una ciencia nueva: genio universal y sublime cuyos talentos
nunca echaría bastante en falta la filosofía si no hubiera servido a la
religión; Malebranche, que tan bien ha señalado los errores de los
sentidos y que ha conocido los de la imaginación como si la suya no le
hubiera engañado muchas veces; Boyle, el padre de la física
experimental; otros varios, en fin, entre los cuales deben ocupar lugar
distinguido los Vesalio, los Sydenham, los Boerhaave, y numerosos
anatómicos y físicos célebres.
Entre estos grandes hombres hay uno cuya filosofía,
hoy muy bien acogida y muy combatida en el norte de Europa, nos obliga a
no pasarlo por alto: el ilustre Leibniz. Aunque sólo le cupiese la
gloria o siquiera la duda de haber compartido con Newton la invención
del cálculo diferencial, merecería, por este título, una mención de
honor, pero queremos considerarle principalmente por su metafísica. Como
Descartes, parece haber reconocido la insuficiencia de todas las
soluciones que hasta entonces se habían dado a los problemas más
elevados sobre la unión del cuerpo y el alma, la Providencia, la
naturaleza de la materia; parece que tuvo incluso hasta la ventaja de
exponer con más fuerza que nadie las dificultades que se pueden suscitar
sobre estos problemas; pero, menos prudente que Locke y Newton, no se
contentó con formular dudas, sino que trató de disiparlas, y, en este
sentido, no ha sido más afortunado que Descartes. Su principio de la razón suficiente ,
muy bello y muy justo en sí, no parece sernos muy útil a seres tan poco
esclarecidos como nosotros sobre las razones primeras de todas las
cosas; sus mónadas prueban, a lo más, que supo ver mejor que
nadie que es imposible formarse una idea clara de la materia, pero no
parecen capaces de dárnosla; su armonía preestablecida parece
añadir otra dificultad a la opinión de Descartes sobre la unión del
cuerpo y el alma; y, en fin, su sistema del optimismo es quizá peligroso
por su pretendida ventaja de explicarlo todo. Este gran hombre parece
haber aportado a la metafísica más agudeza que claridad; pero,
cualquiera que sea la manera de enjuiciar este artículo, no se puede
negar la admiración que merece la grandeza de sus opiniones sobre todas
las cosas, la extensión prodigiosa de sus conocimientos, y, sobre todo,
el espíritu filosófico con que ha sabido esclarecerlos.
Terminaremos con una observación que no parecerá
sorprendente a los filósofos. Estos grandes hombres no cambiaron en vida
la faz de las ciencias. Ya hemos visto por qué Bacon no fue jefe de su
secta; dos razones hay que añadir a las que ya hemos dado. Este gran
filósofo escribió varios de sus trabajos en el retiro al que sus
enemigos le habían forzado, y el daño que hicieron al hombre de Estado
no pudo menos de perjudicar al autor.
Quinta parte
Por otra parte, sin otra preocupación que la de ser
útil, quizá abarcó demasiadas materias para que sus contemporáneos se
dejasen instruir a la vez sobre tantos objetos. No se les permite a los
genios el saber tanto; se quiere aprender algo de ellos sobre un tema
determinado, pero no verse obligados a reformar todas las ideas con
arreglo a las suyas. Por eso, en parte, las obras de Descartes sufrieron
en Francia, después de su muerte, más persecuciones que las que el
autor había sufrido en Holanda durante su vida; y sólo al cabo de muchos
trabajos se atrevieron las escuelas a admitir una física que se suponía
contraria a la ley de Moisés. Newton, es cierto, halló en sus
contemporáneos menos oposición; sea porque los descubrimientos
geométricos con los cuales se dio a conocer, y cuya realidad y propiedad
no se podían discutir, hubiesen acostumbrado a las gentes a admirarle y
a rendirle homenajes que no eran ni demasiado súbitos ni demasiado
obligados; sea porque su superioridad imponía silencio a la envidia;
sea, en fin -lo que parece muy difícil de creer-, porque se tratase de
una nación menos injusta que las otras, tuvo la singular ventaja de ver,
en vida, aceptada en Inglaterra su filosofía, y de tener por
partidarios y admiradores a todos sus compatriotas. Faltaba mucho, sin
embargo, para que Europa hiciese a sus obras la misma acogida. No
solamente eran desconocidas en Francia, sino que aún predominaba la
filosofía escolástica después de haber derribado Newton la física
cartesiana; y los torbellinos fueron destruidos antes de que pensáramos
en adoptarlos. Tan tardos fuimos en aceptarlos como en rechazarlos.
Basta con abrir los libros para ver con sorpresa que no hace aún treinta
años que se ha comenzado en Francia a renunciar al cartesianismo. El
primero que se atrevió entre nosotros a declararse abiertamente
newtoniano es el autor del Discurso sobre la figura de los astros, que
une a conocimientos geométricos muy extensos ese espíritu filosófico con
el que no siempre coinciden, y ese talento literario que, cuando se
hayan leído las obras en cuestión, se verá que no es incompatible con la
geometría. M. de Maupertuis pensó que se podía ser buen ciudadano sin
adoptar ciegamente la física de su país y para atacar esta física, tuvo
necesidad de un valor que debemos agradecerle. En efecto, nuestra
nación, singularmente ávida de novedades en materia de gusto, es en
cambio muy apegada a las opiniones antiguas en materia de ciencia. Dos
tendencias aparentemente tan contrarias tienen su principio en varias
causas, y sobre todo, en este afán de goce que parece constituir nuestro
carácter. Las cosas del sentimiento no permanecen mucho en nuestro
interés, y dejan de ser agradables cuando no se presentan de pronto; el
ardor con que nos entregamos a ellas se agota pronto, y el alma, tan
pronto ahíta como satisfecha, vuela hacia un objeto nuevo que abandonará
igualmente. En cambio, el entendimiento, sólo a fuerza de meditar llega
a lo que busca, y por esta razón desea gozar de lo que ha encontrado,
tanto tiempo como le costó hallarlo, sobre todo cuando sólo trata de una
filosofía hipotética y conjetural mucho más atrayente que los cálculos y
las combinaciones exactas. Los físicos, apegados a sus teorías con el
mismo celo y por los mismos motivos que los artesanos a sus prácticas,
tienen sobre este punto muchas más semejanzas con el pueblo de las que
se imaginan. Respetemos siempre a Descartes, pero abandonemos sin
esfuerzo las opiniones que él mismo hubiera combatido un siglo más
tarde. Sobre todo, no confundamos su causa con la de sus sectarios. El
genio que demostró al buscar en la más oscura noche un camino nuevo,
aunque equivocado, era solamente suyo: los primeros que se atrevieron a
seguirle en las tinieblas mostraron valor al menos; pero ya no hay
gloria en perderse siguiendo sus huellas después de hacerse la luz.
Entre los pocos sabios que todavía defienden su doctrina, él mismo
hubiera desaprobado a los que se adhieren a ella por un apego servil a
lo que aprendieron en su infancia, o por no sé qué prejuicio nacional,
vergüenza de la filosofía. Con tales motivos, se puede ser el último de
sus partidarios, pero no se hubiera tenido el mérito de ser el primero
de sus discípulos, o más bien se hubiera sido su adversario, cuando en
serIo no había más que injusticia. Para tener derecho a admirar los
errores de un gran hombre, hay que saber reconocerlos cuando el tiempo
los ha puesto en evidencia. Por eso los jóvenes, que generalmente son
considerados como bastante malos jueces, son quizá los mejores en las
materias filosóficas y en otras muchas, cuando no carecen de
inteligencia, porque, como todo les es igualmente nuevo, no tienen otro
interés que el de elegir bien.
Son, en efecto, los jóvenes geómetras, tanto de
Francia como de los países extranjeros, los que han decidido la suerte
de las dos filosofías.
La antigua está tan proscrita, que ni sus más
celosos partidarios se atreven siquiera a nombrar aquellos torbellinos
de que antaño llenaban sus obras. Si el newtoniano llegara a ser
destruido en nuestros días por cualquier causa que fuere, injusta o
legítima, los numerosos sectarios que tiene ahora desempeñarían
seguramente entonces el mismo papel que han hecho desempeñar a los
demás. Tal es la naturaleza de los espíritus: tales son las
consecuencias del amor propio que gobernó a los filósofos tanto, por lo
menos, como a los otros hombres, y de la oposición que deben
experimentar todos los descubrimientos, o incluso los que parecen serlo.
Con Locke ha ocurrido aproximadamente como con
Bacon, Descartes y Newton. Olvidando mucho tiempo por Rohault y por
Regis, y bastante poco conocido todavía por la multitud, comienza por
fin a tener entre nosotros lectores y algunos adeptos. Y es que los
personajes ilustres, demasiado por encima de su siglo, trabajan casi
siempre con absoluta desventaja en su mismo siglo, y a los siglos
siguientes les toca recoger el fruto de sus luces. Por esto los
restauradores de las ciencias no gozan casi nunca de toda la gloria que
merecen; ingenios muy inferiores se la arrebatan, porque los grandes
hombres se entregan a su genio, y los hombres mediocres al de su nación.
Verdad es que el testimonio que la superioridad no puede menos de
rendirse a sí misma basta para compensarla de los sufragios vulgares; se
nutre de su propia sustancia; y esa forma por la que tanto afán se
siente no suele servir más que para consolar a la mediocridad de la
superioridad que el talento tiene sobre ella. Puede decirse en efecto
que la fama que todo lo publica cuenta más a menudo lo que oye que lo
que ve, y que los poetas que le han prestado sus bocas debieran también
prestarle una venda.
La filosofía, que domina el gusto de nuestro siglo,
a juzgar por los progresos que hace entre nosotros, parece que quisiera
reparar el tiempo que ha perdido y vengarse de la especie de desprecio
que le habían mostrado nuestros padres. Este desprecio ha recaído hoy
sobre la erudición, y no por haber cambiado de objeto es más justo. Se
cree que hemos sacado ya de las obras de los antiguos todo lo que nos
importaba saber, y, en consecuencia, se dispensaría fácilmente de su
esfuerzo a los que todavía van a consultarlas. Parece que se mira la
antigüedad como un oráculo que lo ha dicho todo y al que es ya inútil
interrogar, y apenas se da más importancia a la restitución de un pasaje
que al descubrimiento de una venilla en el cuerpo humano. Pero así como
sería ridículo creer que ya no queda nada por descubrir en la anatomía
porque los anatomistas se dedican a veces a investigaciones inútiles en
apariencia y a menudo útiles por sus resultados, no sería menos absurdo
querer proscribir la erudición con el pretexto de las investigaciones
poco importantes a que puedan entregarse nuestros sabios. Es ignorante o
presuntuoso creer que todo está visto ya en cualquier materia que sea, y
que nada podemos sacar del estudio y de la lectura de los antiguos.
La costumbre de escribirlo actualmente todo en
lengua vulgar ha contribuido sin duda a arraigar este prejuicio y es
quizá más perniciosa que el prejuicio mismo. Como nuestra lengua se ha
extendido por toda Europa, hemos creído que había llegado el momento de
sustituir con ella la lengua latina, que, desde el renacimiento de las
letras, era la de nuestros sabios. Reconozco que aún es mucho más
disculpable que un filósofo escriba en francés, que un francés haga
versos en latín. Hasta convengo de buen grado en que esta costumbre ha
contribuido a difundir las luces, suponiendo que sea lo mismo difundir
realmente el espíritu de un pueblo que extender su superficie. Sin
embargo, de aquí resulta un inconveniente que debíamos haber previsto:
los sabios de otras naciones a los que hemos dado ejemplos han pensado
con razón que escribirían mejor en su lengua que en la nuestra.
Inglaterra nos ha imitado; Alemania comienza a abandonar insensiblemente
el uso del latín, que parecía haberse refugiado en este país; no dudo
que los suecos, daneses y rusos no tardarán en seguirle. Así, antes de
que termine el siglo XVIII, un filósofo que quiera conocer a fondo los
descubrimientos de sus predecesores se verá obligado a cargarse la
memoria con siete u ocho lenguas diferentes; y después de haber empleado
en aprenderlas el tiempo más valioso de su vida, se morirá antes de
comenzar a conocer la filosofía. El uso del latín, que, en materias de
gusto, hemos censurado, es sumamente útil en las obras de filosofía,
cuyo principal mérito estriba en la claridad y en la precisión, y que no
necesitan más que una lengua universal y convenida.
Sería, pues, de desear que se restableciera su uso;
pero no hay modo de esperarlo. El abuso de que nos atrevemos a
quejarnos es demasiado favorable a la vanidad y a la pereza para
pretender desarraigarlo. Los filósofos, como los otros escritores,
quieren ser leídos, y, sobre todo, por su nación. Si usasen otra lengua
menos conocida, no habría tantas bocas que los celebraran y presumieran
de comprenderlos. Cierto que, con menos admiradores, habría mejores
jueces; pero esto es una ventaja que les afecta poco, porque la fama
depende más del número que del mérito de los que la otorgan.
En compensación, pues, no se debe exagerar en nada;
nuestros libros de ciencia parecen haber adquirido hasta aquella
especie de ventaja que parecía privativa de las obras de bellas letras.
Un escritor respetable que nuestro siglo ha tenido la fortuna de poseer
mucho tiempo, y cuyas diferentes producciones alabaría aquí si no me
limitase a considerarlo como filósofo, ha enseñado a los sabios a
sacudirse el yugo de la pedantería. Maestro en el arte de aclarar las
ideas más abstractas, ha conseguido ponerlos a la altura de las
inteligencias que pudieran parecer menos aptas para comprenderlas usando
para ello mucho método, mucha precisión y mucha claridad. Hasta se ha
atrevido a prestar a la filosofía los adornos que parecían serle más
ajenos y que más severamente parecían estarle prohibidos; y este valor
ha quedado justificado por el éxito más general y más halagüeño. Pero,
semejante a todos los escritores originales, ha dejado muy atrás a los
que creían poder imitarle. El autor de la Historia natural ha seguido un
camino muy diferente. Realizando con Platón y Lucrecio, ha puesto en su
obra, cuya fama crece de día en día, esa nobleza y esa elevación de
estilo tan propias de las materias filosóficas, y que en los escritos
del sabio deben ser como el retrato de su alma.
Sin embargo, la filosofía, sin dejar de pensar en
agradar, parece no haber olvidado que su razón principal es instruir;
por esto, el gusto por los sistemas, más propio para halagar a la
imaginación que para iluminar a la razón, está hoy casi absolutamente
proscrito de las buenas obras. Uno de nuestros mejores filósofos parece
haberle dado los últimos golpes. El espíritu de hipótesis y de conjetura
sería muy útil en otros tiempos y pudo incluso haber sido necesario
para el renacimiento de la filosofía, porque entonces más se trataba de
pensar bien que de aprender a pensar por sí mismo. Pero los tiempos han
cambiado, y un escritor que entre otros hiciese el elogio de los
sistemas sería un retrasado. Las ventajas que este espíritu puede ahora
ofrecer son demasiado pequeñas para compensar los inconvenientes; y si
se pretende probar la utilidad de los sistemas con un corto número de
descubrimientos que, en otros tiempos, produjeron, podríamos igualmente
aconsejar a nuestros geómetras que se dedicasen a la cuadratura del
círculo, ya que los esfuerzos de varios matemáticos para hallarla nos
han valido algunos teoremas. El espíritu de sistema es en la física lo
que la metafísica es en la geometría. Si a veces nos es necesario para
encaminarnos hacia la verdad, casi siempre es incapaz de conducirnos a
ella por sí solo. Iluminado por la observación de la Naturaleza, puede
entrever las causas de los fenómenos, pero corresponde al cálculo
asegurar, por así decirlo, la existencia de estas causas, determinando
exactamente los efectos que pueden producir y comparando estos efectos
con los que la experiencia nos descubre. Una hipótesis desprovista de
semejante auxilio rara vez alcanza ese grado de certidumbre que siempre
hay que buscar en las ciencias naturales y que, no obstante, se
encuentra tan poco en esas conjeturas frívolas a las que se honra con el
nombre de sistema. Si sólo de esta clase pudiera haberlos, el mérito
principal del físico consistiría, propiamente hablando, en tener
espíritu de sistema y en no formular nunca un sistema. En cuanto al uso
de los sistemas en las otras ciencias, mil experiencias demuestran cuán
peligrosos son. La física se limita, pues, únicamente a las
observaciones y a los cálculos; la medicina, a la historia del cuerpo
humano, de sus enfermedades y de sus remedios; la historia natural, a la
descripción detallada de los vegetales, animales, y minerales; la
química, a la composición y descomposición experimental de los cuerpos;
en una palabra, todas las ciencias, limitadas a los hechos tanto como
les sea posible, y a las consecuencias que se puedan deducir de los
mismos, no conceden nada a la opinión más que cuando se ven obligadas a
ello. No hablo de la geometría, ni de la astronomía, ni de la mecánica,
destinadas por naturaleza a ir siempre perfectamente cada vez más.
Se abusa de las mejores cosas. Este espíritu
filosófico, hoy tan en boga, que quiere verlo todo y no suponer nada, se
ha extendido hasta a las bellas letras; se pretende incluso que es
perjudicial a su progreso, y es difícil no advertirlo. Nuestro siglo,
dado a la combinación y al análisis, parece querer introducir en las
cosas del sentimiento discusiones frías y didácticas. No es que las
pasiones y el gusto no tengan una lógica que les es propia; es que esta
lógica tiene principios completamente diferentes de los de la lógica
ordinaria: éstos son los principios que hay que deslindar en nosotros, y
hay que confesar que una filosofía común es poco capaz de hacerlo.
Entregada de lleno al examen de las percepciones tranquilas del alma, le
es mucho más fácil discernir sus matices que los de nuestras pasiones, o
en general de los sentimientos vivos que nos afectan. ¿Y cómo no ha de
ser difícil analizar justamente esta clase de sentimientos? Si por un
lado hay que entregarse a ellos para conocerlos, por otro, el tiempo en
que el alma está afectada es el momento en que puede estudiarlos menos.
Hay que reconocer, sin embargo, que este espíritu de discusión ha
contribuido a liberar a nuestra literatura de la ciega admiración por
los antiguos; nos ha enseñado a admirar en ellos solamente la belleza
que nos veríamos obligados a admirar en los modernos. Pero a la misma
fuente debemos, quizás, no sé qué metafísica del corazón que se ha
adueñado de nuestros teatros; no había que desterrarla completamente,
pero tampoco mucho menos dejarla reinar así. Esta anatomía de nuestra
alma se ha infiltrado hasta en nuestras conversaciones; se diserta, ya
no se habla, y nuestras sociedades han perdido sus principales encantos:
el calor y la alegría.
No nos extraña, pues, que nuestras obras
intelectuales sean en general inferiores a las del siglo anterior. Se
puede encontrar la razón en los esfuerzos que hacemos por superar a
nuestros predecesores. El gusto y el arte de escribir hacen rápidos
progresos una vez abierto el verdadero camino: apenas un gran genio ha
entrevisto la belleza, la percibe en toda su extensión, y la imitación
de la Naturaleza bella parece restringida a ciertos límites que una
generación, o a lo sumo dos, alcanzan en seguida; a la generación
siguiente no le queda más que imitar; pero no se conforma con esto; la
riqueza que ha adquirido justifica el deseo de acrecerla; quiere
aumentar lo que ha recibido, y falla la meta al querer rebasarla. De
suerte que se tiene a la vez más principios para juzgar bien, mayor
fondo de luces, más jueces buenos y menos obras buenas; no se dice de un
libro que es bueno, sino que es el libro de un hombre de talento.
De esta manera, el siglo de Demetrio de Falero sucedió inmediatamente
al de Demóstenes, el de Lucano y de Séneca al de Cicerón y Virgilio, y
el nuestro al de Luis XIV.
No hablo aquí más que del siglo en general, pues
estoy muy lejos de satirizar a algunos hombres de un raro mérito con
quienes vivimos. La constitución física del mundo literario implica,
como la del mundo material, revoluciones obligadas de las que sería tan
injusto lamentarse, como lo sería hacerlo del cambio de las estaciones.
Por otra parte, así como debemos al siglo de Plinio las admirables obras
de Quintiliano y de Tácito, que la generación precedente no hubiera
quizá podido producir, el nuestro dejará a la posteridad monumentos de
los que tiene derecho a enorgullecerse. Un poeta célebre por sus
talentos y por sus desventuras ha eclipsado a Malherbe en sus obras, y a
Marot en sus epigramas y en sus epístolas. Hemos visto nacer el único
poema épico que Francia pueda oponer a los de los griegos, de los
romanos, de los italianos, de los ingleses y de los españoles. Dos
hombres ilustres, entre los cuales nuestra nación no sabe por cual optar
y que la posteridad sabrá poner cada uno en su lugar, se disputan la
gloria del coturno, y todavía vemos con sumo placer sus tragedias
después de las de Corneille y Racine. Uno de estos hombres, el mismo a
quien debemos la Henriade, seguro de obtener entre el corto número de
grandes poetas un lugar distinguido y que sólo a él corresponde, posee
al mismo tiempo en el más alto grado un talento que no ha tenido ningún
poeta, ni siquiera en un grado mediano: el de escribir en prosa. Nadie
ha conocido mejor al arte tan raro de expresar sin esfuerzo cada idea
con el término que le corresponde, de embellecerlo todo sin confundirse
sobre el colorido propio de cada cosa; en fin, lo que caracteriza más de
lo que se cree a los grandes escritores, de no estar jamás, ni por
encima ni por debajo del tema. Su ensayo sobre el siglo de Luis XIV es
un trozo tanto más precioso cuanto que el autor no tenía en este género
ningún modelo, ni entre los antiguos, ni entre nosotros. Su Historia de
Carlos XII, por la rapidez y la nobleza del estilo, es digna del héroe
que tenía que pintar; sus piezas breves, superiores a todas las que más
estimamos, bastarían por su número y por su mérito para inmortalizar a
varios escritores. Lástima que yo no pueda, al pasar revista aquí a sus
numerosas y admirables obras, pagar a este extraordinario genio el
tributo de elogios que merece, que tantas veces ha recibido de sus
compatriotas, de los extranjeros y de sus enemigos y que la posteridad
colmará cuando él no pueda disfrutarlo.
No son éstas nuestras únicas riquezas. Un sesudo
escritor, tan buen ciudadano como gran filósofo, nos ha dado sobre los
principios de las leyes una obra censurada por algunos franceses,
aplaudida por la nación y admirada por toda Europa, obra que será un
monumento inmortal del genio y de la virtud de su autor y de los
progresos de la razón en un siglo cuyos años medios serán una época
memorable en la historia de la filosofía. Excelentes autores han escrito
la historia antigua y moderna, claras cabezas han ahondado en ella; la
comedia ha adquirido un nuevo género, que haríamos mal en rechazar,
porque proporciona un placer más y porque, por otra parte, este mismo
género no fue tan desconocido de los antiguos como quisieran hacernos
creer; en fin, tenemos varias novelas que nos impiden añorar las del
siglo pasado.
Las bellas artes no están menos en alza en nuestra
nación. Si he de creer a los aficionados inteligentes, nuestra escuela
de pintura es la primera de Europa, y varias obras de nuestros
escultores no hubieran sido rechazadas por los antiguos. Entre todas las
artes, no es quizá la música la que más ha adelantado entre nosotros
desde hace quince años. Gracias a los trabajos de un genio viril, audaz y
fecundo, los extranjeros que no podían soportar nuestras sinfonías,
comienzan a gustar de ellas, y los franceses parecen por fin haberse
convencido de que Lulli había dejado en este género mucho por hacer.
Rameau, llevando la práctica de su arte a tan alto grado de perfección,
ha llegado a ser a la vez modelo y objeto de la envidia de un gran
número de artistas, que le censuran mientras se esfuerzan por imitarle.
Pero lo que más particularmente lo distingue es haber reflexionado con
rico fruto sobre la teoría de este arte, haber sabido encontrar en la
base fundamental el principio de la armonía y de la melodía; haber
reducido por este medio a leyes más ciertas y más simples una ciencia
entregada antes de él a reglas arbitrarias o dictadas por una
experiencia ciega. Me apresuro a aprovechar la ocasión de celebrar a
este artista filósofo en un Discurso destinado principalmente al elogio
de los grandes hombres. Su mérito, que nuestro siglo se ha obligado a
reconocer, sólo será bien conocido cuando el tiempo haya hecho enmudecer
a la envidia, y su nombre, caro a la parte más esclarecida de nuestra
nación, no puede aquí molestar a nadie. Pero aunque desagradara a
algunos pretendidos Mecenas, sería muy de compadecer un filósofo que, incluso en materia de ciencias y de gusto, no se permitiera decir la verdad.
He aquí los bienes que poseemos. ¡Qué idea se
formará de nuestros tesoros literarios si se unen a las obras de tantos
grandes hombres los trabajos de todas las sociedades doctas destinadas a
mantener el gusto por las ciencias y las letras y a las que tantos
excelentes libros debemos! Sociedades tales no pueden menos de producir
en un Estado grandes ventajas, con tal de que no se facilite la entrada,
multiplicándolas demasiado, a un excesivo número de gentes mediocres:
destiérrese toda desigualdad propia para alejar o rechazar a hombres
capaces de orientar a los otros; no se reconozca otra superioridad que
la del genio; sea la consideración el premio al trabajo; sean, en fin,
las recompensas para el talento y no para la intriga. Pues no debemos
engañarnos: se hace más daño al progreso de la inteligencia
distribuyendo mal las recompensas que suprimiéndolas. Incluso
reconozcamos en honor de las letras que los sabios no siempre tienen
necesidad de recompensa para multiplicarse. Dígalo si no Inglaterra, a
la que tanto deben las ciencias, sin que el gobierno haga nada por
ellas. Verdad es que la nación las considera, que incluso las respeta, y
esta clase de recompensa, superior a todas las demás, es sin duda el
medio más seguro de hacer florecer las ciencias y las artes; porque es
el gobierno el que da los puestos y el público el que distribuye la
estimación. El amor a las letras, que es un mérito entre nuestros
vecinos, entre nosotros no es aún más que una moda, y acaso no sea nunca
otra cosa; pero por muy peligrosa que sea esta moda, que, por un Mecenas
inteligente produce cien aficionados ignorantes y orgullosos, quizá le
debemos el no haber caído todavía en la barbarie a que tienden a
precipitarnos multitud de circunstancias.
Se puede considerar como una de las principales ese
amor al falso ingenio que protege a la ignorancia, que presume de él y
que la difundirá universalmente más tarde o más temprano. Será el fruto y
el término del mal gusto; añado que será su remedio. Pues todo tiene
revoluciones previstas, y la oscuridad terminará en un nuevo siglo de
luz. La claridad nos impresionará más después de haber permanecido algún
tiempo en las tinieblas. Será como una especie de anarquía muy funesta
en sí, pero útil en sus consecuencias. Librémonos, sin embargo, de
desear una revolución tan temible; la barbarie dura siglos, y parece que
es nuestro elemento; la razón y el buen gusto son pasajeros.
Quizá fuera este el lugar de rechazar las flechas
que un escritor elocuente y filósofo ha lanzado hace poco contra las
ciencias y las artes acusándolas de corromper las costumbres. No sería
oportuno compartir su sentir a la cabeza de una obra como ésta, y el
distinguido autor de que hablamos parece haber dado su voto a nuestro
trabajo por el celo y el éxito con que ha colaborado en él. No le
reprocharemos el haber confundido el cultivo de la inteligencia con el
abuso que de él puede hacerse; nos replicaría seguramente que este abuso
es inseparable de tal cultivo; pero nosotros le rogaríamos que
examinara si la mayor parte de los males que él atribuye a las ciencias y
a las artes no son debidos a causas enteramente diferentes, cuya
enumeración sería aquí tan larga como delicada. Las letras contribuyen
ciertamente a hacer la sociedad más amable; sería difícil demostrar que
hacen mejores a los hombres y más común la virtud, pero este privilegio
puede ser disputado incluso a la moral. Y ¿habrá que proscribir las
leyes porque en su nombre se amparan algunos crímenes cuyos autores
serían castigados en una República de salvajes? En fin, aun cuando
reconociéramos aquí alguna desventaja de los conocimientos humanos, cosa
de la que estamos muy lejos, lo estamos más aún de creer que ganaríamos
destruyéndolos: los vicios seguirían y tendríamos encima la ignorancia.
Terminemos esta historia de las ciencias observando
que las diferentes formas de gobierno, que tanto influyen sobre los
espíritus y sobre el cultivo de las letras, determinan también las
clases de conocimientos que deben florecer principalmente en ellas, y
cada uno de los cuales tiene su mérito particular. En general, debe
haber en una República más oradores, historiadores y filósofos, y en una
monarquía, más poetas, teólogos y geómetras. Pero esta regla no es tan
absoluta que no puedan alterarla y modificarla infinitas causas.
Después de las reflexiones y las consideraciones
generales que nos ha parecido oportuno poner a la cabeza de esta
Enciclopedia, ya es hora de informar más particularmente al público
sobre la obra que le presentamos. Como el Prospectus, que fue ya
publicado con este propósito, y cuyo autor es mi colega M. Diderot, ha
sido recibido en toda Europa con los mayores elogios, voy a ofrecerlo
aquí nuevamente al público, con las modificaciones y las adiciones que a
ambos nos han parecido convenientes.
No se puede negar que, desde la renovación de las
letras entre nosotros, se deben en parte a los Diccionarios las luces
generales que se han extendido en la sociedad, y ese germen de ciencia
que dispone insensiblemente los entendimientos a conocimientos más
profundos. La sensible utilidad de esta clase de obras las ha hecho tan
corrientes, que hoy estamos más bien en el caso de justificarlas que de
alabarlas. Se dice que, ampliando los medios y la facilidad de
instruirse, contribuyen a acabar con la afición al trabajo y al estudio.
Por nuestra parte, nos creemos con razones para sostener que nuestra
pereza y la decadencia del buen gusto deben atribuirse, más que a la
abundancia de Diccionarios, a la manía del lucimiento del ingenio y al
abuso de la filosofía. Esta clase de colecciones pueden a lo sumo servir
para dar algunas luces a quienes, sin su auxilio, no hubieran tenido el
valor de procurárselas; pero nunca ocuparán el lugar de los libros para
quienes tratan de saber; los Diccionarios, por su forma misma, sólo son
propios para ser consultados, y no admiten una lectura seguida. Cuando
nos digan que un hombre de letras, deseando estudiar la historia a fondo
elige para este fin el Diccionario de Moreri, estaremos de acuerdo con
el reproche que quieren hacernos. Si no estuviéramos convencidos de que
nunca se facilitarán demasiado los medios de aprender, haríamos quizá
mejor en atribuir ese pretendido abuso de que se quejan a la profusión
de métodos, de los elementos, de epítomes y de bibliotecas.
Más aún, se abrevian estos medios reduciendo a unos
cuantos volúmenes todo lo que los hombres han descubierto hasta
nuestros días en las ciencias y en las artes. Este proyecto,
comprendiendo en él incluso los hechos históricos realmente útiles, no
sería quizá imposible de realizar; sería deseable que al menos se
intentara; nosotros sólo pretendemos hoy esbozarlo, y nos libraría al
fin de tantos libros cuyos autores no han hecho más que copiarse unos a
otros. Lo que debe tranquilizarnos ante la sátira contra los
Diccionarios es que podría hacerse el mismo reproche, y tan poco
fundado, a los periodistas más estimables. ¿No es en esencia su
finalidad exponer abreviadamente las cosas nuevas que nuestro siglo
añade a las de los siglos anteriores, enseñar a prescindir de los
originales y arrancar por consiguiente esas espinas que nuestros
adversarios quisieran que se dejaran? ¡De cuántas lecturas inútiles nos
dispensarían unas buenas selecciones!
Hemos creído, pues, que interesaba tener un
Diccionario que se pudiera consultar sobre todas las materias de las
artes y de las ciencias, y que sirviera, tanto para guiar a los que se
sienten con valor para trabajar en la instrucción de los demás, como
para orientar a los que se instruyen por sí mismos.
Hasta ahora nadie había concebido una obra tan
grande, o al menos nadie la había realizado. Leibniz, el más capaz,
entre todos los sabios, de darse cuenta de las dificultades de obra tal,
deseaba que se superasen. Sin embargo, cuando él pedía una
Enciclopedia, existían enciclopedías, y Leibniz no lo ignoraba.
La mayor parte de estas obras aparecieron antes del
siglo pasado, y no fueron enteramente desdeñadas. Se juzgó que, si no
eran geniales sus autores, al menos demostraban trabajo y conocimientos.
Pero, ¿de qué nos servirían a nosotros esas Enciclopedias? ¿Cuántos
progresos no se han hecho desde entonces en las ciencias y en las artes?
¡Cuántas verdades descubiertas hoy que entonces ni siquiera se
entreveían! La verdadera filosofía estaba en la cuna; la geometría del
infinito no existía aún; la física experimental estaba apenas en sus
albores; no había dialéctica; las leyes de la sana crítica eran
completamente ignoradas. Los autores célebres de todo género de que
hemos hablado en este Discurso, y sus ilustres discípulos, o no
existían, o no habían escrito; no animaba a los sabios el espíritu de
investigación y de emulación; otro espíritu quizá menos fecundo, pero
más raro, el de la exactitud y el método, no contaba con las diferentes
partes de la literatura, y las Academias, cuyos trabajos han llevado tan
lejos las ciencias y las artes, no habían sido aún creadas.
Si los descubrimientos de los grandes hombres y de
las instituciones doctas de que acabamos de hablar ofrecieron luego
poderosos auxilios para formar un Diccionario enciclopédico, hay que
reconocer también que el prodigioso aumento de las materias hizo mucho
más difícil, en otros aspectos, juzgar si los primeros enciclopedistas
fueron osados o presuntuosos, y los dejaríamos a todos gozar de su fama,
sin exceptuar a Efraim Chambers, el más conocido de entre ellos, si no
tuviéramos razones especiales para pesar el mérito de este.
La Enciclopedia de Chambers, de la que tantas
ediciones rápidas se han publicado en Londres; esta Enciclopedia, que
acaba de ser traducida muy recientemente al italiano, y que, a nuestro
juicio, merece los honores que se le rinden en Inglaterra y en el
extranjero, tal vez no hubiera sido nunca hecha si, antes de que
apareciera en inglés, hubiéramos tenido en nuestra lengua ciertas obras
de las que Chambers ha tomado sin medida y sin discernimiento la mayor
parte de las cosas con las que ha compuesto su Diccionario. ¿Qué
hubieran pensado nuestros franceses de una traducción pura y simple?
Hubieran provocado la indignación de los sabios y la protesta del
público, al que, bajo un título fastuoso y nuevo, no se le hubiera
presentado otra cosa que riquezas que poseía ya desde hacía mucho
tiempo.
No negamos a este autor la justicia que le es
debida. Ha comprendido bien el mérito del orden enciclopédico o de la
cadena por la que se puede descender sin interrupción desde los primeros
principios de una ciencia o de un arte hasta sus más remotas
consecuencias, y volver a ascender desde sus más remotas consecuencias
hasta sus primeros principios; pasar imperceptiblemente de una ciencia o
de un arte a otra, y, si así puede decirse, dar, sin extraviarse, la
vuelta al mundo literario. Convenimos asimismo con él en que el plan y
el designio de su Diccionario son excelentes, y en que, si la
realización fuera llevada a cierto grado de perfección, él solo
contribuiría a los adelantos de la verdadera ciencia más que la mitad de
los libros conocidos. Pero, pese a todo lo que debemos a este autor, y a
la considerable utilidad que hemos sacado de su trabajo, no hemos
podido menos de ver que faltaba mucho por añadir. En efecto, ¿se concibe
que todo lo concerniente a las ciencias y a las artes pueda encerrarse
en dos volúmenes in folio? La sola nomenclatura de una materia tan
extensa llenaría uno, si fuera completa. ¿Cuántos artículos no habrán
sido, pues, omitidos o truncados en su obra?
No se trata aquí de conjeturas. Hemos tenido ante
los ojos la traducción completa del Chambers y hemos hallado en el una
cantidad prodigiosa de cosas a desear en las ciencias; en las artes
liberales, una palabra donde se requerían páginas, y todo faltaba en las
artes mecánicas. Chambers ha leído libros, pero apenas ha visto
artistas, y hay muchas cosas que sólo en los talleres se aprenden. En
esta clase de obras, las omisiones tienen más importancia que en otras.
Un artículo omitido en un diccionario corriente lo hace solamente
imperfecto. En una Enciclopedia, rompe el encadenamiento y perjudica a
la forma y al fondo; y ha sido necesario todo el arte de Efraim Chambers
para atenuar este defecto.
Pero, sin extendernos más sobre la Enciclopedia
inglesa, declaramos que la obra de Chambers no es la base única sobre la
que nosotros hemos edificado; que hemos rehecho gran número de
artículos; que no hemos utilizado casi ninguno de los otros sin adición,
corrección o supresión, y que Chambers no pasa de figurar en la clase
de los autores que hemos consultado especialmente. Los elogios dirigidos
hace seis años al simple proyecto de la traducción de la Enciclopedia
inglesa, habrían sido para nosotros motivo suficiente para recurrir a
esta Enciclopedia más de lo que el bien de nuestra obra permitiera.
La parte matemática es la que nos ha parecido que
merecía más ser conservada; mas, por los considerables cambios que se
han hecho en este aspecto, podrá juzgarse la necesidad que tenían de una
revisión exacta esta parte y las otras.
Lo primero en que nos hemos apartado del autor
inglés es el árbol genealógico que ha trazado de las ciencias y de las
artes, y que hemos creído necesario sustituir por otro. Esta parte de
nuestro trabajo ha sido suficientemente explicada en las páginas
anteriores. Ofrece a nuestros lectores el cañamazo de una obra que sólo
se puede realizar en varios volúmenes in folio, y que debe de contener algún día todos los conocimientos de los hombres.
Ante una obra tan extensa, no hay nadie que no haga
con nosotros la reflexión siguiente. La experiencia diaria nos enseña
cuán difícil le es a un autor tratar profundamente de la ciencia o del
arte del que ha hecho, durante toda su vida, un estudio particular. ¿Qué
hombre puede, pues, ser lo bastante audaz o lo bastante obtuso como
para meterse a tratar solo de todas Sexta parte
De aquí hemos inferido que, para sostener un peso
tan grande como el que tenemos que llevar, era necesario repartirlo, e
inmediatamente hemos puesto los ojos en un número suficiente de sabios y
de artistas; de artistas hábiles y conocidos por sus talentos; de
sabios expertos en los géneros particulares que habíamos de confiar a
sus trabajos. Hemos asignado a cada uno la parte que le convenía;
algunos hasta estaban en posesión de la suya antes de que nosotros los
encargáramos de esta obra. No tardará el público en ver sus nombres, y
no tememos que nos lo reproche. Así, como cada cual se ha ocupado
solamente de lo que entendía, ha podido juzgar sanamente de lo que han
escrito los antiguos y los modernos y añadiría, a lo que de ellos han
sacado, conocimientos propios. Nadie se ha internado en el terreno de
otro ni se ha metido en lo que quizá no aprendió jamás, y hemos tenido
más método, más seguridad, más extensión y más detalles que los que
pueden encontrarse en la mayor parte de los lexicógrafos. Verdad es que
este plan ha reducido a poca cosa el mérito del editor, pero ha
aumentado mucho la perfección de la obra, y si al público le satisface,
nos parecerá suficiente nuestra gloria. En una palabra, cada uno de
nuestros colegas ha hecho un diccionario de la parte que le ha sido
encomendada, y nosotros hemos reunido todos esos diccionarios.
Creemos haber tenido buenas razones para seguir en
esta obra el orden alfabético. Nos ha parecido más cómodo y más fácil
para nuestros lectores que, deseosos de enterarse del significado de una
palabra, lo encontrarán más fácilmente en un diccionario alfabético que
en cualquier otro. Si hubiésemos tratado de todas las ciencias
separadamente, haciendo de cada una un diccionario particular, no sólo
hubiera tenido lugar en esta nueva clasificación el supuesto desorden de
la sucesión alfabética, sino que semejante método habría estado sujeto a
inconvenientes considerables por el gran número de palabras comunes a
diferentes ciencias, y que hubiera sido preciso repetir varias veces o
colocarlas al azar. Por otra parte, si hubiéramos tratado cada ciencia
separadamente y en una sucesión conforme al orden de las ideas y no al
de las palabras, la forma de esta obra habría sido aún menos cómoda para
el mayor número de nuestros lectores, que hubieran tenido gran
dificultad para encontrar algo en esta disposición, el orden
enciclopédico de las ciencias y de las artes hubiera ganado poco, y el
orden enciclopédico de las palabras, o más bien de los objetos por los
que las ciencias se comunican y se tocan, hubiera perdido muchísimo. En
cambio, nada más fácil en el orden que hemos seguido que satisfacer al
uno y al otro, como hemos explicado antes. Por lo demás, si se hubiera
querido hacer de cada ciencia y de cada arte un tratado particular en la
forma acostumbrada y simplemente reunir esos diferentes tratados con el
título de Enciclopedia, habría resultado mucho más difícil agrupar para
esta obra tan gran número de personas, y la mayor parte de nuestros
colegas habría preferido sin duda publicar separadamente su obra a verla
confundida con otras muchas. Además, siguiendo este último plan, nos
hubiéramos visto obligados a renunciar casi enteramente al uso que
queríamos hacer de la Enciclopedia inglesa, llevados tanto de la fama de
esta obra como el antiguo Prospectus, aprobado por el público y al que
deseábamos conformarnos. La traducción completa de esta Enciclopedia fue
puesta en nuestras manos por los editores que habían emprendido su
publicación. Nosotros la distribuimos a nuestros colegas, que han
preferido encargarse de revisarla, corregirla y aumentarla antes que
hacer un nuevo trabajo sin tener, por decirlo así, materiales
preparatorios. Verdad es que una gran parte de estos materiales les ha
sido inútil, pero al menos ha servido para hacerles emprender de mejor
grado el trabajo que se esperaba de ellos y que algunos se hubieran
negado quizá a realizar de haber previsto lo que iba a costarles. Por
otra parte, algunos de estos sabios, en posesión de su parte mucho antes
de que nosotros fuésemos editores, la tenían ya muy adelantada,
siguiendo el antiguo proyecto del orden alfabético. De suerte que nos
hubiera sido imposible cambiar este proyecto aun cuando hubiéramos
estado menos dispuestos a aprobarlo. Sabíamos, en fin, o al menos
teníamos razones para creerlo, que no se había opuesto ninguna
dificultad al autor inglés que nos servía de modelo por el orden
alfabético al que se había sometido. Todo se conjuraba, pues, para
obligarnos a dar esta obra conforme a un plan que habríamos seguido por
gusto si hubiésemos podido elegir.
La única operación en nuestro trabajo que supone
alguna inteligencia consiste en llenar los vacíos que separan dos
ciencias o dos artes y en reanudar la cadena en las ocasiones en que
nuestros colegas se han abandonado los unos a los otros ciertos
artículos que, pareciendo pertenecer igualmente a varios de ellos, no
han sido escritos por ninguno. Pero a fin de que la persona encargada de
una parte no sea considerada responsable de las faltas que pudieran
deslizarse en los trozos añadidos, tendremos el cuidado de señalar estos
trozos con una estrella o asterisco. Cumpliremos fielmente la palabra
empeñada: el trabajo ajeno será sagrado para nosotros, y no dejaremos de
consultar al autor si sucediera que, estando en curso la edición de su
obra, juzgáramos necesario algún cambio de consideración.
Las diferentes plumas que hemos empleado han puesto
en cada artículo el sello de su particular estilo, así como el propio
de la materia y del objeto de cada parte. Un procedimiento de química no
requiere el mismo tono que la descripción de los baños y de los teatros
antiguos, ni las manipulaciones de un cerrajero deben exponerse como
las investigaciones de un teólogo sobre puntos de dogma o de disciplina.
Cada cosa tiene su colorido, y sería confundir los géneros el
reducirlos a una cierta uniformidad. La pureza de estilo, la claridad y
la precisión son las únicas cualidades que pueden ser comunes a todos
los artículos, y esperamos que se echen de ver. Permitirse otra cosa
sería exponerse a la monotonía y al desagrado casi inseparables de las
obras largas y que la gran variedad de materias debe eliminar de la
presente.
Ya hemos dicho bastante para informar al público de
la naturaleza de una empresa, en la que se ha mostrado interesado; de
las ventajas generales que resultarían si estuviere bien hecha; del
éxito o del fracaso obtenidos por los que antes que nosotros la
intentaron; de la extensión de su objeto; del orden al que nos hemos
sometido; de la distribución que hemos hecho de cada parte, y de las
funciones de los editores. Vamos a pasar ahora a los principales
detalles de su realización.
Toda la materia de la Enciclopedia puede
reducirse a tres capítulos: las ciencias, las artes liberales y las
artes mecánicas. Comenzaremos por lo que se refiere a las ciencias y a
las artes liberales, y terminaremos por las artes mecánicas.
Mucho se ha escrito sobre las ciencias. Los
tratados sobre las artes liberales se han multiplicado hasta el
infinito, y la República de las letras está inundada de ellos. Pero,
¡cuán pocos exponen los verdaderos principios! ¡Cuántos son los que los
ahogan con la excesiva afluencia de palabras, o los pierden en las
tinieblas de la afectación! ¡Cuántos los que, con una autoridad
impresionante, ponen un error al lado de una verdad, y así, o la
desacreditan, o se acredita ella misma a favor de esta vecindad! Hubiera
sido preferible escribir menos y mejor.
Entre todos los escritores, hemos dado la
preferencia a los generalmente reconocidos como los mejores. De aquí se
han sacado los principios. A su exposición clara y precisa hemos añadido
ejemplos o autoridades aceptadas por todos. La costumbre vulgar
consiste en remitir a las fuentes, o en citar de una manera vaga, muy a
menudo errónea y casi siempre confusa; de suerte que, en las diferentes
partes que componen un artículo, no se sabe exactamente qué autor se
debe consultar sobre tal o cual punto, o si hay que consultarlos a
todos, lo que hace la comprobación muy larga y penosa. Nos hemos
empeñado todo lo posible en evitar este inconveniente, citando en el
texto mismo de los artículos los autores en cuyo testimonio nos hemos
fundado, reproduciendo su propio texto cuando era necesario; comparando
siempre las opiniones; contrapesando las razones; proponiendo medios
para dudar o para salir de la duda; a veces, incluso decidiendo la
cuestión; destruyendo en cuanto nos ha sido posible los errores y los
prejuicios, y tratando sobre todo de no multiplicarlos y de no
perpetuarlos protegiendo sin examen sentimientos rechazados o
proscribiendo sin razón opiniones aceptadas. No tememos extendernos
demasiado cuando el interés de la verdad y la importancia de la materia
lo exigen, sacrificando lo agradable cuando no ha sido posible hacerlo
compatible con la instrucción.
Haremos aquí una observación importante sobre las
definiciones. En los artículos generales de las ciencias nos hemos
ajustado al uso, constantemente aceptado en los Diccionarios y en las
otras obras, que exige comenzar el tratamiento de una ciencia por su
definición. La hemos dado también lo más simple y breve que nos ha sido
posible. Mas no se crea que la definición de una ciencia, sobre todo
abstracta, puede dar idea de la misma a los que no estén por lo menos
iniciados en ella. En efecto, ¿qué es una ciencia sino un sistema de
reglas o de hechos relativos a un cierto objeto, y cómo se podría dar
idea de este sistema a quien ignorase completamente lo que este sistema
comprende? Cuando se dice de la aritmética que es la ciencia de las
propiedades de los números, ¿se la da mejor a conocer al que la ignora
que si se definiera la piedra filosofal diciendo que es el secreto de
fabricar oro? La definición de una ciencia no consiste propiamente más
que en la exposición detallada de las cosas de que esta ciencia se
ocupa, lo mismo que la definición de un cuerpo es la descripción
circunstanciada del mismo, y nos parece deducir de este principio que lo
que llamamos definición de una ciencia estaría mejor colocado al final
que al comienzo del libro que de ella trata: sería entonces el resultado
extremadamente comprimido de todas las nociones adquiridas en tal
libro. Y por otra parte, ¿qué contienen en su mayoría esas definiciones,
fuera de expresiones vagas y abstractas cuya noción es frecuentemente
más difícil de fijar que la de la ciencia misma? Tales son las palabras ciencia, número y propiedad
en la citada definición de la aritmética. Los términos generales son,
sin duda, necesarios, y ya hemos visto en este Discurso cuál es su
utilidad; pero podríamos definirlos como un abuso forzado de los signos,
y la mayoría de las definiciones como un abuso, a veces voluntario y a
veces forzado, de los términos generales. Por lo demás, repetimos, en
este aspecto nos hemos atenido al uso, porque no nos incumbía a nosotros
cambiarlo y porque la forma misma de este Diccionario nos impedía
hacerlo. Pero aun respetando los prejuicios, no hemos temido exponer
aquí ideas que creíamos sanas. Continuemos dando cuenta de nuestra obra.
El imperio de las ciencias y de las artes es un
mundo alejado del vulgo, en el que todos los días se hacen
descubrimientos, pero del que tenemos muchos relatos fabulosos. Era
importante asegurar los verdaderos, prevenir sobre los falsos, fijar
puntos de partida y facilitar así la exploración de lo que falta por
encontrar. No se citan hechos, no se comparan experiencias, no se
imaginan métodos, sino para impulsar al genio a abrirse caminos
ignorados y a lanzarse a nuevos descubrimientos, considerando como
primer paso aquel en que los grandes hombres han terminado su carrera.
Ésta es también la finalidad que nos hemos propuesto nosotros, uniendo a
los principios de las ciencias y de las artes liberales la historia de
su origen y de sus sucesivos progresos, y si lo hemos conseguido, los
buenos entendimientos no se ocuparán más de buscar lo que se sabía antes
de ellos. En las producciones futuras sobre las ciencias y sobre las
artes liberales, será fácil deslindar lo que los autores han sacado de
su propio acervo de lo que han tomado de sus predecesores: se apreciarán
los trabajos, y esos hombres ávidos de fama y desprovistos de genio que
publican audazmente sistemas viejos como ideas nuevas, serán pronto
desenmascarados. Pero para llegar a estas desventajas ha sido preciso
dar a cada materia una extensión conveniente, insistir sobre lo
esencial, desdeñar las minucias y evitar un defecto bastante corriente:
el de detenerse demasiado sobre lo que no requiere más de una palabra,
demostrar lo que no se discute y comentar lo que está claro. No hemos ni
economizado ni prodigado las aclaraciones. Se verá que eran necesarias
dondequiera que las hemos puesto, y que eran superfluas allí donde no se
encuentren. Nos hemos guardado también de acumular pruebas donde hemos
creído que bastaba un razonamiento sólido, multiplicándolas solamente en
las ocasiones en que su fuerza dependía de su número y de su
correlación.
Los artículos que se refieren a los elementos de
las ciencias han sido trabajados con todo cuidado; son, en efecto, la
base y el fundamento de los demás. Por esta razón los elementos de una
ciencia sólo pueden exponerlos bien los que han llegado mucho más allá,
pues encierran el sistema de los principios generales que se extienden a
las diferentes partes de la ciencia; y para conocer la manera más
favorable de presentar estos principios, es preciso haber hecho de ellos
una aplicación muy extensa y muy variada.
Estas son las precauciones que teníamos que tomar.
Estas son las riquezas con las que podíamos contar. Pero nos han salido
otras que nuestra empresa debe, por decirlo así, a su buena suerte. Se
trata de manuscritos que nos han sido comunicados por aficionados o
proporcionados por sabios, entre los cuales nombraremos aquí a M.
Formey, secretario perpetuo de la Real Academia de Ciencias y Bellas
Letras de Prusia. Este ilustre académico había pensado hacer un
diccionario poco más o menos como el nuestro y nos ha sacrificado
generosamente la parte considerable que ya tenía hecha, y por la cual no
dejaremos de rendirle homenaje. Hay, además, investigaciones,
observaciones, que cada artista encargado de una parte de nuestro
Diccionario guardaba en su gabinete y que ha tenido a bien publicar por
esta vía. A este número pertenecen todos los artículos de gramática
general y particular. Creemos poder asegurar que ninguna obra conocida
será ni tan rica ni tan instructiva como la nuestra sobre las reglas y
los usos de la lengua francesa, y hasta sobre la naturaleza, el origen y
la filosofía de las lenguas en general. Haremos partícipe al público,
tanto sobre ciencias como sobre artes liberales, de varios caudales
literarios de los que quizá no hubiera nunca tenido conocimiento.
Pero no contribuirá menos a la perfección de estas
dos importantes ramas el amable concurso que hemos recibido de todas
partes: protección de los grandes, acogida y colaboración de varios
sabios; bibliotecas públicas, gabinetes particulares, recopilaciones,
legajos, etcétera: todo nos lo han puesto a nuestra disposición, tanto
los que cultivan las letras como los que las aman. Con un poco de
habilidad y mucho gasto, nos hemos procurado lo que no pudimos conseguir
de la pura benevolencia, y las recompensas han colmado casi siempre las
inquietudes reales o las alarmas simuladas de aquellos a quienes
teníamos que consultar.
M. Falconet, médico de consulta del rey y miembro
de la Real Academia de Bellas Artes, poseedor de una biblioteca tan
numerosa y extensa como sus conocimientos, y de la cual hace un uso
todavía más estimable, el de ponerla sin reserva a disposición de los
sabios, nos ha prestado en este sentido toda la ayuda que podíamos
desear. Este ciudadano, hombre de letras que une a la erudición más
variada las cualidades de hombre inteligente y de filósofo, ha tenido la
consideración de examinar algunos de nuestros artículos y de darnos
consejos y aclaraciones útiles.
No estamos menos obligados al abate M. Sallier,
conservador de la biblioteca del rey. Con esa cortesía que le es propia,
y animada además por el placer de favorecer una gran empresa, nos ha
permitido elegir, entre los tesoros de que es depositario, todo lo que
podía dar luz o gracia a nuestra Enciclopedia. Cuando se sabe así
prestarse a los propósitos del príncipe, se justifica, incluso podríamos
decir se honra su elección. Las ciencias y las bellas artes se
excederán colaborando a ilustrar con sus producciones el reinado de un
soberano que las favorece. En cuanto a nosotros, espectadores e
historiadores de sus progresos, nos ocuparemos solamente de trasmitirlos
a la posteridad. Que ella diga, al abrir nuestro Diccionario: Tal era entonces el estado de las ciencias y de las bellas artes.
Que añada sus descubrimientos a los que nosotros hayamos consignado, y
que la historia del espíritu humano y de sus producciones vaya de época
en época hasta los siglos más remotos. Que la Enciclopedia se convierta
en un santuario donde los conocimientos de los hombres estén al abrigo
de los tiempos y de las revoluciones ¿No nos sentiremos demasiado
halagados por haber puesto las bases? ¡Qué grande ventaja hubiera sido
para nuestros padres y para nosotros que los trabajos de los pueblos
antiguos, de los egipcios, caldeos, griegos, romanos, etcétera, hubieran
sido trasmitidos en una obra enciclopédica que expusiera al mismo
tiempo los verdaderos principios de sus lenguas! Hagamos pues para los
siglos venideros lo que lamentamos que los siglos pasados no hayan hecho
para el nuestro. Hasta nos atrevemos a decir que, si los antiguos
hubiesen hecho una enciclopedia como hicieron otras grandes cosas, y si
sólo este manuscrito se hubiese salvado de la famosa Biblioteca de
Alejandría, habría bastado a consolarnos de la pérdida de los otros.
He aquí lo que teníamos que exponer al público
sobre las ciencias y las bellas artes. La parte referente a las artes
mecánicas no exigía ni menos detalles ni menos cuidados. Puede que jamás
se hayan encontrado tantas dificultades juntas, y tan poca ayuda en los
libros para vencerlas. Se ha escrito demasiado sobre las ciencias; no
se ha escrito bastante bien sobre la mayoría de las artes liberales; no
se ha escrito casi nada sobre las artes mecánicas; porque ¿qué significa
lo poco que se encuentra en los autores comparado con la extensión y la
fecundidad del tema? Entre los que han tratado de él, el uno no estaba
lo bastante enterado de lo que tenía que decir y, más que cumplir su
cometido, lo que ha hecho es demostrar la necesidad de una obra mejor.
El otro no ha hecho más que tocar la materia, tratándola como gramático y
hombre de letras que como artista. El tercero es en verdad más rico en
saber y más trabajador, pero es al mismo tiempo tan breve, que las
operaciones de los artistas y la descripción de sus máquinas, materia
suficiente para dar lugar ella sola a obras considerables, ocupa
solamente una parte muy pequeña de la suya. Chambers no ha añadido casi
nada a lo que ha traducido de nuestros autores. Todo nos llevaba, pues, a
recurrir a los obreros.
Nos hemos dirigido a los más hábiles de París y del
reino. Nos hemos tomado la molestia de ir a sus talleres, de
interrogarlos, de escribir a su dictado, de desarrollar sus ideas, de
sacar de ellos los términos propios de sus oficios, de trazar cuadros y
de definirlos, de conversar con aquellos que conservaban mejor los
recuerdos, y (precaución casi indispensable) de rectificar, en largas y
frecuentes conversaciones con unos, lo que otros habían explicado de
manera oscura, imperfecta y a veces poco fiel. Hay artesanos que son al
mismo tiempo hombres de letras, y podríamos citarlos aquí; pero el
número sería muy pequeño. La mayoría de los que se dedican a las artes
mecánicas las han abrazado por necesidad y no operan más que por
instinto. Entre mil apenas hallaremos una docena capaces de explicarse
con algo de claridad sobre los objetos que emplean y sobre las cosas que
fabrican. Hemos visto obreros que trabajan desde hace más de cuarenta
años sin saber nada de sus máquinas. Ha habido necesidad de ejercer con
ellos la función de que se enorgullecía Sócrates, la función penosa y
delicada de hacer parir a los espíritus: obstetrix animorum.
Pero hay oficios tan particulares y maniobras tan
delicadas, que a menos que trabaje uno mismo, que se mueva una máquina
con las propias manos y se vea formar la obra ante los propios ojos, es
dificil hablar de ella con precisión. De modo que más de una vez ha sido
necesario procurarse las máquinas, construirlas, poner manos a la obra;
hacerse, por decirlo así, aprendiz y realizar por sí mismo varias obras
para enseñar a los demás como se hacen buenas.
De esta manera nos hemos convencido de la
ignorancia en que se está sobre la mayor parte de las cosas de la vida, y
de la dificultad de salir de esa ignorancia. De esta manera nos hemos
puesto en condiciones de demostrar que el hombre de letras que mejor
sabe su lengua no conoce ni la vigésima parte de las palabras; que,
aunque cada arte tenga las suyas, esta lengua es todavía muy imperfecta;
que los obreros se entienden gracias a la costumbre de conversar unos
con otros, y mucho más por el rodeo de las conjeturas que por el uso de
los términos precisos. En un taller, lo que habla es el momento, no el
artista.
He aquí el método que se ha seguido para cada arte. Se ha tratado:
1° De la materia, de los lugares en que se
encuentra, de la manera como se prepara, de sus buenas y malas
cualidades, de sus diferentes especies, de las operaciones a que se la
somete, bien antes de emplearla o al emplearla.
2° De las principales obras que con ella se hacen y de la manera de hacerlas.
3° Hemos dado el nombre, la descripción y la forma
de las herramientas y de las máquinas, por piezas separadas y por piezas
ensambladas; el corte de los moldes y la sección de los moldes y de
otros instrumentos de los que importa conocer el interior, el perfil,
etcétera.
4° Hemos explicado y representado la mano de obra y
las principales operaciones en una o varias planchas, en las que se ve,
ya sólo las manos del artista, ya al artista entero en acción y
trabajando en la obra más importante de su arte.
5°Hemos recogido y definido lo más exactamente posible los términos propios del oficio.
Pero como hay poca costumbre tanto de escribir como
de leer escritos sobre las artes, las cosas han resultado difíciles de
explicar de una manera inteligible. De aquí nace la necesidad de las
figuras. Podría demostrarse con mil ejemplos que un diccionario
compuesto pura y simplemente de definiciones, por muy bien hecho que
esté, no puede prescindir de las figuras sin caer en las descripciones
oscuras o vagas; con cuanta más razón necesitábamos nosotros esta ayuda.
Una mirada al objeto o a su representación dice más que toda una página
de explicaciones.
Enviamos los dibujantes a los talleres. Se sacaron
croquis de las máquinas y de las herramientas: no se omitió nada de lo
que pudiera mostrarlas distintamente a la vista. Cuando una máquina
merece muchos detalles por la importancia de su uso y por el gran número
de sus partes, hemos pasado de lo simple a lo compuesto. Hemos
comenzado por reunir en una primera figura tantos elementos como podían
percibirse sin peligro de confusión. En una segunda figura se aprecian
los mismos elementos con algunos otros. De esta manera se ha formado
sucesivamente la máquina más complicada, sin que resulte confusa para la
inteligencia ni para los ojos. A veces hay que elevarse del
conocimiento de la obra al de la máquina, y otras, descender del
conocimiento de la máquina al de la obra. Bajo el artículo Arte, se
hallarán varias consideraciones sobre las ventajas de estos métodos, y
sobre casos en que se debe preferir el uno al otro.
Nociones hay que son comunes a casi todos los
hombres y que éstos tienen en la cabeza con más claridad que las que
pudieran darles las explicaciones. Hay también objetos tan familiares,
que sería ridículo trazar su figura. Las artes ofrecen otros tan
complejos que sería inútil tratar de representarlos. En los dos primeros
casos hemos supuesto que el lector no estaba completamente desprovisto
de buen sentido y de experiencia, y en el último, remitimos al lector al
objeto mismo. En todo hay un justo medio, y hemos tratado de no
perderlo aquí. Un solo arte del que quisiéramos representarlo y decirlo
todo requeriría volúmenes de explicaciones y de láminas. No
terminaríamos jamás si nos propusiéramos representar con figuras todos
los estados por que pasa un pedazo de hierro antes de transformarse en
aguja. Muy bien que el artículo siga el procedimiento del artista con el
más minucioso detalle. En cuanto a las figuras las hemos limitado a los
movimientos importantes del obrero y a los de la operación, que es muy
fácil pintar y muy difícil explicar. Nos hemos atenido a las
circunstancias esenciales, a aquéllas cuya representación, cuando está
bien hecha, implica necesariamente el conocimiento de las que no se ven.
No hemos querido parecernos a un hombre que fuese dejando señales a
cada paso en un camino por miedo de que los viajeros se extraviasen.
Basta con que las haya allí donde hubiera peligro de perderse.
Por lo demás, es la práctica lo que hace al
artista, y la práctica no se aprende en los libros. En nuestra obra el
artista encontrará solamente aspectos que quizá no hubiera conocido
nunca, y observaciones que sólo hubiera hecho al cabo de varios años de
trabajo. Ofrecemos al lector estudioso lo que hubiera aprendido de un
artista viéndolo trabajar para satisfacer su curiosidad, y al artista,
lo que sería de desear que aprendiera del filósofo para acercarse a la
perfección.
Hemos distribuido en las ciencias y en las artes
liberales las figuras y las láminas según el mismo espíritu y la misma
economía que en las artes mecánicas; sin embargo no hemos podido reducir
el número de unas y otras a menos de seiscientas. Los dos volúmenes que
formarán no serán la parte menos interesante de la obra, por el cuidado
que tendremos de poner en el dorso de cada lámina la explicación de
cada una de las que irán enfrente, con referencias a los lugares del
Diccionario con los que se relaciona cada figura. Un lector abre un
volumen de láminas, ve una máquina que despierta su curiosidad; por
ejemplo, una fábrica de pólvora, de papel, de seda, de azúcar, etcétera;
enfrente leerá: figura 50, 51 o 60, etcétera; fábrica de pólvora,
fábrica de azúcar, fábrica de papel, fábrica de seda, etcétera. A
continuación encontrará una explicación sucinta de estas máquinas con
las remisiones a los artículos Pólvora, Azúcar, Papel, Seda, etcétera.
El grabado responderá a la perfección de los
dibujos, y esperamos que las láminas de nuestra Enciclopedia superarán
en belleza las del diccionario inglés tanto como las aventajan en
número. Chambers tiene treinta láminas; el antiguo proyecto prometía
ciento veinte, y nosotros daremos por lo menos seiscientas. No es de
extrañar que el camino se haya alargado bajo nuestros pasos: es inmenso,
y no tenemos la pretensión de haberlo recorrido todo.
A pesar de los auxilios y de los trabajos de que
acabamos de dar cuenta, declaramos sin inconveniente alguno, en nombre
de nuestros colegas y en el nuestro, que se nos encontrará siempre
dispuestos a reconocer nuestra insuficiencia y a aprovechar las luces
que se nos presten. Las recibiremos con gratitud y nos conformaremos a
ellas con docilidad, pues estamos convencidos de que la última
perfección de una enciclopedia es obra de siglos. Siglos han sido
necesarios para empezar, siglos lo serán para terminar; pero estamos
satisfechos de haber contribuido a poner los cimientos de una obra útil.
Tendremos siempre la satisfacción interior de no
haber omitido nada y de cumplir nuestros propósitos; una de las pruebas
que aportaremos es que algunas partes de las ciencias y de las artes han
sido vueltas a hacer hasta tres veces. No podemos menos de consignar,
en honor de los libreros asociados, que jamás dejaron de prestarse a lo
que pudiera contribuir a perfeccionarlas todas. Es de esperar que el
concurso de tantas circunstancias, tales como las luces de los que han
trabajado en la obra, el apoyo de las personas que se han interesado por
ellas, y la emulación de los editores y de los libreros, producirá
algún buen resultado. De todo lo que precede se deduce que, en la obra
que anunciamos, se ha tratado de las ciencias y de las artes en forma
que no presupone ningún conocimiento preliminar; que en ella se expone
lo que importa saber de cada materia; que los artículos se explican unos
con otros, y que, por consiguiente, no estorba en ninguna parte la
dificultad de la nomenclatura. De donde inferimos que esta obra podrá,
al menos algún día, hacer las veces de biblioteca para un hombre
profano, y en todos los géneros, excepto el suyo, para un sabio
profesional; que desarrollará los verdaderos principios de las cosas;
que indicará las relaciones; que contribuirá a la certidumbre y al
progreso de los conocimientos humanos, y que multiplicando el número de
los verdaderos sabios, de los artistas distinguidos y de los aficionados
inteligentes, dará a la sociedad nuevas ventajas.
Sólo nos queda nombrar a los sabios a quienes el
público debe esta obra tanto como a nosotros. Al nombrarlos seguiremos
en lo posible el orden enciclopédico de las materias de que se han
encargado. Nos hemos decidido por este orden a fin de que no parezca que
queríamos establecer entre ellos ninguna distinción de rango y de
mérito. Los artículos de cada uno serán designados en el cuerpo de la
obra con letras especiales, cuya lista se encontrará inmediatamente a
continuación de este Discurso.
Debemos la historia natural a M. Dauventon, doctor
en medicina, de la Real Academia de Ciencias, conservador y demostrador
del gabinete de historia natural, colección inmensa, reunida con mucha
inteligencia y esmero y que, en manos tan inteligentes, no puede menos
de llegar al más alto grado de perfección. M. Dauventon es el digno
colega de M. de Buffon en la gran obra sobre Historia natural, cuyos
tres primeros volúmenes ya publicados han alcanzado sucesivamente tres
ediciones rápidas y cuya continuación espera impaciente el público. En
el Mercure de marzo de 1751, se ha publicado el articulo Abeja que ha
hecho M. Dauventon para la Enciclopedia, y el éxito general de este
articulo nos ha inducido a insertar en el segundo volumen del Mercure de
junio de 1751 el articulo Ágata. Por este último se ha visto que M.
Dauventon sabe enriquecer la Enciclopedia con observaciones y
consideraciones nuevas e importantes sobre la parte de que él se ha
encargado, asi como en el articulo Abeja se vio la precisión y la
claridad con que sabe presentar lo conocido.
La teología es de M. Mallet, doctor en teología por
la Facultad de París, de la casa y sociedad de Navarre, y profesor real
de teología de Paris. Su solo saber y mérito, sin ninguna solicitación
por su parte, le han valido el nombramiento para la cátedra que ocupa,
lo que no es poco decir en honor suyo en el siglo en que vivimos. El
abate Mallet es también autor de todos los articulos de historia antigua
y moderna, materia en que es muy versado, como se verá muy pronto por
la importante y curiosa obra que prepara en, este género. Por lo demás,
se observará que los artículos de historia de nuestra Enciclopedia no se
extienden a los nombres de los reyes, de los sabios y de los pueblos,
objeto especial del Diccionario de Moreri, y que hubieran duplicado casi
el volumen del nuestro. Debemos, en fin, al abate Mallet todos los
artículos que conciernen, a la poesía, a la elocuencia y a la literatura
en general. Ha publicado ya en este género dos obras útiles y llenas de
reflexiones acertadas. Una de ellas es su Essai sur l'étude des
Belles-Lettres y la otra sus Principes pour la lecture des poètes. Por
los detalles que acabamos de dar, se ve cuán útil ha sido a esta obra el
abate Mallet por la variedad de sus conocimientos y sus talentos, y
cuanto le debe la Enciclopedia. No podría estarle más obligada.
La gramática es de M. Du Marsais, al que basta con nombrar.
La metafísica, la lógica y la moral, del abate
Yvon, metafísico profundo y, lo que es más raro aún, de una suma
claridad. Puede juzgarse por los artículos que le pertenecen en este
primer volumen, entre otros por el artículo Actuar, al cual remitimos,
no por referencias, sino porque, siendo corto, puede poner de manifiesto
en un momento hasta qué punto es sana la filosofía del abate Yvon y
clara y precisa su metafísica. El abate Pestré, digno por su saber y por
su mérito de secundar al abate Yvon, le ha ayudado en varios artículos
de moral. Aprovechemos esta ocasión para advertir que el abate Yvon
prepara, juntamente con el abate de Prades, una obra sobre la religión
doblemente interesante por ser sus autores dos hombres inteligentes y
filósofos.
La jurisprudencia es de M. Toussaint, abogado de
los tribunales y miembro de la Real Academia de Ciencias y de Bellas
Letras de Prusia, título que debe a la extensión de sus conocimientos y a
su talento para escribir, que le han valido un nombre en la literatura.
La heráldica es de M. Eidous, rey de armas de Su
Majestad Católica, y a quien la República de las letras debe la
traducción de varias buenas obras de diferentes géneros.
La aritmética y la geometría elemental han sido
revisadas por el abate de La Chapelle, censor real y miembro de la Real
Sociedad de Londres. Sus lnstitutions de géométrie y su Traité des
Sections Coniques han justificado con su éxito la aprobación que la
Academia de Ciencias ha dado a estas dos obras.
Los artículos acerca de fortificaciones, táctica y
en general de arte militar, son de M. Le Blond, profesor de matemáticas
de los pajes de la gran caballeriza del rey. M. Le Blond es muy conocido
por el público por varias obras justamente estimadas, entre otras por
sus Eléments de Fortification, reimpresos varias veces; por su Essai sur
la Castramétation; por sus Eléments de la Guerre de Sièges y por su
Arithmétique et Géométrie de l'officer, que la Academia de Ciencias ha
aprobado con elogio.
La talla de las piedras es de M. Goussier, muy
versado y muy inteligente en todas las partes de las matemáticas y de la
física, y a quien esta obra debe mucho más, como veremos más adelante.
La jardinería y la hidráulica son de M.
d'Argenvine, consejero del rey, letrado del Real Tribunal de Cuentas de
París, de las Reales Sociedades de Ciencias de Londres y de Montpellier,
de la Academia de los Arcades de Roma. Es autor de una obra, titulada:
Théorie et practique du jardinage, con un tratado de hidráulica cuya
utilidad y cuyo mérito son reconocidos por sus cuatrro ediciones hechas
en París, y sus dos traducciones, una al inglés y otra al alemán. Como
esta obra no se ocupa más que de los jardines de propiedad, y como el
autor considera la hidráulica en relación con los jardines en la
Eniclopedia, ha generalizado sobre estas dos materias, hablando de toda
clase de jardines y huertas; además, se encontrará también en su
artículo un nuevo método de podar los árboles, y figuras nuevas por él
inventadas. También ha ampliado la parte sobre hidráulica, hablando de
las mejores máquinas europeas para elevar agua, así como de presas y
otras obras hidráulicas. M. d'Argenville es, asimismo, ventajosamente
conocido por el público por otras obras de diferentes géneros, entre
ellas por su Historia natural, esclarecida en dos de sus principales
partes: la litología y la conquiliología. El éxito de la primera parte
de esta historia ha animado al autor a darnos pronto la segunda, que
tratará de los minerales.
Séptima parte
La marina es de M. Bellin,
censor real e ingeniero de marina, a cuyos trabajos se deben varios
mapas que los sabios y los navegantes han recibido con gran interés. Ya
se verá en nuestros grabados de marina lo bien que conoce esta parte.
La relojería y la descripción de los instrumentos
de astronomía son de M. J.-B. Le Roy, que es uno de los hijos del
célebre M. Julien Le Roy, y que a las enseñanzas recibidas en este
género de un padre tan estimado en toda Europa, une muchos conocimientos
de matemáticas y de física, así como un espíritu muy cultivado por el
estudio de las bellas letras.
La anatomía y la fisiología son de M. Tarin, doctor
en medicina, cuyas obras sobre estas materias son conocidas y aprobadas
por los sabios.
La medicina, la materia médica y la farmacia, de M.
de Vandenesse, médico director de la Facultad de Medicina de París, muy
enterado de la teoría y la práctica de su arte.
La cirujía, de M. Louis, cirujano graduado,
demostrador real del colegio de Saint-Côme, y comisario consejero de las
publicaciones de la Real Academia de Cirugía. M. Louis, ya muy
estimado, aunque muy joven, por sus compañeros más expertos, fue
encargado de la parte quirúrgica de este Diccionario por elección de M.
de la Peyronie, a quien tanto debe la cirugía y que ha hecho un gran
servicio a la cirugía y a la Enciclopedia al incorporarse a M. Louis a
una y otra.
La química es de M. Malouin, médico director de la
Facultad de Medicina de París, censor real y miembro de la Real Academia
de Ciencias; autor de un tratado de química del que se han hecho dos
ediciones, y de una química médica que los franceses y los extranjeros
han apreciado mucho.
La pintura, la escultura, el grabado, son de M.
Landois, que al conocimiento de estas bellas artes une una gran
inteligencia y talento para escribir.
La arquitectura, de M. Blondel, célebre arquitecto,
no sólo por varias obras que ha hecho en París y por otras realizadas
con arreglo a planos suyos en diferentes países, sino además por su
Traité de la Décoration des édifices, cuyas láminas ha grabado él mismo,
obras muy estimadas. También se le debe la última edición de Daviler y
tres volúmenes de la Architecture française, en seiscientas láminas;
estos tres volúmenes irán pronto seguidos de otros cinco. El amor al
bien público y el deseo de contribuir al crecimiento de las artes en
Francia, le han hecho establecer en 1744 una escuela de arquitectura,
que en poco tiempo ha llegado a ser muy frecuentada. M. Blondel, además
de enseñar la arquitectura a sus discípulos, ha encargado a hombres
expertos la enseñanza de algunas partes de las matemáticas, como la
fortificación, la perspectiva, la talla de las piedras, la pintura y la
escultura, etcétera, en lo que se refiere al arte de la construcción. En
ningún aspecto se hubiera podido hacer mejor elección para la
Enciclopedia.
M. Rousseau, de Ginebra, de quien ya hemos hablado y
que posee la teoría y la práctica de la música desde el punto de vista
del filósofo y del hombre de talento, nos ha dado los artículos que se
refieren a esta ciencia. Publicó hace algunos años una obra titulada:
Dissertation sur la musique moderne, a la que sólo le hubiera faltado,
para ser bien recibida, no haber encontrado la prevención a favor de
otra más antigua.
Además de los sabios que acabamos de nombrar, hay
otros que han dado a la Enciclopedia artículos enteros por los que no
dejaremos de rendirles homenaje.
M. Le Monnier, de las Reales Academias de Ciencias
de París y de Berlín y de la Real Sociedad de Londres, médico de cámara
de Su Majestad en Saint-Germain-en Laye, nos ha dado los artículos que
se refieren al imán y a la electricidad, dos
importantes materias que ha estudiado con mucho fruto y sobre las cuales
ha presentado excelentes memorias a la Academia de Ciencias de que es
miembro.
En este volumen hemos advertido que los artículos Imán y Aguja imantada son enteramente suyos, y lo mismo haremos en cuanto a los que le pertenecen en los otros volúmenes.
M. de Cahusac, de la Academia de Bellas Letras de
Montauban, autor de Zénéide, que el público ve y aplaude tan a menudo en
la escena francesa, de las Fêtes de l'amour et de l´hymen y de otras
muchas obras que han tenido mucho éxito en el teatro lírico, nos ha dado
los artículos Ballet, Danza, Ópera, Decoración, y otros varios
menos considerables que se relacionan con estos cuatro principales; nos
cuidaremos de señalar cada uno de los que le debemos. En el segundo
volumen se encontrará el artículo Ballet, en el que ha puesto
muchos hallazgos curiosos y observaciones importantes. Esperamos que se
apreciará en toda su extensión el profundo y razonado estudio que ha
hecho del teatro lírico.
Al comienzo de cada volumen se encontrarán los
nombres de los sabios a los que el público debe esta obra tanto como a
nosotros, y cuyo número y celo aumentan cada día.
Yo he hecho o revisado todos los artículos de matemáticas y de física general, y también algunos artículos, pero muy pocos, que faltaban en las otras partes. En los artículos de matemática trascendente,
me he esforzado en dar el espíritu general de los métodos, en indicar
las mejores obras en las que se puede encontrar los detalles más
importantes sobre cada objeto, y que no tenían por qué entrar en esta
Enciclopedia; en aclarar lo que me ha parecido no estaba suficientemente
claro o no lo estaba en absoluto; en dar, en fin, hasta donde me ha
sido posible, en cada materia, principios metafísicos exactos, o sea
simples.
Pero este trabajo, aun siendo muy considerable, lo
es mucho menos que el de mi colega M. Diderot. Es el autor de la parte
más extensa de esta Enciclopedia, la más importante, la más deseada del
público y me atrevo a decir que la más difícil de realizar: la descripción de las artes.
M. Diderot la ha hecho basándose en informes que le han dado obreros o
aficionados, o en los conocimientos que él mismo ha ido a buscar en los
obreros, o, finalmente, en herramientas que se ha tomado el trabajo de
ver y de las que a veces ha hecho construir modelos para estudiarlos
mejor. A esta tarea, que es inmensa y que ha llevado a cabo con mucho
esmero, ha añadido otra que no lo es menos, haciendo en las diferentes
partes de la Enciclopedia un prodigioso trabajo con un valor propio de
los más bellos siglos de la filosofía, un desinterés que honra a las
letras y un celo digno de la gratitud de todos los que las aman o las
cultivan, y en particular de las personas que han colaborado en el
trabajo de la Enciclopedia. En los diferentes volúmenes de esta obra se
verá cuán considerable es el número de artículos que le debe. Entre
estos artículos, los hay muy extensos, y en gran cantidad. El gran éxito
del artículo Arte, que él había publicado separadamente unos
meses antes de la publicación del primer volumen, le ha animado a poner
en los otros todo su esmero, y creo poder asegurar que son dignos de
compararse con aquél, aunque en géneros diferentes. Es inútil contestar
aquí a la injusta crítica de algunos profanos que, sin duda poco
acostumbrados a todo lo que exige la más ligera atención, han encontrado
este artículo Arte demasiado razonado y demasiado filosófico,
como si fuera posible que fuese de otro modo. Todo artículo que tiene
por objeto un término abstracto y general no puede ser bien tratado sin
remontarse a principios filosóficos, siempre un poco difíciles para los
que no tienen la costumbre de reflexionar. Por lo demás, debemos
reconocer que hemos visto con gusto cómo gran número de gentes no
letradas han entendido perfectamente este artículo. En cuanto a los que
lo han criticado, deseamos que encuentren el mismo reproche que hacemos
sobre los artículos que tengan un tema parecido.
Otras varias personas, sin habernos dado artículos
enteros, han aportado una importante colaboración a la Enciclopedia. Ya
hemos hablado en el Prospectus y en este Discurso del abate Sallier y de
M. Formey.
El conde de Hérouville de Claye, teniente general
de los ejércitos e inspector general de Infantería, al que sus profundos
conocimientos en el arte militar no le impiden cultivar con éxito las
letras y las ciencias, nos ha facilitado memorias muy curiosas sobre mineralogía
de la que ha hecho realizar en relieve varios trabajos, sobre el cobre,
el alumbre, el vitriolo, la caparrosa, etcétera, en catorce fábricas.
Se le deben también varias memorias sobre la colza, la rubia, etcétera.
M. Dupin, administrador general de monopolios,
conocido por su amor a las letras y al bien público, ha facilitado todas
las informaciones necesarias sobre las salinas.
M. Morand, que tanto honra a la cirugía de París y a
las diferentes academias de que es miembro, ha aportado algunas
observaciones importantes, que se encuentran en el artículo Arteriotomía.
M. Prades y M.Yvon, de los que ya hemos hablado con
el elogio que merecen, han aportado algunas memorias sobre la historia
de la filosofía y otras sobre religión. El abate Pestré nos ha dado
también algunas memorias sobre filosofía, que indicaremos en los
volúmenes siguientes.
M. Deslandes, comisario de marina, ha proporcionado
sobre esta materia observaciones importantes que han sido utilizadas.
La fama que le han valido sus diferentes obras debe inducir a buscar
todo lo suyo.
M. Le Lomain, ingeniero jefe de la isla de la Grenade, ha dado todas las informaciones necesarias sobre los azúcares y sobre otras varias máquinas que ha tenido ocasión de ver y examinar en sus viajes, como filósofo y como observador atento.
M. Venelle, muy versado en física y en química,
sobre las cuales ha presentado a la Academia excelentes trabajos ha
aportado noticias útiles e importantes sobre mineralogía.
M. Goussier, ya nombrado al hablar de la talla de las piedras,
y que une la práctica del dibujo a muchos conocimientos de mecánica, ha
dado a M. Diderot el diseño de varios instrumentos y su explicación.
Pero se ha ocupado especialmente de las figuras de la Enciclopedia,
revisándolas todas y dibujándolas casi todas; de la guitarrería en
general y de la construcción del órgano, máquina inmensa que ha descrito
en colaboración con M. Thomas.
M. Rogeau, excelente profesor de matemática, ha aportado materiales sobre acuñación de moneda, y varias figuras que ha dibujado él mismo o que ha hecho dibujar.
Como es de suponer, en lo que concierne a la imprenta y a la librería, los libreros asociados nos han prestado una valiosa cooperación.
M. Prevost, inspector de vidrierías, ha facilitado informaciones sobre este importante arte.
Para la redacción del artículo Cervecería ,
se ha utilizado una memoria de M. Longchamp, al que una fortuna
considerable y mucha aptitud para las letras no han apartado de la
profesión de sus padres.
M. Buison, fabricante de Lyon e inspector de manufacturas, ha facilitado datos sobre la tintorería, la fabricación de tejidos y de estofas ricas, sobre la manipulación de la seda, su filatura, fabricación, etcétera, y observaciones sobre las artes relativas a las precedentes, como las de dorar los lingotes, batir el oro y la plata, reducirlos a hilo, etcétera.
M. La Bassée ha dado los artículos de pasamanería, que sólo conocen en detalle los que se han dedicado particularmente a ella.
M. Douet ha aportado su saber en el arte de fabricar gasas , que él ejerce.
M. Barrat, obrero excelente en su género, ha
montado y desmontado varias veces, en presencia de M. Diderot, la
admirable máquina de hacer medias.
M. Pichard, fabricante de bonetería, ha suministrado información sobre la misma.
M. Bonnet y M. Laurent, obreros de la seda, han
montado y hecho funcionar ante M. Diderot un telar para terciopelo,
etcétera, y otro para brocado; se verá el detalle de los mismos en el
artículo Terciopelo.
M. Papillon, célebre grabador en madera, ha dado una memoria sobre la historia y la práctica de su arte.
M. Hill, de nacionalidad inglesa, ha ofrecido una
vidriería inglesa reproducida en relieve y todos sus instrumentos, con
las explicaciones necesarias.
M. de Puisieux, Charpentier, Mabile y de Vienne han
ayudado a M. Diderot en la descripción de varias artes. M. Eidous ha
hecho enteramente los artículos de herrería y de doma de caballos, y M. Arnauld, de Sentis, los concernientes a la pesca y a la caza.
Explicación detallada del sistema de conocimientos humanos
Los seres físicos actúan sobre los sentidos. Las
impresiones de aquellos seres excitan las percepciones de éstos en el
entendimiento. El entendimiento se ocupa de sus percepciones sólo de
tres maneras, según sus tres facultades principales: la memoria, la
razón, la imaginación. O el entendimiento hace, con la memoria,
enumeración pura y simple de sus percepciones; o, con la razón, las
examina, las compara y las digiere; o se complace en imitarlas y en
rehacerlas mediante la imaginación. De donde resulta una distribución
general del conocimiento humano, que parece bastante bien fundada, en:
historia, que es cosa de la memoria; filosofía, que emana de la razón y
poesía, que nace de la imaginación.
MEMORIA, DE DONDE HISTORIA
La historia es hechos; los hechos son o de Dios, o del hombre, o de la Naturaleza. Los hechos que son de Dios corresponden a la historia sagrada. Los hechos que son del hombre corresponden a la historia civil, y los hechos que son de la Naturaleza corresponden a la historia natural.
HISTORIA
I. Sagrada. - II. Civil. - III. Natural.
I. La historia sagrada se divide en historia
sagrada e historia eclesiástica; la historia de los profetas, cuyo
relato ha precedido al acontecimiento, es una rama de la historia
sagrada.
II. La historia civil, esa rama de la historia universal, cujus fidei exempla majorum, vicissitudines rerum, fundamenta prudentiae civilis, hominum denique nomen et fama commissa sunt, se divide, según su objeto, en historia civil propiamente dicha e historia literaria.
Las Ciencias son obra de la reflexión y de las
luces naturales del hombre. El canciller Bacon tiene, pues, razón en
decir, en su admirable obra De dignitate et augmento scientiarum, que la
historia del mundo, sin la historia de los sabios, es la estatua de
Polifemo sin el ojo.
La historia civil propiamente dicha puede subdividirse en memorias, antigüedades e historia completa.
Si es cierto que la historia es la pintura de los tiempos pasados, las
antigüedades son dibujos de la misma casi siempre estropeados, y la
historia completa, un cuadro cuyas memorias son estudios.
III. La división de la historia natural la
determina la diferencia de los hechos de la Naturaleza, y la diferencia
de los hechos de la Naturaleza, la diferencia de los estados
de la Naturaleza. La Naturaleza, o es uniforme y sigue un curso
determinado, tal como se observa generalmente en los cuerpos celestes,
los animales, los vegetales, etcétera, o parece forzada y desviada de su
curso ordinario, como en los monstruos; o está sometida a diferentes
usos, como en las artes. La Naturaleza lo hace todo, bien sea en su
curso ordinario y determinado, bien en sus desviaciones, bien en su
empleo. Uniformidad de la Naturaleza, primera parte de la historia
natural. Errores o desviaciones de la Naturaleza, segunda parte de la
historia natural. Usos de la Naturaleza, tercera parte de la historia
natural.
Es inútil extenderse sobre las ventajas de la
historia natural uniforme. Pero si nos preguntan para qué puede servir
la historia de la Naturaleza monstruosa, contestaremos: para pasar
prodigios de sus desviaciones a las maravillas del arte; para seguir
desviándola o para volverla a su camino, y, sobre todo, para corregir la
temeridad de las proposiciones generales, at axiomatum corrigatur iniquitas.
En cuanto a la historia de la Naturaleza obligada a
diferentes usos, podría hacerse con ella una rama de la historia civil,
pues el arte en general es la industria del hombre aplicada, por sus
necesidades o por su lujo, a las producciones de la Naturaleza. Como
quiera que sea, esta aplicación se hace sólo de dos modos: o acercando, o
alejando los cuerpos naturales. El hombre puede algo o no puede nada,
según que el acercamiento o el alejamiento de los cuerpos sea o no sea
posible.
La historia de la Naturaleza uniforme se divide,
según sus principales objetos, en historia celeste o de los astros, de
sus movimientos, apariencias sensibles, etcétera, sin explicar la causa
mediante sistemas, hipótesis, etcétera, tratándose sólo aquí de
fenómenos puros: historia de los meteoros, como vientos, lluvias,
tempestades, truenos, auroras boreales, etcétera, historia de la tierra y
del mar, o de las montañas, de los ríos, de las corrientes, de las
mareas, de las arenas, de las tierras, de los bosques, de las islas, de
las figuras, de los continentes, etcétera; historia de los minerales,
historia de los vegetales, historia de los animales. De donde resulta
una historia de los elementos, de la Naturaleza visible, de los efectos
sensibles, de los movimientos, etcétera, del fuego, del aire, de la
tierra y del agua.
La historia de la Naturaleza monstruosa debe seguir
la misma división. La Naturaleza puede operar prodigios en los cielos,
en las regiones del aire, en la superficie de la tierra, en sus
entrañas, en el fondo de los mares, etcétera, y en todo por doquier.
La historia de la Naturaleza empleada es tan
extensa como los diferentes usos que los hombres hacen de las
producciones de la Naturaleza en las artes, las materias y las
manufacturas. No hay ningún efecto de la industria del hombre que no se
relacione con algún producto de la Naturaleza. Las artes de las monedas,
del batidor de oro, del hilador de oro, del estirador de oro, etcétera,
están unidas al trabajo y al empleo del oro y de la plata; las artes
del lapidario, del diamantista, del joyero, del grabador en piedras
finas, etcétera, con el trabajo y el empleo de las piedras preciosas;
las forjas, la cerrajería, la herrería, la arcabucería, la cuchillería,
etcétera, con el trabajo y el empleo del hierro; la vidriería, los
espejos, el arte del vidriero, etcétera, con el trabajo y el empleo del
vidrio; el arte del curtidor, del peletero, etcétera, con el trabajo y
el empleo de las pieles la obtención y la manipulación de las lanas, las
artes de los tejedores, pasamaneros, galoneros, botoneros, obreros en
terciopelos, rasos, damascos, estofas brochadas, lustrinas, etcétera,
con el trabajo y el empleo de la lana; la alfarería, la cerámica, la
porcelana, etcétera, con el trabajo y el empleo del barro; la parte
mecánica del arquitecto, del escultor, del estuquista, etcétera, con el
trabajo y el empleo de la piedra; la ebanistería, la carpintería, la
marquetería, la tornería, etcétera, con el trabajo y el empleo de la
madera; y así todas las demás materias y todas las demás artes, que son
más de doscientas cincuenta. Ya se ha visto en el Discurso preliminar
cómo nos hemos propuesto tratar de cada una de ellas.
He aquí toda la parte histórica del conocimiento
humano, lo que hay que adscribir a la memoria y lo que ha de ser la
materia prima del filósofo.
RAZÓN, DE DONDE FILOSOFÍA
La filosofía, o la parte del conocimiento humano
que corresponde a la razón, es muy extensa. No existe casi ningún objeto
percibido por los sentidos cuya reflexión no forme una ciencia. Pero,
entre estos innúmeros objetos, hay algunos que se destacan por su
importancia, quibus obscinditur infinitum, y a los cuales pueden referirse todas las Ciencias. Estos objetos principales son Dios, a cuyo conocimiento se ha elevado el hombre por la reflexión sobre la historia natural y sobre la historia sagrada; el hombre, que está seguro de su existencia por conciencia o sentido interno; la Naturaleza, cuya historia ha aprendido el hombre a través de sus sentidos exteriores. Dios, el hombre y la Naturaleza
nos proporcionarán, pues, una división general de la filosofía o de la
Ciencia (pues estas palabras son sinónimas), y la filosofía o Ciencia
será Ciencia de Dios, Ciencia del hombre y Ciencia de la Naturaleza.
FILOSOFÍA O CIENCIA
I. Ciencia de Dios. - II. Ciencia del hombre. - III. Ciencia de la Naturaleza.
I. La progresión natural del espíritu humano
consiste en elevarse de los individuos a las especies, de las especies a
los géneros, de los géneros próximos a los géneros lejanos, y en formar
en cada paso una Ciencia, o al menos en añadir una rama nueva a alguna
ciencia ya formada; así, la noción de una inteligencia increada e
infinita, etcétera, que encontramos en la Naturaleza y que la historia
sagrada nos descubre, y la de una inteligencia creada, finita y unida a
un cuerpo que percibimos en el hombre y que suponemos en el animal, nos
han llevado a la noción de una inteligencia creada, finita, que no
tendría cuerpo, y de aquí, a la noción general del espíritu. Luego,
existiendo las propiedades generales de los seres, tanto espirituales
como corporales, y que son la existencia, la posibilidad, la duración,
la sustancia, el tributo, etcétera, se han examinado estas propiedades y
se ha formado la Ontología, o Ciencia del ser en general. De modo que,
en un orden inverso, hemos tenido, primero la Ontología, y luego la
Ciencia del Espíritu, o Neumatología, lo que se llama corrientemente
Metafísica particular; y esta ciencia se divide en Ciencia de Dios o
Teología natural, que Dios quiso rectificar o santificar con la Revelación,
de donde Religión y Teología propiamente dicha; de donde, por abuso,
Superstición. En doctrina de los espíritus benéficos o maléficos o de
los ángeles y demonios; de donde adivinación y quimera de la magia
negra. En Ciencia del alma, que se ha subdividido en Ciencia del alma
razonable que concibe y Ciencia del alma sensitiva que se limita a las
sensaciones.
II. La división de la Ciencia del hombre nos la dan sus facultades. Las facultades principales del hombre son el entendimiento y la voluntad;
el entendimiento, que hay que dirigir hacia la verdad; la voluntad, que
hay que someter a la virtud. El primero es el objeto de la lógica; la segunda, el de la moral.
La lógica puede dividirse en: arte de pensar, arte de retener los pensamientos y arte de comunicarlos.
El arte de pensar tiene tantas ramas como
operaciones principales tiene el entendimiento. Pero en éste se
distinguen cuatro operaciones principales: la aprehensión, el juicio, el
razonamiento y el método, de inducción y de demostración.
Pero en la demostración, o se remonta de la cosa a
demostrar a los primeros principios, o se desciende de los primeros
principios a la cosa a demostrar; de donde nacen el análisis y la
síntesis.
El arte de retener tiene dos ramas: la Ciencia de
la memoria misma y la Ciencia de los suplementos de la memoria. La
memoria, que hemos considerado primero como una facultad puramente
pasiva, y que consideramos aquí como una potencia activa que la razón
puede perfeccionar, es, o natural, o artificial. La memoria natural es
una función de los órganos; la artificial consiste en la prenoción y en
el emblema; la prenoción, sin la cual no hay en el espíriu nada en
particular; el emblema, por el cual a la imaginación en auxilio de la
memoria.
Las representaciones artificiales son al suplemento
de la memoria. La escritura es una de estas representaciones; pero, al
escribir, nos servimos, o de los caracteres corrientes, o de los
caracteres particulares. La colección de los primeros se llama alfabeto; las otras se llaman cifras; de donde nacen las artes de leer, de escribir, de descifrar, y la ciencia de la ortografía.
El arte de trasmitir se divide en: Ciencia del
instrumento del discurso y Ciencia de las cualidades del discurso. La
ciencia del instrumento del discurso se llama gramática . La ciencia de las cualidades del discurso, retórica.
La gramática se divide en Ciencia de los signos, de
la pronunciación, de la construcción y de la sintaxis. Los signos son
los sonidos articulados; la pronunciación o prosodia, el arte de
articularlos; la sintaxis, el arte de explicarlos a los diferentes
puntos de vista del espíritu, y la construcción, el conocimiento del
orden que deben tener en el discurso, fundado en el uso y en la
reflexión. Pero hay otros signos del pensamiento además de los sonidos
articulados, a saber, el gesto y los caracteres. Los caracteres son, o
ideales, o jeroglíficos, o heráldicos. Ideales, como los de los indios,
que expresan cada uno una idea, y que, por tanto, hay que multiplicar
tanto como seres reales existen. Jeroglíficos, que son la escritura del
mundo en su infancia. Heráldicos, que forman lo que llamamos ciencia del
blasón.
En el arte de trasmitir hay que incluir también la
crítica, la pedagogía y la filología. La crítica que restituye en los
autores los pasajes corrompidos de las ediciones, etcétera. La pedagogía
trata de la elección de los estudios, y de la manera de enseñar. La
filología, se ocupa del conocimiento de la literatura universal.
La versificación o la mecánica de la poesía entra
en el arte de embellecer el discurso. Omitiremos la división de la
retórica en sus diferentes partes, porque de ella no se deriva ni
ciencia, ni arte, a no ser quizá la pantomima del gesto, y del gesto y
de la voz, la declamación.
La moral, que hemos considerado como la segunda
parte de la Ciencia del hombre, es o general o particular. Esta se
divide en derecho natural, económico y político. El derecho natural es
la ciencia de los deberes del hombre solo; el económico, la ciencia de
los deberes del hombre en familia; el político, la de los deberes del
hombre en sociedad. Pero la moral sería incompleta si estos tratados no
fueran precedidos del de la realidad del bien y del mal moral, de la
necesidad de cumplir sus deberes, de ser bueno, justo, virtuoso,
etcétera, objeto de la moral general.
Si se considera que las sociedades no están menos
obligadas a ser virtuosas que los individuos, nos encontraremos con los
deberes de las sociedades, que podrían llamarse derecho natural de
una sociedad; derecho económico de una sociedad; comercio interior,
exterior, de tierra y marítimo; y derecho político de una sociedad.
III. Ciencia de la Naturaleza. Dividiremos la
Ciencia de la Naturaleza en física y matemática. Esta división nos la da
la reflexión y nuestra tendencia a generalizar. Hemos adquirido por los
sentidos el conocimiento de los individuos reales: sol, luna, Sirio,
etcétera. Astros, aire, fuego, tierra, agua, etcétera. Elementos:
lluvias, nieves, granizos, truenos, etcétera. Meteoros, y así todo lo
demás de la historia natural. Hemos tomado al mismo tiempo conocimiento
de los abstractos: color, sonido, olor, sabor, densidad, calor, frío,
blandura, dureza, fluidez, solidez, rigidez, elasticidad, peso,
ligereza, etcétera; forma, distancia, movimiento; reposo, extensión,
cantidad, impenetrabilidad.
Hemos visto, por reflexión, que de estos
abstractos, los unos se aplican a todos los individuos materiales, como
la extensión, el movimiento, la impenetrabilidad, etcétera. Hemos dicho
que son el objeto de la física general, o metafísica de los
cuerpos; estas mismas propiedades, consideradas en cada individuo en
particular, con las variedades que las distinguen, como la dureza, la
energía, la fluidez, etcétera, constituyen el objeto de la física particular.
Otra propiedad más general de los cuerpos y que presupone todas las otras, la cantidad , ha constituido el objeto de las matemáticas. Se llama cantidad o extensión todo lo que puede aumentar o disminuir.
La cantidad, objeto de las matemáticas, podía ser
estudiada, o sola e independiente de los individuos reales, y de los
individuos abstractos de los que se tenía conocimiento; o en estos
individuos reales y abstractos; o en sus efectos buscados según causas
reales o supuestas; y este segundo enfoque de la reflexión ha dado lugar
a la división de las matemáticas en matemáticas puras, matemáticas mixtas, fisicomatemáticas.
La cantidad abstracta, objeto de las matemáticas puras, se refiere, o al número, o a la extensión.
La cantidad abstracta que se refiere al número ha
devenido el objeto de la aritmética, y la cantidad abstracta que se
refiere a la extensión, el de la geometría.
La aritmética se divide en aritmética numérica o
por cifras, y álgebra o aritmética universal por letras, que no es otra
cosa que el cálculo de la cantidad en general, y cuyas operaciones no
son propiamente más que operaciones aritméticas indicadas de una manera
abreviada; porque, para hablar con toda exactitud, no hay más cálculo
que el de los números.
El álgebra es elemental o infinitesimal, según la
naturaleza de las cantidades a las que se aplica. El álgebra
infinitesimal puede ser diferencial o integral: diferencial cuando se
trata de descender de la expresión de una cantidad finita, o considerada
como tal, a la expresión de su aumento o su disminución instantáneos;
integral, cuando se trata de elevarnos de esta expresión a la cantidad
finita misma.
La geometria, o tiene por objeto primitivo las
propiedades del círculo y de la línea recta, o abarca en sus
especulaciones toda clase de curvas, distinción que da lugar a su
división en elemental y trascendente.
Las matemáticas mixtas comprenden tantas divisiones
y subdivisiones como seres reales hay en lo que puede ser considerada
la cantidad. La cantidad, considerada en los cuerpos en tanto que
móviles o con tendencia al movimiento, constituye el obieto de la
mecánica. La mecánica tiene dos ramas: la estática y la dinámica. La
estática tiene por objeto la cantidad considerada en los cuerpos
actualmente en movimiento. La estática y la dinámica tienen cada una dos
partes: la estática se divide en estática propiamente dicha, que tiene
por objeto la cantidad considerada en los cuerpos sólidos en equilibrio y
solamente con tendencia a moverse; y en hidrostática. que tiene por
objeto la cantidad considerada en los cuerpos fluidos en equilibrio, y
solamente con tendencia al movimiento. La dinámica se divide en dinámica
propiamente dicha, que tiene por objeto la cantidad considerada en los
cuerpos sólidos actualmente en movimiento; y en hidrodinámica, que tiene
por objeto la cantidad considerada en los cuerpos fluidos actualmente
en movimiento. Pero si se considera la cantidad en las aguas actualmente
en movimiento, la hidrodinámica toma entonces el nombre de hidráulica. Podría incluirse en la hidrodinámica la navegación, y la balística, o disparo de bombas, en la mecánica.
La cantidad, considerada en los movimientos de los cuerpos celestes, da lugar a la astronomía geométrica; de aquí la cosmografía o descripción del universo, que se divide en uranología o descripción del cielo, hidrografía o descripción de las aguas, y geografia ; y de aquí también la cronologia y la gnómica, o arte de construir los cuadrantes.
La cantidad, considerada en la luz, nos da la óptica,
y la cantidad considerada en el movimiento de la luz, las diferentes
ramas de la óptica. La luz en movimiento en línea recta, la óptica
propiamente dicha; la luz reflejada en un solo y único medio, la catóptrica; la luz quebrada al pasar de un medio a otro, la dióptrica. La perspectiva hay que incluirla en la óptica.
La cantidad considerada en el sonido, en su fuerza, movimiento, grados, reflexión, velocidad, etcétera, da lugar a la acústica.
La cantidad considerada en el aire, su peso, su movimiento, su condenación, rarificación, etcétera, da la neumática.
La cantidad considerada en la posibilidad de hechos da el arte de conjeturar; de donde nace el análisis de los juegos de azar.
Por ser el objeto de las matemáticas puramente intelectual, no hay que sorprenderse de la exactitud de sus divisiones.
La fisica particular debe seguir la misma división
que la historia natural. De la historia, obtenida de los sentidos, de
los astros, de sus movimientos, apariencia sensible, etcétera, la
reflexión ha pasado a buscar el origen, las causas de sus fenómenos,
etcétera, y ha creado la ciencia llamada astronomía física, en la cual hay que incluir la ciencia de sus influencias, llamada astrología; de aquí la astrologia física y la quimera de la astrología judicial.
De la historia, obtenida por los sentidos, de los vientos, las lluvias,
los granizos, etcétera, la reflexión ha pasado a buscar sus orígenes,
causas, efectos, etcétera, y ha creado la ciencia llamada meteorología .
De la historia, obtenida por los sentidos, del mar,
la tierra, los ríos, las montañas, el flujo y el reflujo, etcétera, la
reflexión ha pasado a la búsqueda de sus causas, orígenes, etcétera, y
de aquí ha nacido la cosmología o ciencia del universo, que se divide en uranología
o ciencia del cielo, aerología o ciencia del aire, geología o ciencia
de los continentes, e hidrología o ciencia de las aguas. De la
historia de las minas, obtenida por los sentidos, la reflexión ha pasado
a la búsqueda de su formación, trabajo, etcétera, y ha creado la ciencia de la mineralogía.
De la historia de las plantas, obtenida de los sentidos, la reflexión
ha pasado a la búsqueda de su economía, propagación, cultivo,
vegetación, etcétera, y ha engendrado la botánica, de la cual forman parte las dos ramas de la agricultura y la horticultura.
De la historia de los animales, obtenida por los
sentidos, la reflexión ha pasado a buscar su conservación, propagación,
uso, organización, etcétera, y ha originado la ciencia llamada zoología,
de la cual han emanado la medicina, la veterinaria, la cría de
caballos; la caza, la pesca y la halconería; la anatomía simple y
comparada. La medicina (siguiendo la división de Boerhaave) se ocupa, o
de la economía del cuerpo humano y razona su anatomía, de donde nace la fisiología; o de la manera de librarlo de enfermedades, y se llama higiene; o considera el cuerpo enfermo y trata de las causas, diferencias y síntomas de las enfermedades, llamándose entonces patología; o tiene por objeto los signos de la vida, de la salud y de las enfermedades, su diagnóstico y pronóstico, y toma el nombre de semiótica; o enseña el arte de curar, y se subdivide en dietética, farmacia y cirugía, las tres ramas de la terapéutica.
La higiene puede ser considerara en relación con la
salud del cuerpo, su belleza y con sus fuerzas, y se subdivide en
higiene propiamente dicha, cosmética y atlética. La cosmética nos dará
la ortopedia o arte de dar a los miembros una bella conformación; y la
atlética nos dará la gimnástica o arte de ejercitarlos.
De los conocimientos experimentales o de la
historia obtenida por los sentidos, de las cualidades exteriores
sensibles, visibles, etcétera, de los cuerpos naturales, la reflexión
nos ha llevado a la búsqueda artificial de sus propiedades interiores y
ocultas, y este arte se ha llamado química. La química es
imitadora y rival de la Naturaleza; su objeto es casi tan vasto como el
de la Naturaleza misma; o descompone los seres, o los revivifica, o los
transforma, etcétera.
La química ha dado nacimiento a la alquimia y a la magia natural. La metalurgia, o arte de tratar los metales, es una rama importante de la química. Se puede incluir en ella la tintorería.
La Naturaleza tiene sus desviaciones y la razón sus
abusos. Hemos incluido a los monstruos entre las desviaciones de la
Naturaleza, y en el abuso de la razón hay que incluir todas las ciencias
y todas las artes que sólo muestran la avidez, la maldad, la
superstición del hombre, y que le deshonran.
He aquí todo lo filosófico del conocimiento humano, y lo que hay que incluir en el dominio de Ia razón.
IMAGINACIÓN, DE DONDE POESÍA
La historia tiene por objeto los individuos que
realmente existen, o que han existido; y la poesía, los individuos
imaginados o imitación de los seres históricos. No será, pues,
sorprendente que la poesía haya seguido una de las divisiones de la
historia. Pero los diferentes géneros de poesía y la diferencia de sus
temas nos ofrecen dos divisiones muy naturales. O el tema de un poema es
sagrado, o es profano; o el poeta cuenta cosas pasadas, o, poniéndolas
en acción, nos las hace presentes; o da cuerpo a seres abstractos e
intelectuales. La primera de estas poesías será narrativa; la segunda,
dramática; la tercera, parabólica. Los poemas épicos, los madrigales,
los epigramas, son generalmente poesía narrativa. La tragedia, la
comedia, la ópera, la égloga, etcétera, poesía dramática; y las
alegorías, etcétera, poesía parabólica.
POESÍA
I. Narrativa. - II. Dramática. - III. Parabólica.
Entendemos aquí por poesía solamente lo
que es ficción. Como puede haber versificación sin poesía y poesía sin
versificación, hemos creído oportuno no considerar la versificación sino
como una cualidad del estilo, e incluirla en el arte oratoria. En
cambio, incluiremos la arquitectura, la música, la pintura, la
escultura, el grabado, etcétera, en la poesía, pues no es menos exacto
decir de un pintor que es un poeta, que del poeta que es un pintor, y
del escultor o grabador que es un pintor en relieve o en hueco, que del
músico que es un pintor mediante sonidos. El poeta, el músico, el
pintor, el escultor, el grabador, etcétera, imitan la Naturaleza; pero
el uno emplea el discurso; el otro, los colores; el tercero, el mármol,
el bronce, etcétera y el último el instrumento de la voz. La música es
teórica o práctica; instrumental o vocal. En cuanto a la arquitectura,
no imita a la Naturaleza sino imperfectamente por la simetría de sus
obras. (Véase el Discurso preliminar).
La poesía tiene sus monstruos como la Naturaleza;
hay que considerar como tales todas las producciones de la imaginación
desordenada, y estas producciones puede haberlas en todos los géneros.
He aquí toda la parte poética del conocimiento
humano, lo que se puede referir a la imaginación, y el fin de nuestra
distribución genealógica (o, si se quiere, mapamundi) de las ciencias y
de las artes, que acaso temeríamos haber detallado demasiado, si no
fuera de suma importancia conocer bien nosotros mismos, y exponerlo
claramente a los demás, el objeto de una Enciclopedia.
Observaciones sobre la división de las ciencias del canciller Bacon
I. Hemos confesado en varios lugares del Prospectus
que debíamos principalmente nuestro árbol enciclopédico al canciller
Bacon. El elogio a este grande hombre, que se ha leído en el Prospectus,
incluso parece haber contribuido a hacer conocer a varias personas las
obras de este filósofo inglés. De modo que, después de una confesión tan
pública, no debe permitirse que se nos acuse de ser plagiarios ni
siquiera sospechosos de tales.
II. Esta confesión no impide, sin embargo, que haya
una gran cantidad de cosas, sobre todo en la rama filosófica, que de
ninguna manera debemos a Bacon; fácil le será al lector juzgar. Pero,
para darse cuenta de la relación y de la diferencia entre los dos
árboles, no basta con examinar solamente si se habla de las mismas
cosas; hay también que ver si la ordenación es la misma. Todos los
árboles enciclopédicos se parecen necesariamente por la materia; sólo el
orden y la distribución de las ramas pueden distinguirlos; casi los
mismos nombres de las ciencias del árbol de Chambers se encuentran en el
nuestro. Sin embargo, no hay nada tan diferente como ambos árboles.
III. No se trata aquí de las razones que hemos
tenido para seguir un orden diferente al de Bacon. Hemos expuesto
algunas; sería demasiado largo el detallar las otras, sobre todo en una
materia en que no podría estar completamente excluido lo arbitrario. Sea
como sea, incumbe a los filósofos, es decir, a un número muy pequeño de
personas, juzgarnos sobre este punto.
IV. Algunas divisiones como la de las matemáticas
en puras y mixtas, que nos son comunes con Bacon, se encuentran por
doquier, y son, por consiguiente, de todo el mundo. Nuestra división de
la medicina es de Boerhaave; ya lo hemos advertido en el Prospectus.
V. En fin, como hemos hecho algunas variaciones en
el árbol del Prospectus, los que quieran comparar este árbol del
Prospectus con el de Bacon deben atender a esas variaciones.
VI. He aquí los principios de donde hay que partir para comparar ambos árboles con un poco de equidad y de filosofía.
SISTEMA GENERAL DEL CONOCIMIENTO HUMANO, SEGÚN EL CANCILLER BACON
División general de la ciencia humana en Historia, Poesía y Filosofía , según las tres facultades del entendimiento, memoria, imaginación, razón.
Bacon observa que esta división puede también
aplicarse a la teología. En un lugar del Prospectus habíamos seguido
esta última idea; pero luego la abandonamos, porque ha parecido más
ingeniosa que sólida.
I
División de la historia en natural y civil.
La historia natural se divide en historia de
las producciones de la Naturaleza, historia de las desviaciones de la
Naturaleza, historia de los empleos de la Naturaleza o de las artes.
Segunda división de la historia natural, sacada de su fin y de su uso, en, historia propiamente dicha e historia razonada.
División de las producciones de la Naturaleza en historia
de las cosas celestes, de los meteoros, del aire, de la tierra y del
mar, de los elementos, de las especies particulares de individuos.
División de la historia civil en eclesiástica, literaria y civil propiamente dicha.
Primera división de la historia civil propiamente dicha en memorias, antigüedades e historia completa.
División de la historia completa en crónicas, vidas y relaciones.
División de la historia de los tiempos en general y particular.
Otra división de la historia de los tiempos en anales y diarios.
Segunda división de la historia civil en pura y mixta.
División de la historia eclesiástica en historia
eclesiástica particular, historia de las profecías, que contiene la
profecía y el cumplimiento de la misma, e historia de lo que Bacon llama
Némesis o la Providencia, o sea del acuerdo que a veces se observa entre la voluntad revelada de Dios y su voluntad secreta.
División de la parte de la historia que se refiere a los dichos notables de los hombres, en letras y apotegmas.
División de la ciencia de los abstractos en ciencia
de las propiedades particulares de los diferentes cuerpos, como
densidad, ligereza, peso, elasticidad, blandura, etcétera, y ciencia de
los movimientos, de los que el canciller Bacon hace una enumeración
bastante larga, conforme a las ideas de los escolásticos.
Ramas de la filosofía especulativa, que consisten en los problemas naturales y los sentimientos de los antiguos filósofos.
División de la metafísica en ciencia de las formas y ciencia de las causas finales.
División de la ciencia práctica de la Naturaleza en mecánica y magia natural.
Ramas de la ciencia práctica de la Naturaleza, que
consisten en la enumeración de las riquezas humanas, naturales o
artificiales, de que los hombres gozan y de que han gozado, y el
catálogo de los policrestos.
Rama considerable de la filosofía natural, tanto
especulativa como práctica, llamada matemáticas. División de las
matemáticas en puras y mixtas. División de las matemáticas puras en
geometría y aritmética. División de las matemáticas mixtas en
perspectiva, música, astronomía, cosmografía, arquitectura, ciencia de
las máquinas y algunas otras.
División de la ciencia del hombre en ciencia del hombre propiamente dicha y ciencia civil.
División de la ciencia del hombre en ciencia del cuerpo humano y ciencia del alma humana.
II
División de la poesía en narrativa, dramática y parabólica.
III
División general de la ciencia en teología sagrada y filosofía.
División de la filosofía en ciencia de Dios, ciencia de la Naturaleza, ciencia del hombre.
Filosofía primera o ciencia de los axiomas, que se
extiende a todas las ramas de la filosofía. Otra rama de esta filosofía
primera, que trata de las cualidades trascendentes de los seres, poco,
mucho, parecido, diferente, ser, no ser, etcétera.
Ciencia de los ángeles y de los espíritus, continuación de la ciencia de Dios o teologia natural.
División de la ciencia de la Naturaleza o filosofía natural en especulativa y práctica.
División de la ciencia especulativa de la
Naturaleza en fisica particular y metafisica, teniendo la primera por
objeto la causa eficiente y la materia, y la metafísica, la causa final y
la forma.
División de la física en ciencia de los principios
de las cosas, ciencia de la formación de las cosas o del mundo, y
ciencia de la variedad de las cosas.
División de la ciencia de la variedad de las cosas en ciencia de los concretos y ciencia de los abstractos.
División de la ciencia de los concretos en las mismas ramas que la historia natural.
División de la ciencia del cuerpo humano en medicina, cosmética, atlética y ciencia de los placeres de los sentidos.
División de la medicina en tres partes: arte de
conservar la salud, arte de curar las enfermedades, arte de prolongar la
vida. Pintura, música, etcétera, rama de la ciencia de los placeres.
División de la ciencia del alma en ciencia del
soplo divino, de donde ha nacido el alma razonable, y ciencia del alma
irracional, que nos es común con los animales, y que es producto del
limo de la tierra.
Otra división de la ciencia del alma en ciencia de
la sustancia del alma, ciencia de sus facultades y ciencia del uso y del
objeto de sus facultades; de esta última resultan la adivinación
natural y artificial, etcétera.
División de las facultades del alma sensible en movimiento y sentimiento.
División de la ciencia del uso y del objeto de las facultades del alma en lógica y moral.
División de la lógica en arte de inventar, de juzgar, de retener y de comunicar.
División del arte de inventar en invención de las ciencias o de las artes e invención de los argumentos.
División del arte de juzgar en juicio por inducción y juicio por silogismo.
División del arte del silogismo en análisis y
principios para discernir fácilmente lo verdadero de lo falso. Ciencia
de la analogía, rama del arte de juzgar.
División del arte de retener en ciencia de lo que puede ayudar a la memoria y ciencia de la memoria misma.
División de la ciencia de la memoria en prenoción y emblema.
División de la ciencia de comunicar en ciencia del
instrumento del discurso, ciencia del método del discurso y ciencia de
los ornamentos del discurso, o retórica.
División de la ciencia del instrumento del discurso
en ciencia general de los signos y gramática, que se divide en ciencia
del lenguaje y ciencia de la escritura.
División de la ciencia de los signos en jeroglíficos y gestos y en caracteres reales.
Segunda división de la gramática en literaria y filosófica.
Arte de la versificación y prosodia, ramas de la ciencia del lenguaje.
Arte de descifrar, rama del arte de escribir.
Crítica y pedagogía, ramas del arte de comunicar.
División de la moral en ciencia del objeto que el
alma debe proponerse, o sea del bien moral, y ciencia de la cultura del
alma. El autor hace sobre esto muchas divisiones que es inútil
reproducir.
División de la ciencia civil en ciencia de la
conversación, ciencia de los negocios y ciencia del Estado. Omitimos las
divisiones de éstas.
El autor termina con algunas reflexiones sobre el uso de la teología sagrada, que no divide en ramas.
He aquí en su orden natural, y sin desmembración ni
mutilación, el árbol del canciller Bacon. Se ve que es en el artículo
de la lógica donde más lo hemos seguido, y aun aquí hemos creído
oportuno introducir varias modificaciones. Por lo demás, repetimos, a
los filósofos incumbe juzgarnos sobre estos cambios que hemos hecho;
nuestros otros lectores no tomarán gran parte en esta cuestión, pero
teníamos que aclararla, y sólo se acordarán de la confesión formal que
hemos hecho en el Prospectus (El Prospectus se publicó en el
mes de noviembre de 1750): que debemos principalmente nuestro árbol al
canciller Bacon, confesión que debe valernos el juicio favorable de todo
juez imparcial y desinteresado.
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