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GEORGE ORWELL
"1984"
Fecha de Edición: 1949 - Edición electrónica: 2005
INDICE
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Reseña Biográfica de George Orwell
George
Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Blair, nació en la ciudad de
Bengala, en la India, en 1903, y falleció en Londres, en 1950. De origen
escocés, estudió en Inglaterra, pero regresó a la India, donde formó
parte de la policía imperial. En 1928 volvió a Europa. Vivió en París,
ciudad en la que llevó una dura existencia; luego se trasladó a Londres y
allí trabajó como maestro de escuela y en una librería. Aquellos años
serían descritos en su primer libro Mis años de miseria en París y Londres, en el que se marca la tendencia social que caracteriza toda la obra, de Orwell.
En 1934 publicó sus dos primeras novelas: Días birmanos y La hija del cura, esta última sobre la vida inglesa. Dos años después editó otras dos obras: la novela Mantén en alto la aspidistra y El camino del muelle Wigan, libro en que describe los efectos de la depresión y examina las perspectivas del socialismo en Inglaterra.
Orwell fue siempre socialista, pero extremadamente crítico. Participó en la guerra civil española, donde fue herido. Durante su convalecencia escribió Homenaje a Cataluña, obra en que ataca a los comunistas de inspiración soviética, por su política partidista y monopólica, a la que atribuye las causas de la derrota.
Con la novela Subir en busca del aire volvió al tema de la vida social inglesa. Es la última obra que publicó antes de la Segunda Guerra Mundial, en la que no pudo intervenir por su débil salud.
En 1943 ingresó a la redacción del diario Tribune y colaboró también en el Observer. De esta época datan la mayoría de sus ensayos.
En 1945 publicó Rebelión en la granja o "Granja Animal", según la traducción literal de su título en inglés: "Animal Farm". Es una animada sátira del régimen soviético, con la que alcanzó éxito internacional.
En 1949 apareció su novela de anticipación, 1984, en la que presenta un cuadro del mundo futuro, en una prolongación ideal de la línea del comunismo soviético llevado a sus más desoladoras consecuencias.Es muy interesante comparar esta obra con "Un Mundo Feliz" de Aldous Huxley que también presenta un cuadro del futuro, pero a partir del entorno democrático y capitalista de la sociedad de consumo.
PRIMERA PARTE
Era un día luminoso y frío de abril y los
relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en
su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre
las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente
rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a
esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse
en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de
más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años
con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió
hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba
con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de
día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del
Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y
una úlcera de várices por encima del tobillo derecho, subió lentamente,
descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor,
el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos
realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL
GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una voz llena leía una
lista de números que tenían algo que ver con la producción de lingotes de
hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie de
espejo empañado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la
derecha. Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de volumen
aunque las palabras seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado telepantalla) podía ser amortiguado,
pero no había manera de cerrarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una
figura pequeña y frágil cuya delgadez resultaba realzada por el «mono» azul,
uniforme del Partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara sanguínea y la piel
embastecida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío de un
invierno que acababa de terminar.
Afuera, incluso a través de los ventanales
cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se formaban pequeños torbellinos
de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales y, aunque el sol lucía
y el cielo estaba intensamente azul, nada parecía tener color a no ser los
carteles pegados por todas partes. La cara de los bigotes negros miraba desde todas
las esquinas que dominaban la circulación. En la casa de enfrente había uno de
estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras,
mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en
línea vertical con aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba
espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo
alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre
los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra
vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la
gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo
de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Polilla del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de la
telepantalla seguía murmurando datos sobre el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y
transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un
susurro, era captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro del
radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por
supuesto, no había manera de saber si le contemplaban a uno en un momento dado.
Lo único posible era figurarse la frecuencia y el plan que empleaba la Policía
del Pensamiento para controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los
vigilaran a todos a la vez. Pero, desde luego, podían intervenir su línea de
usted cada vez que se les antojara. Tenía usted que vivir — y en esto el hábito se convertía en un
instinto — con la seguridad de que
cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien y
que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla.
Así era más seguro; aunque, como él sabía muy bien, incluso una espalda podía
ser reveladora. A un kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde
trabajaba Winston; se elevaba inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. «Esto
es Londres», pensó con una sensación vaga de disgusto; Londres, principal
ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la tercera de las provincias más
pobladas de Oceanía. Trató de exprimirse de la memoria algún recuerdo infantil
que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo siempre estas vistas de
decrépitas casas decimonónicas, con los costados revestidos de madera, las
ventanas tapadas con cartón, los techos remendados con planchas de cinc
acanalado y trozos sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares
bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento revoloteaban pulverizados en el
aire, y el césped amontonado, y los lugares donde las
bombas habían abierto claros de mayor extensión y habían surgido en ellos
sórdidas colonias de chozas de madera que parecían gallineros? Pero era inútil,
no podía recordar: nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros
brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban
ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad —
que en neolengua[1]
se le llamaba el Miniver — era diferente, hasta un extremo asombroso,
de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme
estructura piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza
tras terraza, a unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se
hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante
forma, las tres consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA
PAZ
LA LIBERTAD ES
LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA
ES LA FUERZA
Se decía que el
Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y
las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros
tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la
arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria
se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban
instalados los cuatro Ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema
gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a
los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz,
para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la
ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los
asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniser, Minipax, Minimor y Minindancia.
El Ministerio del
Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston nunca había estado
dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de él. Era
imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso había que
pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas de
acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus
salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y
uniformes negros, armados con porras.
Winston se volvió
de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la expresión de tranquilo
optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la
habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido del Ministerio a esta
hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que no
le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que
debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una
botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: Ginebra
de la Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el espíritu de arroz
chino. Winston se sirvió una tacita, se
preparó los nervios para el choque, y se lo tragó de un golpe como si se lo
hubieran recetado.
Al momento,
se le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este líquido era
como ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le
dieran a uno un golpe en la nuca con una porra de goma. Sin embargo, unos segundos después, desaparecía
la incandescencia del vientre y el mundo empezaba a resultar más alegre.
Winston sacó un cigarrillo de una cajetilla sobre la cual se leía: Cigarrillos de la Victoria, y como lo
tenía cogido verticalmente por distracción, se le vació en el suelo. Con el
próximo pitillo tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de
estar y se sentó ante una mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del
cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño
in-quarto, con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna razón
la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una posición insólita. En
vez de hallarse colocada, como era normal, en la pared del fondo, desde donde
podría dominar toda la
habitación, estaba en la pared más
larga, frente a la ventana. A un lado de ella había una alcoba que apenas tenía
fondo, en la que se había instalado ahora Winston. Era un hueco que, al ser
construido el edificio, habría sido calculado seguramente para alacena o
biblioteca. Sentado en aquel hueco y situándose lo más dentro posible, Winston
podía mantenerse fuera del alcance de la telepantalla en cuanto a la
visualidad, ya que no podía evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma
distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que ahora se disponía a
hacer.
Pero también se
lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro
excepcionalmente bello. Su papel, suave y cremoso, un poco amarillento por el
paso del tiempo, por lo menos hacía cuarenta años que no se fabricaba. Sin
embargo, Winston suponía que el libro tenía muchos años más. Lo había visto en
el escaparate de un establecimiento de compraventa en un
barrio miserable de la ciudad (no recordaba exactamente en qué barrio había
sido) y en el mismísimo instante en que lo vio, sintió un irreprimible deseo de
poseerlo. Los miembros del Partido no deben entrar en las tiendas corrientes (a
esto se le llamaba, en tono de severa censura, «traficar en el mercado libre»),
pero no se acataba rigurosamente esta prohibición porque había varios
objetos — como cordones para los
zapatos y hojas de afeitar — que era
imposible adquirir de otra manera. Winston, antes de entrar en la tienda, había
mirado en ambas direcciones de la calle para asegurarse de que no venía nadie
y, en pocos minutos, adquirió el libro por dos dólares cincuenta. En aquel momento
no sabía exactamente para qué deseaba el libro. Sintiéndose culpable se lo
había llevado a su casa, guardado en su cartera de mano. Aunque estuviera en
blanco, era comprometido guardar aquel libro.
Lo que ahora se
disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se consideraba ilegal (en
realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía
estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años
de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó
primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se
usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero él se había procurado una,
furtivamente y con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de que
el bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado con un
lápiz tinta. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano.
Aparte de las notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente inadecuado para
las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos
instantes. En los intestinos se le había producido un ruido que podía
delatarle. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra
pequeña e inhábil escribió:
4 de abril de 1984
Se echó hacia
atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía
con certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego, la fecha había de ser
aquélla muy aproximadamente, puesto que él había nacido en 1944 o 1945, según
creía; pero, «¡cualquiera va a saber hoy en qué año vive!», se decía Winston.
Y se le ocurrió
de pronto preguntarse: ¿Para quién estaba escribiendo él este diario? Para el
futuro, para los que aún no habían nacido. Su mente se posó durante unos
momentos en la fecha que había escrito a la cabecera y luego se le presentó,
sobresaltándose terriblemente, la palabra neolingüística doblepensar. Por primera vez comprendió
la magnitud de lo que se proponía hacer. ¿Cómo iba a comunicar con el futuro?
Esto era imposible por su misma naturaleza. Una de dos: o el
futuro se parecía al presente y entonces no le haría ningún caso, o sería una
cosa distinta y, en tal caso, lo que él dijera carecería de todo sentido para
ese futuro.
Durante algún
tiempo permaneció contemplando estúpidamente el papel. La telepantalla
transmitía ahora estridente música militar. Es curioso: Winston no sólo parecía
haber perdido la facultad de expresarse, sino haber olvidado de qué iba a
ocuparse. Por espacio de varias semanas se había estado preparando para este
momento y no se le había ocurrido pensar que para realizar esa tarea se
necesitara algo más que atrevimiento. El hecho mismo de expresarse por escrito,
creía él, le sería muy fácil. Sólo tenía que trasladar al papel el interminable
e inquieto monólogo que desde hacía muchos años venía corriéndole por la
cabeza. Sin embargo, en este momento hasta el monólogo se le había secado.
Además, sus varices habían empezado a escocerle insoportablemente. No se
atrevía a rascarse porque siempre que lo hacía se le inflamaba aquello.
Transcurrían los segundos y él sólo tenía conciencia de la blancura del papel
ante sus ojos, el absoluto vacío de esta blancura, el escozor de la piel sobre
el tobillo, el estruendo de la música militar, y una leve sensación de
atontamiento producido por la ginebra.
De repente,
empezó a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el pánico, dándose
apenas cuenta de lo que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas
torcidas y si primero empezó a «comerse» las mayúsculas, luego suprimió incluso
los puntos:
4 de abril de
1984. Anoche estuve en los flicks. Todas las
películas eran de guerra. Había una muy buena de un barco
lleno de refugiados que lo bombardeaban en no sé dónde del Mediterráneo. Al público le divirtieron mucho dar planos de
un hombre muy grande y muy gordo que intentaba escaparse nadando de un
helicóptero que lo perseguía,
Primero se le
veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego lo veías por lar visores de
las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y el
agua a su alrededor
que se ponía toda roja y el gordo se hundía como si el agua le entrase por los agujeros
que le habían hecho las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba
hundiendo en el agua, y también una lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero que venga a darle vueltas y
más vueltas había una mujer de edad madura que bien podía ser una judía y
estaba sentada en la proa con un niño en lar brazos que quizás tuviera unos
tres años. El niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los pechos
de la mujer y parecía que se quería esconder así y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo consolaba como si ella no
estuviese también aterrada y como si por tenerlo así en los brazos fuera a
evitar que le alcanzaran al niño las balas. Entonces va el helicóptero y tira
una bomba de veinte kilos sobre el bote y no queda ni una astilla de él, que
fue una explosión pero que magnífica, y luego salía un primer plano maravilloso
del brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su
cámara debe haberlo seguido así por el aire y la gente aplaudió muchísimo pero
una mujer que estaba entre los
proletarios empezó a armar un escándalo terrible chillando que no
debían echar eso no debían echarlo delante de los críos que
no debían hasta que la policía la sacó de allí a rastras no creo que le pasara
nada a nadie le importa lo que dicen los proletarios porque dicen es la reacción
típica de las proletarias y nadie hace caso y nunca...
Winston dejó de escribir, en parte debido a
que le daban calambres. No sabía por qué había soltado esta sarta de
incongruencias. Pero lo curioso era que mientras lo hacía se le había aclarado
otra faceta de su memoria hasta el punto de que ya se creía en
condiciones de escribir lo que realmente había querido poner en su
libro. Ahora se daba cuenta de que si había querido venir a casa a empezar su
diario precisamente hoy era a causa de este otro incidente.
Había ocurrido aquella misma mañana en el
Ministerio, si es que algo de tal vaguedad podía haber ocurrido.
Cerca de las once y ciento en el
Departamento de Registro, donde trabajaba Winston, sacaban las sillas de las
cabinas y las agrupaban en el centro del vestíbulo, frente a la gran
telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa de
sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio, cuando entraron dos
personas a quienes él conocía de vista, pero a las cuales nunca había hablado.
Una de estas personas era una muchacha con la que se había encontrado
frecuentemente en los pasillos. No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el
Departamento de Novela. Probablemente —
ya que la había visto algunas veces con las manos grasientas y llevando
paquetes de composición de imprenta —
tendría alguna labor mecánica en una de las máquinas de escribir
novelas. Era una joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso
cabello negro, cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el «mono»
ceñido por una estrecha faja roja que le daba varias veces la vuelta a la
cintura realzando así la atractiva forma de sus caderas; y ese cinturón era el
emblema de la Liga juvenil AntiSex. A Winston le produjo una sensación
desagradable desde el primer momento en que la vio. Y sabía la razón de este
mal efecto: la atmósfera de los campos de hockey y duchas frías, de excursiones
colectivas y el aire general de higiene mental que trascendía de ella. En
realidad, a Winston le molestaban casi todas las mujeres y especialmente las
jóvenes y bonitas porque eran siempre las mujeres, y sobre todo las jóvenes, lo
más fanático del Partido, las que se tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas las
espías aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo
de los demás. Pero esta muchacha determinada le había dado la impresión de ser
más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, la joven
le dirigió una rápida mirada oblicua que por unos momentos dejó aterrado a
Winston. Incluso se le había ocurrido que podía ser una agente de la Policía
del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin embargo, Winston siguió
sintiendo una intranquilidad muy especial cada vez que la muchacha se hallaba
cerca de él, una mezcla de miedo y hostilidad. La otra persona era un hombre
llamado O'Brien, miembro del Partido Interior y titular de un cargo tan remoto
e importante, que Winston tenía una idea muy confusa de qué se trataba. Un
rápido murmullo pasó por el grupo ya instalado en las sillas cuando vieron
acercarse el «mono» negro de un miembro del Partido Interior. O'Brien era un
hombre corpulento con un ancho cuello y un rostro basto, brutal, y sin embargo
rebosante de buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus modales eran
bastante agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que tranquilizaba a
sus interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y esto era
sorprendente tratándose de algo tan leve. Ese gesto — si alguien hubiera sido capaz de pensar así todavía — podía haber recordado a un aristócrata del
siglo XVIII ofreciendo rapé en su cajita. Winston había
visto a O’Brien quizás sólo una docena de veces en otros tantos años. Sentíase
fuertemente atraído por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre los
delicados modales de O'Brien y su aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho
más por una convicción secreta — o
quizás ni siquiera fuera una convicción, sino sólo una esperanza — de que la ortodoxia política de O'Brien no
era perfecta. Algo había en su cara que le impulsaba a uno a sospecharlo
irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba
escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos su
aspecto era el de una persona a la que se le podría hablar si, de algún modo,
se pudiera eludir la telepantalla y llevarlo aparte. Winston no había hecho
nunca el menor esfuerzo para comprobar su sospecha y es que, en verdad, no
había manera de hacerlo. En este momento, O'Brien miró su reloj de pulsera y,
al ver que eran las once y ciento, seguramente decidió quedarse en el
Departamento de Registro hasta que pasaran los Dos Minutos de Odio. Tomó
asiento en la misma fila que Winston, separado de él por dos sillas., Una mujer
bajita y de cabello color arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de
Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del cabello negro se sentó detrás
de Winston.
Un momento después se oyó un espantoso
chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la
gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía
rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el
Odio.
Como de
costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes
silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie
podía recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido,
casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a
actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había
escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los Dos
Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el
que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los
actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían
directamente de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando.
Quizás se encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros,
e incluso era posible que, como se rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en
algún sitio de la propia Oceanía.
El diafragma de Winston se encogió. Nunca
podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una penosa mezcla de
emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de pelo blanco y una
barbita de chivo: una cara inteligente que tenía, sin embargo, algo de
despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga nariz, a
cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro
de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las
doctrinas del Partido; un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño
podía darse cuenta de que sus acusaciones no se tenían de pie, y sin embargo,
lo bastante plausible para que pudiera uno alarmarse y no fueran a dejarse
influir por insidias algunas personas ignorantes. Insultaba al Gran Hermano,
acusaba al Partido de ejercer una dictadura y pedía que se firmara
inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la
libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de pensamiento,
gritando histéricamente que la revolución había sido traicionada. Y todo esto a
una rapidez asombrosa que era una especie de parodia del estilo habitual de los
oradores del Partido e incluso utilizando palabras de neolengua, quizás con más
palabras neolingüísticas de las que solían emplear los miembros del Partido en
la vida corriente. Y mientras gritaba, por detrás de él desfilaban
interminables columnas del ejército de Eurasia, para que nadie interpretase
como simple palabrería la oculta maldad de las frases de Goldstein. Aparecían en la pantalla filas y más filas de forzudos soldados, con
impasibles rostros asiáticos; se acercaban a primer término y desaparecían. El
sordo y rítmico clap-clap de las botas militares formaba el contrapunto de la
hiriente voz de Goldstein. .
Antes de que el Odio hubiera durado treinta
segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de
rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del
ejército que desfilaba a sus espaldas, pera demasiado para que nadie pudiera
resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un
objeto de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando
Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz
con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar
de que apenas pasaba día y cada día ocurría esto mil veces, sin que sus teorías
fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las
tribunas públicas, en los periódicos y en los libros... a pesar de todo ello,
su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a
dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores
que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del
Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en la
sombra, una subterránea red de conspiradores que se proponían derribar al
Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se
rumoreaba que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del
cual era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente. Era un
libro sin título. La gente se refería a él llamándole sencillamente el libro.
Pero de estas cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los miembros
corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si tenían
manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí.
Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus
gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color
arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que
acaban de dejar en tierra. Incluso O'ßrien tenía la cara congestionada. Estaba
sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera
resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven sentada exactamente
detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! !Cerdo!
¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó
a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y
rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez descubrió
Winston que estaba chillando histéricamente como los demás y dando fuertes
patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los
Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel
sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación
porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía
falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar,
de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes
como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad,
en un loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se sentía
era una emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como
la llama de una lámpara de soldadura autógena. Así, en un momento determinado, el odio de Winston no se dirigía
contra Goldstein, sino contra el
propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policía del Pensamiento; y
entonces su corazón estaba de parte del solitario e insultado hereje de la
pantalla, único guardián de la verdad y la cordura en un mundo de mentiras.
Pero al instante siguiente, se hallaba identificado por completo con la gente
que le rodeaba y le parecía verdad todo lo que decían de Goldstein.
Entonces, su odio contra el Gran Hermano se
transformaba en adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una invencible
torre, como una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas
asiáticas, y Goldstein, a
pesar de su aislamiento, de su desamparo y de la duda que flotaba sobre su
existencia misma, aparecía como un siniestro brujo capaz de acabar con la
civilización entera tan sólo con el poder de su voz.
Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u
otra dirección mediante un esfuerzo de voluntad. De pronto, por un esfuerzo
semejante al que nos permite se parar de la almohada la cabeza para huir de una
pesadilla, Winston conseguía trasladar su odio a la muchacha que se encontraba
detrás de él. Por su mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes
alucinaciones. Le daría latigazos con una porra de goma hasta matarla. La
ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a san Sebastián.
La violaría y en el momento del clímax le cortaría la garganta. Sin embargo, se
dio cuenta mejor que antes de por qué la odiaba. La odiaba porque era joven y
bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con ella y no lo haría nunca;
porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que parecía pedir que la rodearan
con el brazo, no había más que la odiosa banda roja, agresivo símbolo de
castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se había convertido en un auténtico balido
ovejuno. Y su rostro, que había llegado a ser el de una oveja, se transformó en
la cara de un soldado de Eurasia, el cual parecía avanzar, enorme y terrible,
sobre los espectadores disparando atronadoramente su fusil ametralladora.
Enteramente parecía salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los
presentes se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante,
produciendo con ello un hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura
se fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su
negra cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de
misteriosa calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que el
gran camarada estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos,
esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es
preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple
hecho de ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental cara
del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del Partido en
grandes letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Pero daba la impresión — por
un fenómeno óptico psicológico — de que
el rostro del Gran Hermano persistía en la pantalla durante algunos segundos,
como si el «impacto» que había producido en las retinas de los espectadores
fuera demasiado intenso para borrarse inmediatamente. La mujeruca del cabello
color arena se lanzó hacia delante, agarrándose a la silla de la fila anterior
y luego, con un trémulo murmullo que sonaba algo así como.«¡Mi salvador!»,
extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara entre sus manos.
Sin duda, estaba rezando a su manera.
Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y
profundo: «!Ge-Hache. Ge-Hache... Ge-Hache!», dejando una gran pausa entre la G
y la H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de
pies desnudos y el batir de los tan-tam.
Este canturreo duró unos treinta segundos. Era un estribillo que surgía en
todas las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una especie de
himno a la sabiduría y majestad del Gran Hermano; pero, más aún, constituía
aquello un procedimiento
de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia mediante un ruido rítmico.
A Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos Minutos de Odio, no
podía evitar que la oleada emotiva le arrastrase, pero este infrahumano
canturreo — «¡G-H... G-H... G-H!» — siempre le llenaba de horror. Desde luego,
se unía al coro; esto era obligatorio: Controlar los verdaderos sentimientos y
hacer lo mismo que hicieran los demás era una reacción natural. Pero durante un
par de segundos, sus ojos podían haberlo delatado. Y fue precisamente en esos
instantes cuando ocurrió aquello que a él le había parecido significativo... si
es que había ocurrido.
Momentáneamente, sorprendió la mirada de
O'Brien. Éste se había levantado; se había quitado las gafas volviéndoselas a
colocar con su delicado y característico gesto. Pero durante una fracción de
segundo, se encontraron sus ojos con los de Winston y éste supo — sí, lo supo —
que O'Brien pensaba lo mismo que él. Un inconfundible mensaje se había
cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se hubieran abierto y los
pensamientos hubieran volado de la una a la otra
a través de los ojos. «Estoy contigo», parecía estarle diciendo O'Brien. «Sé en
qué estás pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te
preocupes; ¡estoy contigo!» Y luego la fugacísima comunicación se había
interrumpido y la expresión de O'Brien volvió a ser tan inescrutable como la de
todos los demás.
Esto fue todo y ya no estaba seguro de si
había sucedido efectivamente. Tales incidentes nunca tenían consecuencias para
Winston. Lo único que hacían era mantener viva en él la creencia o la esperanza
de que otros, además de él, eran enemigos del Partido. Quizás, después de todo,
resultaran ciertos los rumores de extensas conspiraciones subterráneas; quizás
existiera de verdad la Hermandad. Era imposible, a pesar de los continuos
arrestos y las constantes confesiones y ejecuciones, estar seguro de que la
Hermandad no era sencillamente un mito. Algunos días lo creía Winston; otros,
no. No había pruebas, sólo destellos que podían significar algo o no significar nada: retazos de conversaciones
oídas al pasar, algunas palabras garrapateadas en las paredes de los lavabos,
y, alguna vez, al encontrarse dos desconocidos, ciertos movimientos de las
manos que podían parecer señales de reconocimiento. Pero todo ello eran
suposiciones que podían resultar totalmente falsas. Winston había vuelto a su cubículo sin
mirar otra vez a O'Brien. Apenas cruzó por su mente la idea de continuar este
momentáneo contacto. Hubiera sido extremadamente peligroso incluso si hubiera
sabido él cómo entablar esa relación. Durante uno o dos segundos, se había
cruzado entre ellos una mirada equívoca, y eso era todo. Pero incluso así, se
trataba de un acontecimiento memorable en el aislamiento casi hermético en que
uno tenía que vivir.
Winston se sacudió de encima estos
pensamientos y tomó una posición más erguida en su silla. Se le escapó un
eructo. La ginebra estaba haciendo su efecto.
Volvieron a fijarse sus ojos en la página.
Descubrió entonces que durante todo el tiempo en que había estado recordando,
no había dejado de escribir como por una acción automática. Y ya no era la
inhábil escritura retorcida de antes. Su pluma se había deslizado
voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en claras y grandes
mayúsculas lo siguiente:
ABAJO EL GRAN
HERMANO
ABAJO EL GRAN
HERMANO
ABAJO EL GRAN
HERMANO
ABAJO EL GRAN
HERMANO
ABAJO EL GRAN
HERMANO
Una vez y otra, hasta llenar media página.
No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era
absurdo, ya que escribir aquellas palabras no era más peligroso que el acto
inicial de abrir un diario; pero, por un instante, estuvo tentado de romper las
páginas ya escritas y abandonar su propósito.
Sin embargo, no lo hizo, porque sabia que
era inútil. El hecho de escribir ABAJO EL GRAN HERMANO o no escribirlo, era completamente igual. Seguir con el diario o renunciar a
escribirlo, venía a ser lo mismo. La Policía del Pensamiento lo descubriría de
todas maneras. Winston había cometido —
seguiría habiendo cometido aunque no hubiera llegado a posar la pluma sobre el
papel — el crimen esencial que contenía
en sí todos los demás. El crimental (crimen mental), como lo llamaban.
El crimental no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se
podía llegar a tenerlo oculto años enteros, pero antes o después lo descubrían
a uno.
Las detenciones ocurrían invariablemente
por la noche. Se despertaba uno sobresaltado porque una mano le sacudía a uno
el hombro, una linterna le enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros
aparecía en torno al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno
ni se daba cuenta oficialmente de la detención. La gente desaparecía
sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo en cuestión
desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda referencia a lo
que hubiera hecho y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si
jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado.
Winston sintió una especie de histeria al
pensar en estas cosas. Empezó a escribir rápidamente y con muy mala letra:
me matarán no me importa me matarán me
dispararán en la nuca me da lo mismo abajo el gran hermano siempre le matan a
uno por la nuca no me
importa abajo el gran hermano...
Se echó hacia atrás en la silla, un poco
avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma sobre la mesa. De repente, se
sobresaltó espantosamente. Habían llamado a la puerta.
¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como
un ratón asustado, con la tonta esperanza de que quien fuese se marchara al ver
que no le abrían. Pero no, la llamada se repitió.
Lo peor que podía hacer Winston era tardar
en abrir. Le redoblaba el corazón como un tambor, pero es muy probable que sus
facciones, a fuerza de la costumbre, resultaran inexpresivas. Levantóse y se
acercó pesadamente a la puerta.
II
Al poner la mano en el pestillo recordó
Winston que había dejado el Diario abierto sobre la mesa. En aquella página se
podía leer desde lejos el ABAJO EL GRAN HERMANO repetido en toda ella con
letras grandísimas. Pero Winston sabía que incluso en su pánico no había
querido estropear el cremoso papel cerrando el libro mientras la tinta no se
hubiera secado.
Contuvo la respiración y abrió la puerta.
Instantáneamente, le invadió una sensación de alivio. Una mujer insignificante,
avejentada, con el cabello revuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su
lado.
—
¡Oh, camarada! empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y quejumbrosa — ; te
sentí llegar y he venido por si puedes echarle un ojo al desagüe del fregadero.
Se nos ha atascado...
Era la señora Parsons, esposa de un vecino
del mismo piso (señora era una palabra desterrada por el Partido, ya que había
que llamar a todos camaradas, pero con algunas mujeres se usaba todavía
instintivamente). Era una mujer de unos treinta años, pero aparentaba mucha más
edad. Se tenía la impresión de que había polvo reseco en las arrugas de su
cara. Winston la siguió por el pasillo. Estas reparaciones de aficionado
constituían un fastidio casi diario. Las Casas de la Victoria eran unos
antiguos pisos construidos hacia 1930 aproximadamente y se hallaban en estado
ruinoso. Caían constantemente trozos de yeso del techo y de la pared, las
tuberías se estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la
calefacción funcionaba sólo a medias cuando
funcionaba, porque casi siempre la cerraban por economía. Las reparaciones,
excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser autorizadas por
remotos comités que solían retrasar dos años incluso la compostura de un
cristal roto.
— Si
le he molestado es porque Tom no está en casa
— dijo la señora Parsons vagamente.
El piso de los Parsons era mayor que el de
Winston y mucho más descuidado. Todo parecía roto y daba la impresión de que
allí acababa de agitarse un enorme y violento animal. Por el suelo estaban
tirados diversos artículos para deportes
— bastones de hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamento, unos
pantalones vueltos del revés — y sobre la
mesa había un montón de platos sucios y cuadernos escolares muy usados. En las
paredes, unos carteles rojos de la Liga juvenil y de los Espías y un gran
cartel con el retrato de tamaño natural del Gran Hermano. Por supuesto, se
percibía el habitual olor a verduras cocidas que era el dominante en todo el
edificio, pero en este piso era más fuerte el olor a sudor, que — se notaba desde el primer momento, aunque
no podría uno decir por qué — era el
sudor de una persona que no se hallaba presente entonces. En otra habitación,
alguien con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la
música militar que brotaba todavía de la telepantalla.
—
Son los niños — dijo la señora Parsons,
lanzando una mirada aprensiva hacia la puerta. — Hoy no han salido. Y, desde luego...
Aquella mujer tenía la costumbre de
interrumpir sus frases por la mitad. El fregadero de la cocina estaba lleno
casi hasta el borde con agua sucia y verdosa que olía aún peor que la verdura.
Winston se arrodilló y examinó el ángulo de la tubería de desagüe donde estaba
el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y también tener que arrodillarse,
porque esa postura le hacía toser. La señora Parsons lo miró desanimada:
—
Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le gustan
esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy...
Parsons era el compañero de oficina de
Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre muy grueso, pero activo y
de una estupidez asombrosa, una masa de entusiasmos imbéciles, uno de esos
idiotas de los cuales, todavía más que de la Policía del Pensamiento, dependía
la estabilidad del Partido. A sus treinta y cinco años acababa de salir de la
Liga juvenil, y antes de ser admitido en esa organización había conseguido
permanecer en la de los Espías un año más de lo reglamentario. En el Ministerio
estaba empleado en un puesto subordinado para el que no se requería
inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura sobresaliente del
Comité deportivo y de todos los demás comités dedicados a organizar excursiones
colectivas, manifestaciones espontáneas, las campañas pro ahorro y en general
todas las actividades «voluntarias». Informaba a quien quisiera oírle, con
tranquilo orgullo y entre chupadas a su pipa, que no había dejado de acudir ni
un solo día al Centro de la Comunidad durante los cuatro años pasados. Un
fortísimo olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de su continua
actividad y energía, le seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él cuando
se hallaba lejos.
—
¿Tiene usted un destornillador? — dijo
Winston tocando el tapón del desagüe.
—
Un destornillador — dijo la señora
Parsons, inmovilizándose inmediatamente. —
Pues, no sé. Es posible que los niños...
En la habitación de al lado se oran fuertes
pisadas y más trompetazos con el peine. La señora Parsons trajo el destornillador.
Winston dejó salir el agua y quitó con asco el pegote de cabello que había
atrancado el tubo. Se limpió los dedos lo mejor que pudo en el agua fría del
grifo y volvió a la otra habitación.
—
!Arriba las manos! — chilló una voz
salvaje.
Un chico, guapo y de aspecto rudo, que
parecía tener unos nueve años, había surgido por detrás de la mesa y amenazaba
a Winston con una pistola automática de juguete mientras que su hermanita, de
unos dos años menos, hacia el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban
vestidos con pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello.
Éste era el uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de
la broma sentía cierta inquietud por el gesto de maldad que veía en el niño.
—
!Eres un traidor! — grito el chico.
— ¡Eres un criminal mental ¡Eres un
espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal!
De pronto, tanto el niño como la niña
empezaron a saltar en torno a él gritando: «¡Traidor!» «¡Criminal mental!», imitando
la niña todos los movimientos de su hermano. Aquello producía un poco de miedo,
algo así como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que
pronto se convertirán en devoradores de hombres. Había una especie de ferocidad
calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen golpe
a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser ya casi lo
suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué suerte que el niño no tenga en la
mano más que una pistola de juguete!», pensó Winston.
La mirada de la señora Parsons iba
nerviosamente de los niños a Winston y de éste a los niños. Como en aquella
habitación había mejor luz, pudo notar Winston que en las arrugas de la mujer
había efectivamente polvo.
—
Hacen tanto ruido... — dijo ella.
— Están disgustados porque no pueden ir
a ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo
llevarlos; tengo demasiado quehacer. Y Tom no volverá de su trabajo a tiempo.
—
¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan
— gritó el pequeño con su tremenda voz, impropia de su edad. — ¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos
colgar! — canturreaba la chiquilla
mientras saltaba.
Varios prisioneros eurasiáticos, culpables
de crímenes de guerra, serían ahorcados en el parque aquella tarde, recordó
Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y constituía un espectáculo popular.
A los niños siempre les hacía gran ilusión
asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la
puerta. Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello
por detrás produciéndole un terrible dolor. Era como si le hubieran aplicado un
alambre incandescente. Se volvió a tiempo de ver cómo retiraba la señora
Parsons a su hijo del descansillo. El chico se guardaba un tirachinas en el
bolsillo.
— ¡Goldstein! —
gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero lo que más
asustó a Winston fue la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.
De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por
delante de la telepantalla y volvió a sentarse ante la mesita sin dejar de
pasarse la mano por su dolorido cuello. La música de la telepantalla se había
detenido. Una voz militar estaba leyendo, con una especie de brutal
complacencia, una descripción de los armamentos de la nueva fortaleza flotante
que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Feroe.
Con aquellos niños, pensó Winston, la
desgraciada mujer debía de llevar una vida terrorífica. Dentro de uno o dos
años sus propios hijos podían descubrir en ella algún indicio de herejía. Casi
todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor de todo era que esas
organizaciones, como la de los Espías, los convertían sistemáticamente en
pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba
a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al
Partido y a todo lo que se relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las
pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción
militar infantil con fusiles de juguete, los slogans gritados por doquier, la
adoración del Gran Hermano... todo ello era para los niños un estupendo juego.
Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores,
saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi normal que personas de más de treinta años les tuvieran un miedo
cerval a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una semana sin que el Times publicara unas líneas describiendo
cómo alguna viborilla — la denominación
oficial era «heroico niño» — había
denunciado a sus padres a la Policía del Pensamiento contándole a ésta lo que
había oído en casa.
La molestia causada por el proyectil del
tirachinas se le había pasado. Winston volvió a coger la pluma preguntándose si
no tendría algo más que escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en
O'Brien.
Años atrás cuánto tiempo hacía, quizás
siete años había soñado Winston que paseaba por una habitación oscura...
Alguien sentado a su lado le había dicho al pasar él: «Nos encontraremos en el
lugar donde no hay oscuridad». Se lo había dicho con toda calma, de una manera
casual, más como una afirmación cualquiera que como una orden. Él había seguido
andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras no le
habían impresionado. Fue sólo, más tarde y gradualmente cuando empezaron a
tomar significado. Ahora no podía recordar si fue antes o después de tener el
sueño cuando había visto a O'Brien por vez primera; y tampoco podía recordar
cuándo había identificado aquella voz como la de O'Brien. Pero, de todos modos,
era indudablemente O'Brien quien le había hablado en la oscuridad.
Nunca había podido sentirse absolutamente
seguro — incluso después del fugaz
encuentro de sus miradas esta mañana —
de si O'Brien era un amigo o un enemigo. Ni tampoco importaba mucho
esto. Lo cierto era que existía entre ellos un vínculo de comprensión más
fuerte y más importante que el afecto o el partidismo. «Nos encontraremos en el
lugar donde no hay oscuridad», le había dicho. Winston no sabía lo que podían
significas estas palabras, pero sí sabía que se convertirían en realidad.
La voz de la telepantalla se interrumpió.
Sonó un claro y hermoso toque de trompeta y la voz prosiguió en tono
chirriante:
«Atención. ¡Vuestra atención, por favor! En
este momento nos llega un notirrelámpago del frente malabar. Nuestras fuerzas
han logrado una gloriosa victoria en el sur de la India. Estoy autorizado para
decir que la batalla a que me refiero puede aproximarnos bastante al final de
la guerra. He aquí el texto del notirrelámpago...»
Malas noticias, pensó Winston. Ahora
seguirá la descripción, con un repugnante realismo, del aniquilamiento de todo
un ejército eurásico, con fantásticas cifras de muertos y prisioneros... para
decirnos luego que, desde la semana próxima, reducirán la ración de chocolate a
veinte gramos en vez de los treinta de ahora.
Winston volvió a eructar. La ginebra perdía
ya su fuerza y lo dejaba desanimado. La telepantalla — no se sabe si para celebrar la victoria o para quitar el mal sabor
del chocolate perdido — lanzó los
acordes de Oceanía, todo para ti. Se
suponía que todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que
escucharlo de pie. Sin embargo, Winston se aprovechó de que la telepantalla no
lo veía y siguió sentado.
Oceanía,
todo para ti, terminó y
empezó la música ligera. Winston se dirigió hacia la ventana, manteniéndose de
espaldas a la pantalla. El día era todavía frío y claro. Allá lejos estalló una
bombacohete con un sonido sordo y prolongado. Ahora solían caer en Londres unas
veinte o treinta bombas a la semana.
Abajo, en la calle, el viento seguía
agitando el cartel donde la palabra Ingsoc aparecía y desaparecía. Ingsoc. Los
principios sagrados de Ingsoc. Neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. A
Winston le parecía estar recorriendo las selvas submarinas, perdido en un mundo
monstruoso cuyo monstruo era él mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el
futuro era inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de que ni un solo ser
humano estaba de su parte? Y ¿cómo iba a saber si el dominio del Partido no
duraría siempre? Como respuesta, los tres slogans
sobre la blanca fachada del Ministerio de la Verdad, le recordaron que:
LA GUERRA ES LA
PAZ
LA LIBERTAD ES
LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA
ES LA FUERZA
Sacó de su bolsillo una moneda de
veinticinco centavos. También en ella, en letras pequeñas, pero muy claras,
aparecían las mismas frases y, en el reverso de la moneda, la cabeza del Gran
Hermano. Los ojos de éste le perseguían a uno hasta desde las monedas. Sí, en
las monedas, en los sellos de correo, en pancartas, en las envolturas de los
paquetes de los cigarrillos, en las portadas de los libros, en todas partes.
Siempre los ojos que os contemplaban y la voz que os envolvía. Despiertos o
dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la
cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros
cúbicos dentro de su cráneo.
El sol había seguido su curso y las mil
ventanas del Ministerio de la Verdad, en las que ya no reverberaba la luz,
parecían los tétricos huecos de una fortaleza. Winston sintió angustia — ante aquella masa piramidal. Era demasiado
fuerte para ser asaltada. Ni siquiera un millar de bombascohete podrían
abatirla. Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario. ¿Para el pasado,
para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino
algo peor: el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y
a él lo vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él
hubiera escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la
memoria. ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella
suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir
físicamente?
En la telepantalla sonaron las catorce.
Winston tenía que marchar dentro de diez minutos. Debía reanudar el trabajo a
las catorce y treinta. Qué curioso: las campanadas de la hora lo reanimaron.
Era como un fantasma solitario diciendo una verdad que nadie oiría nunca. De
todos modos, mientras Winston pronunciara esa verdad, la continuidad no se
rompía. La herencia humana no se continuaba porque uno se hiciera oír sino por
el hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y
escribió:
Para el futuro o para el pasado, para la
época en que se pueda pensar libremente, en que los hombres sean distintos unos
de otros y no vivan solitarios... Para cuando la verdad exista y lo que se haya
hecho no pueda ser deshecho:
Desde esta época de uniformidad, de este
tiempo de soledad, la Edad del Gran Hermano, la época del doblepensar...
¡muchas felicidades!
Winston comprendía que ya estaba muerto. Le
parecía que sólo ahora, en que empezaba a poder formular sus pensamientos, era
cuando había dado el paso definitivo. Las consecuencias de cada acto van
incluidas en el acto mismo. Escribió El crimental (el crimen de la
mente) no implica la muerte; el crimental es la muerte misma. Al reconocerse ya a sí mismo
muerto, se le hizo imprescindible vivir lo más posible. Tenía manchados de
tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente uno de esos detalles que le
pueden delatar a uno. Cualquier entrometido del Ministerio (probablemente, una
mujer: alguna como la del cabello color de arena o la muchacha morena del Departamento
de Novela) podía preguntarse por qué habría usado una pluma anticuada y qué habría
escrito... y luego dar el soplo a donde correspondiera. Fue al cuarto de baño y
se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le limaba la
piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy eficaz para su propósito.
Guardó el Diario en el cajón de la mesita.
Era inútil pretender esconderlo; pero, por lo menos, podía saber si lo habían
descubierto o no. Un cabello sujeto entre las páginas sería demasiado evidente.
Por eso, con la yema de un dedo recogió una partícula de polvo de posible
identificación y la depositó sobre una esquina de la tapa, de donde tendría que
caerse si cogían el libro.
III
Winston estaba soñando con su madre. Él
debía de tener unos diez u once asíos cuando su madre murió. Era una mujer
alta, estatuaria y más bien silenciosa, de movimientos pausados y magnífico
cabello rubio. A su padre lo recordaba, más vagamente, como un hombre moreno y
delgado, vestido siempre con impecables trajes oscuros (Winston recordaba sobre
todo las suelas extremadamente finas de los zapatos de su padre) y usaba gafas.
Seguramente, tanto el padre como la madre debieron de haber caído en una de las
primeras grandes purgas de los años cincuenta.
En aquel momento — en el sueño — su madre
estaba sentada en un sitio profundo junto a él y con su niña en brazos. De esta
hermana sólo recordaba Winston que era una chiquilla débil e insignificante,
siempre callada y con ojos grandes que se fijaban en todo. Se hallaban las dos
en algún sitio subterráneo — por
ejemplo, el fondo de un pozo o en una cueva muy honda, — pero era un lugar que, estando ya muy por
debajo de él, se iba hundiendo sin cesar. Sí, era la cámara de un barco que se
hundía y la madre y la hermana lo miraban a él desde la tenebrosidad de las
aguas que invadían el buque. Aún había aire en la cámara. Su madre y su
hermanita podían verlo todavía y él a ellas, pero no dejaban de irse hundiendo
ni un solo instante, de ir cayendo en las aguas, de un verde muy oscuro, que de
un momento a otro las ocultarían para siempre. Winston, en cambio, se
encontraba al aire libre y a plena luz mientras a ellas se las iba tragando la
muerte, y ellas se hundían porque él
estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría
en las caras de ellas este conocimiento. Pero la expresión de las dos no le
reprochaba nada ni sus corazones tampoco
— él lo sabía — y sólo se
transparentaba la convicción de que ellas morían para que él pudiera seguir
viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden inevitable de las
cosas.
No podía recordar qué había ocurrido, pero
mientras soñaba estaba seguro de que, de un modo u otro, las vidas de su madre
y su hermana fueron sacrificadas para que él viviera. Era uno de esos ensueños
que, a pesar de utilizar toda la escenografía onírica habitual, son una
continuación de nuestra vida intelectual y en los que nos damos cuenta de
hechos e ideas que siguen teniendo un valor después del despertar. Pero lo que de
pronto sobresaltó a Winston, al pensar luego en lo que había soñado, fue que la
muerte de su madre, ocurrida treinta años antes, había sido trágica y dolorosa
de un modo que ya no era posible. Pensó que la tragedia pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había
aún intimidad — vida privada, amor y
amistad — y en que los miembros de una
familia permanecían juntos sin necesidad de tener una razón especial para ello.
El recuerdo de su madre le torturaba porque había muerto amándole cuando él era
demasiado joven y egoísta para devolverle ese cariño y porque de alguna
manera — no recordaba cómo — se había sacrificado a un concepto de la lealtad
que era privatísimo e inalterable. Bien comprendía Winston que esas cosas no
podían suceder ahora. Lo que ahora había era miedo, odio y dolor físico, pero
no emociones dignas ni penas profundas y complejas. Todo esto lo había visto,
soñando, en los ojos de su madre y su hermanita, que lo miraban a él a través
de las aguas verdeoscuras, a una inmensa profundidad y sin dejar de hundirse.
De pronto, se vio de pie sobre el césped en
una tarde de verano en que los rayos oblicuos del sol doraban la corta hierba.
El paisaje que se le aparecía ahora se le presentaba con tanta frecuencia en
sueños que nunca estaba completamente seguro de si lo había visto alguna vez en
la vida real. Cuando estaba despierto, lo llamaba el País Dorado. Lo cubrían
pastos mordidos por los conejos con un sendero que serpenteaba por él y, aquí y
allá, unas pequeñísimas elevaciones del terreno. Al fondo, se veían unos olmos
que se balanceaban suavemente con la brisa y sus follajes parecían cabelleras
de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría un claro arroyuelo de lento
fluir.
La muchacha morena venía hacia él por aquel
campo. Con un solo movimiento se despojó de sus ropas y las arrojó
despectivamente a un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no despertaba
deseo en Winston, que se limitaba a contemplarlo. Lo que le llenaba de
entusiasmo en aquel momento era el gesto con que la joven se había librado de
sus ropas. Con la gracia y el descuido de aquel gesto, parecía estar
aniquilando toda su cultura, todo un sistema de pensamiento, como si el Gran
Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran ser barridos y
enviados a la Nada con un simple movimiento del brazo. También aquel gesto
pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó con la palabra
«Shakespeare» en los labios.
La telepantalla emitía en aquel instante un
prolongado silbido que partía el tímpano y que continuaba en la misma nota
treinta segundos. Eran las cero-siete-quince, la hora de levantarse para los
oficinistas. Winston se echó abajo de la cama
— desnudo porque los miembros del Partido Exterior recibían sólo tres
mil cupones para vestimenta durante el año y un pijama necesitaba seiscientos
cupones — y se puso un sucio singlet
y unos shorts que estaban sobre
una silla. Dentro de tres minutos empezarían las Sacudidas Físicas.
Inmediatamente le entró el ataque de tos habitual en él en cuanto se
despertaba. Vació tanto sus pulmones que, para volver a respirar, tuvo que
tenderse de espaldas abriendo y cerrando la boca repetidas veces y en rápida
sucesión. Con el esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus várices le
habían empezado a escocer.
—
¡Grupo de treinta a cuarenta! — ladró
una penetrante voz de mujer. — ¡Grupo
de treinta a cuarenta! Ocupad vuestros sitios, por favor.
Winston se colocó de un salto a la vista de la
telepantalla, en la cual había aparecido ya la imagen de una mujer más bien
joven, musculosa y de facciones duras, vestida con una túnica y calzando
sandalias de gimnasia.
—
¡Doblad y extended los brazos! — gritó.
— ¡Contad a la vez que yo! ¡Uno, dos,
tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de
vida en lo que hacéis! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres,
cuatro!...
La intensa molestia de su ataque de tos no
había logrado desvanecer en Winston la impresión que le había dejado el ensueño
y los movimientos rítmicos de la gimnasia contribuían a conservarle aquel
recuerdo. Mientras doblaba y desplegaba mecánicamente los brazos — sin perder ni por un instante la expresión
de contento que se consideraba apropiada durante las Sacudidas Físicas, — se esforzaba por resucitar el confuso período
de su primera infancia. Pero le resultaba extraordinariamente difícil. Más allá
de los años cincuenta y tantos — al
final de la década — todo se
desvanecía. Sin datos externos de ninguna clase a que referirse era imposible
reconstruir ni siquiera el esquema de la propia vida. Se recordaban los
acontecimientos de enormes proporciones
— que muy bien podían no haber acaecido, — se recordaban también detalles sueltos de hechos sucedidos en la
infancia, de cada uno, pero sin poder captar la atmósfera. Y había extensos
períodos en blanco donde no se podía colocar absolutamente nada. Entonces todo
había sido diferente. Incluso los nombres de los
países y sus formas en
el mapa. La Franja Aérea número l, por ejemplo, no se llamaba así en aquellos
días: la llamaban Inglaterra o Bretaña, aunque Londres — Winston estaba casi seguro de ello — se había llamado siempre Londres.
No podía recordar claramente una época en
que su país no hubiera estado en guerra, pero era evidente que había un
intervalo de paz bastante largo durante su infancia porque uno de sus primeros
recuerdos era el de un ataque aéreo que parecía haber cogido a todos por
sorpresa. Quizá fue cuando la bomba atómica cayó en Colchester. No se acordaba
del ataque propiamente dicho, pero sí de la mano de su padre que le tenía
cogida la suya mientras descendían precipitadamente por algún lugar subterráneo
muy profundo, dando vueltas por una escalera de caracol que finalmente le había
cansado tanto las piernas que empezó a sollozar y su padre tuvo que dejarle
descansar un poco. Su madre, lenta y pensativa como siempre, los seguía a
bastante distancia. La madre llevaba a la hermanita de Winston, o quizá sólo
llevase un lío de mantas. Winston no estaba seguro de que su hermanita hubiera
nacido por entonces. Por último, desembocaron a un sitio ruidoso y atestado de
gente, una estación de Metro.
Muchas personas se hallaban sentadas en el
suelo de piedra y otras, arracimadas, se habían instalado en diversos objetos que
llevaban. Winston y sus padres encontraron un sitio libre en el suelo y junto a
ellos un viejo y una vieja se apretaban el uno contra el otro. El anciano
vestía un buen traje oscuro y una. boina de paño negro bajo la cual le asomaba
abundante cabello muy blanco. Tenía la cara enrojecida; los ojos, azules y
lacrimosos. Olía a ginebra. Ésta parecía salírsele por los poros en vez del
sudor y podría haberse pensado que las lágrimas que le brotaban de los ojos
eran ginebra pura. Sin embargo, a pesar de su borrachera, sufría de algún dolor
auténtico e insoportable. De un modo infantil, Winston comprendió que algo
terrible, más allá del perdón y que jamás podría tener remedio, acababa de
ocurrirle al viejo. También creía saber de qué se trataba. Alguien a quien el
anciano amaba, quizás alguna nietecita, había muerto en el bombardeo. Cada
pocos minutos, repetía el viejo:
—
No debíamos habernos fiado de ellos. ¿Verdad que te lo dije, abuelita? Nos ha
pasado esto por fiarnos de ellos. Siempre lo he dicho. Nunca debimos confiar en
esos canallas.
Lo que Winston no podía recordar es a quién
se refería el viejo y quiénes eran esos de los que no había que fiarse. Desde
entonces, la guerra había sido continua, aunque hablando con exactitud no se
trataba siempre de la misma guerra. Durante algunos meses de su infancia había
habido una confusa lucha callejera en el mismo Londres y él recordaba con toda
claridad algunas escenas. Pero hubiera sido imposible reconstruir la historia
de aquel período ni saber quién luchaba contra quién en un momento dado, pues
no quedaba ningún documentó ni pruebas de ninguna clase que permitieran pensar
que la disposición de las fuerzas en lucha hubiera sido en algún momento
distinta a la actual. Por ejemplo, en este momento, en 1984 (si es que efectivamente
era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Asia Oriental.
En ningún discurso público ni conversación privada se admitía que estas tres
potencias se hubieran hallado alguna vez en distinta posición cada una respecto
a las otras. Winston sabía muy bien que, hacía sólo cuatro años, Oceanía había
estado en guerra contra Asia Oriental y aliada con Eurasia. Pero aquello era
sólo un conocimiento furtivo que él tenía porque su memoria «fallaba» mucho, es
decir, no estaba lo suficientemente controlada. Oficialmente, nunca se había
producido un cambio en las alianzas. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por
tanto, Oceanía siempre había luchado contra Eurasia. El enemigo circunstancial
representaba siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era totalmente
imposible cualquier acuerdo pasado o futuro con él.
Lo horrible, pensó por diezmilésima vez
mientras se forzaba los hombros dolorosamente hacia atrás (con las manos en las
caderas, giraban sus cuerpos por la cintura, ejercicio que se suponía
conveniente para. los músculos de la espalda), lo horrible era que
todo ello podía ser verdad. Si el Partido podía alargar la mano hacia el pasado
y decir que este o aquel acontecimiento nunca había ocurrido, esto resultaba mucho más horrible que la tortura y
la muerte.
El Partido dijo que Oceanía nunca había
sido aliada de Eurasia. Él, Winston Smith, sabía que Oceanía había estado
aliada con Eurasia cuatro años antes. Pero, ¿dónde constaba ese conocimiento?
Sólo en su propia conciencia, la cual, en todo caso, iba a ser aniquilada muy
pronto. Y si todos los demás aceptaban la mentira que impuso el Partido, si
todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia
y se convertía en verdad. «El que controla el pasado — decía el slogan
del Partido, — controla también el futuro. El que controla
el presente, controla el pasado.» Y, sin embargo, el pasado, alterable por su
misma naturaleza, nunca había sido alterado. Todo lo que ahora era verdad,
había sido verdad eternamente y lo seguiría siendo. Era muy sencillo. Lo único
que se necesitaba era una interminable serie de victorias que cada persona
debía lograr sobre su propia memoria. A esto le llamaban «control de la
realidad». Pero en neolengua
había una palabra
especial para ello: doblepensar.
—
¡Descansen! — ladró la instructora,
cuya voz parecía ahora menos malhumorada.
Winston dejó caer los brazos de sus
costados y volvió a llenar de aire sus pulmones. Su mente se deslizó por el
laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no saber, hallarse consciente
de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente
elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son
contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la
lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la
democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia;
olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello,
volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de
nuevo, y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Esta era
la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la
inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado
un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar implicaba
el uso del doblepensar.
La instructora había vuelto a llamarles la
atención:
— Y
ahora, a ver cuáles de vosotros pueden tocarse los dedos de los pies sin doblar
las rodillas — gritó la mujer con gran
entusiasmo — ¡Por favor, camaradas!
¡Uno, dos! ¡Uno, dos...!
A Winston le fastidiaba indeciblemente este
ejercicio que le hacía doler todo el cuerpo y a veces le causaba golpes de tos.
Ya no disfrutaba con sus meditaciones. El pasado, pensó Winston, no sólo había
sido alterado, sino que estaba siendo destruido. Pues, ¿cómo iba usted a
establecer el hecho más evidente si no existía más prueba que el recuerdo de su
propia memoria? Trató de recordar en qué año había oído hablar por primera vez
del Gran Hermano. Creía que debió de ser hacia el sesenta y tantos, pero era
imposible estar seguro. Por supuesto, en los libros de historia editados por el
Partido, el Gran Hermano figuraba como jefe y guardián de la Revolución desde
los primeros días de ésta. Sus hazañas habían ido retrocediendo en el tiempo
cada vez más y ya se extendían hasta el mundo fabuloso de los años cuarenta y
treinta cuando los capitalistas, con sus extraños sombreros cilíndricos,
cruzaban todavía por las calles de Londres en relucientes automóviles o en
coches de caballos pues aún quedaban vehículos de éstos, con lados de cristal.
Desde luego, se ignoraba cuánto había de cierto en esta leyenda y cuánto de
inventado. Winston no podía recordar ni siquiera en qué fecha había empezado el
Partido a existir. No creía haber oído la palabra «Ingsoc» antes de 1960. Pero
era posible que en su forma viejolingüística
— es decir, «socialismo inglés» —
hubiera existido antes. Todo se había desvanecido en la niebla. Sin
embargo, a veces era posible poner el dedo sobre una mentira concreta. Por
ejemplo, no era verdad, como pretendían los libros de historia lanzados por el
Partido, que éste hubiera inventado los aeroplanos. Winston recordaba los
aeroplanos desde su más temprana infancia. Pero tampoco podría probarlo. Nunca
se podía probar nada. Sólo una vez en su vida había tenido en sus manos la
innegable prueba documental de la falsificación de un hecho histórico. Y en
aquella ocasión...
—
¡Smith! — chilló la voz de la
telepantalla — ; ¡6079 Smith W! ¡Sí, tú! ¡Inclínate más, por favor! Puedes
hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más doblado, haz el favor.
Ahora está mucho mejor, camarada. Descansad
todos y fijaos en mí.
Winston sudaba por todo su cuerpo, pero su
cara permanecía completamente inescrutable. ¡Nunca os manifestéis desanimados!
¡Nunca os mostréis resentidos! Un leve pestañeo podría traicionaros. Por eso,
Winston miraba impávido — a la
instructora mientras ésta levantaba los brazos por encima de la cabeza y, si no
con gracia, sí con notable precisión y eficacia, se dobló y se tocó los dedos
de los pies sin doblar las rodillas.
—
¡Ya habéis visto, camaradas; así es como quiero que lo hagáis! Miradme otra
vez. Tengo treinta y nueve años y cuatro hijos. Mirad — volvió a doblarse. — Ya
veis que mis rodillas no se han doblado. Todos vosotros podéis hacerlo si
queréis — añadió mientras se ponía
derecha. — Cualquier persona de menos de cuarenta y cinco años es perfectamente capaz de
tocarse así los dedos de los pies. No todos nosotros tenemos el privilegio de
luchar en el frente, pero por lo menos podemos mantenernos en forma. ¡Recordad
a nuestros muchachos en el frente malabar! !Y a los marineros de las fortalezas
flotantes! Pensad en las penalidades que han de soportar. Ahora, probad otra
vez. Eso está mejor, camaradas, mucho mejor
— añadió en tono estimulante dirigiéndose a Winston, el cual, con un
violento esfuerzo, había logrado tocarse los dedos de los pies sin doblar las
rodillas. Desde varios años atrás, no lo conseguía.
IV
Con el hondo e inconsciente suspiro que ni siquiera la proximidad de
la telepantalla podía ahogarle cuando empezaba el trabajo del día, Winston se
acercó al hablescribe, sopló para sacudir el polvo del micrófono y se puso las gafas. Luego
desenrolló y juntó con un clip cuatro pequeños cilindros de papel que acababan
de caer del tubo neumático sobre el lado derecho de su mesa de despacho.
En las paredes de la cabina había tres orificios. A la derecha del
hablescribe, un pequeño tubo neumático para mensajes escritos, a la izquierda,
un tubo más ancho para los periódicos; y en la otra pared, de manera que
Winston lo tenía a mano, una hendidura grande y oblonga protegida por una
rejilla de alambre. Esta última servía para tirar el papel inservible. Había
hendiduras semejantes a miles o a docenas de miles por todo el edificio, no
sólo en cada habitación, sino a lo largo de todos los pasillos, a pequeños
intervalos. Les llamaban «agujeros de la memoria». Cuando un empleado sabía que
un documento había de ser destruido, o incluso cuando alguien veía un pedazo de
papel por el suelo y por alguna mesa, constituía ya un acto automático levantar
la tapa del más cercano «agujero de la memoria» y tirar el papel en él. Una
corriente de aire caliente se llevaba el papel en seguida hasta los enormes
hornos ocultos en algún lugar desconocido de los sótanos del edificio.
Winston examinó las cuatro franjas de papel que había desenrollado.
Cada una de ellas contenía una o dos líneas escritas en el argot abreviado
(no era exactamente neolengua,
pero consistía principalmente en palabras
neolingüísticas) que se usaba en el Ministerio para fines internos. Decían así:
times 17.3.84. discurso gh malregistrado áfrica rectificar
times 19.12.83 predicciones plantrienal cuarto trimestre 83 erratas
comprobar número corriente
times 14.2.84. Minibundancia malcitado chocolate rectificar
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas
reescribir completo someter antesarclúvar
Con cierta satisfacción apartó Winston el cuarto mensaje. Era un
asunto intrincado y de responsabilidad y prefería ocuparse de él al final. Los
otros tres eran tarea rutinaria, aunque el segundo le iba a costar
probablemente buscar una serie de datos fastidiosos.
Winston pidió por la telepantalla los números necesarios del Times,
que le llegaron por el tubo neumático pocos minutos después. Los mensajes que
había recibido se referían a artículos o noticias que por una u otra razón era
necesario cambiar, o, como se decía oficialmente, rectificar. Por ejemplo, en
el número del Times correspondiente al 17 de marzo se decía que el Gran
Hermano, en su discurso del día anterior, había predicho que el frente de la
India Meridional seguiría en calma, pero que, en cambio, se desencadenaría una
ofensiva eurasiática muy pronto en África del Norte. Como quiera que el alto
mando de Eurasia había iniciado su ofensiva en la India del Sur y había dejado
tranquila al África del Norte, era por tanto necesario escribir un nuevo párrafo
del discurso del Gran Hermano, con objeto de hacerle predecir lo que había
ocurrido efectivamente. Y en el Times del 19 de diciembre del año anterior se
habían publicado los pronósticos oficiales sobre el consumo de ciertos
productos en el cuarto trimestre de 1983, que era también el sexto grupo del
noveno plan trienal. Pues bien, el número de hoy contenía una referencia al
consumo efectivo y resultaba que los pronósticos se habían equivocado
muchísimo. El trabajo de Winston consistía en cambiar las cifras originales
haciéndolas coincidir con las posteriores. En cuanto al tercer mensaje, se
refería a un error muy sencillo que se podía arreglar en un par de minutos. Muy
poco tiempo antes, en febrero, el Ministerio de la Abundancia había lanzado la
promesa (oficialmente se le llamaba «compromiso categórico») de que no habría
reducción de la ración de chocolate durante el año 1984. Pero la verdad era,
como Winston sabía muy bien, que la ración de chocolate sería reducida, de los
treinta gramos que daban, a veinte al final de aquella semana. Como se verá, el
error era insignificante y el único cambio necesario era sustituir la promesa
original por la advertencia de que probablemente habría que reducir la ración
hacia el mes de abril.
Cuando Winston tuvo preparadas las correcciones las unió con un clip
al ejemplar del Times que le habían enviado y los mandó por el tubo neumático.
Entonces, con un movimiento casi inconsciente, arrugó los mensajes originales y
todas las notas que él había hecho sobre el asunto y los tiró por el «agujero
de la memoria» para que los devoraran las llamas.
Él no sabía con exactitud lo que sucedía en el invisible laberinto
adonde iban a parar los tubos neumáticos, pero tenía una idea general. En
cuanto se reunían y ordenaban todas las correcciones que había sido necesario
introducir en un número determinado del Times, ese número volvía a ser impreso,
el ejemplar primitivo se destruía y el ejemplar corregido ocupaba su puesto en
el archivo. Este proceso de continua alteración no se aplicaba sólo a los
periódicos, sino a los libros, revistas, folletos, carteles, programas,
películas, bandas sonoras, historietas para niños, fotografías, es decir, a
toda clase de documentación o literatura que pudiera tener algún significado
político o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el pasado era
puesto al día. De este modo, todas las predicciones hechas por el Partido
resultaban acertadas según prueba documental. Toda la historia se convertía así
en un palimpsesto, raspado y vuelto a escribir con toda la frecuencia
necesaria. En ningún caso habría sido posible demostrar la existencia de una
falsificación. La sección más nutrida del Departamento de Registro, mucho mayor
que aquella donde trabajaba Winston, se componía sencillamente de personas cuyo
deber era recoger todos los ejemplares de libros, diarios y otros documentos
que se hubieran quedado atrasados y tuvieran que ser destruidos. Un número del Times que — a causa de cambios en la política exterior
o de profecías equivocadas hechas por el Gran Hermano — hubiera tenido que ser escrito de nuevo una
docena de veces, seguía estando en los archivos con su fecha original y no
existía ningún otro ejemplar para contradecirlo. También los libros eran
recogidos y reescritos muchas veces y cuando se volvían a editar no se
confesaba que se hubiera introducido modificación alguna. Incluso las
instrucciones escritas que recibía Winston y que él hacía desaparecer
invariablemente en cuanto se enteraba de su contenido, nunca daban a entender
ni remotamente que se estuviera cometiendo una falsificación. Sólo se referían
a erratas de imprenta o a citas equivocadas que era necesario poner bien en
interés de la verdad.
Lo más curioso era — pensó Winston mientras arreglaba las
cifras del Ministerio de la Abundancia —
que ni siquiera se trataba de una falsificación. Era, sencillamente, la
sustitución de un tipo de tonterías por otro. La mayor parte del material que
allí manejaban no tenía relación alguna con el mundo real, ni siquiera en esa
conexión que implica una mentira directa. Las estadísticas eran tan fantásticas
en su versión original como en la rectificada. En la mayor parte de los casos,
tenía que sacárselas el funcionario de su cabeza. Por ejemplo, las predicciones
del Ministerio de la Abundancia calculaban la producción de botas para el
trimestre venidero en ciento cuarenta y cinco millones de pares. Pues bien, la
cantidad efectiva fue de sesenta y dos millones de pares. Es decir, la cantidad
declarada oficialmente. Sin embargo, Winston, al modificar ahora la
«predicción», rebajó la cantidad a cincuenta y siete millones, para que
resultara posible la habitual declaración de que se había superado la
producción. En todo caso, sesenta y dos_ millones no se acercaban a la verdad
más que los cincuenta y siete millones o los ciento cuarenta y cinco. Lo más
probable es que no se hubieran producido botas en absoluto. Nadie sabía en
definitiva cuánto se había producido ni le importaba. Lo único de que se estaba
seguro era de que cada trimestre se producían sobre el papel cantidades
astronómicas de botas mientras que media población de Oceanía iba descalza. Y
lo mismo ocurría con los demás datos, importantes o minúsculos, que se
registraban. Todo se disolvía en un mundo de sombras en el cual incluso la
fecha del año era insegura.
Winston miró hacia el vestíbulo. En la
cabina de enfrente trabajaba un hombre pequeñito, de aire eficaz, llamado
Tillotson, con un periódico doblado sobre sus rodillas y la boca muy cerca de
la bocina del hablescribe. Daba la impresión de que lo que decía era un secreto
entre él y la telepantalla. Levantó la vista y los cristales de sus gafas le
lanzaron a Winston unos reflejos hostiles.
Winston no conocía apenas a Tillotson ni
tenía idea de la clase de trabajo que le habían encomendado. Los funcionarios
del Departamento del Registro no hablaban de sus tareas. En el largo vestíbulo,
sin ventanas, con su doble fila de cabinas y su interminable ruido de
periódicos y el murmullo de las voces junto a los hablescribe, había por lo
menos una docena de personas a las que Winston no conocía ni siquiera de
nombre, aunque los veía diariamente apresurándose por los pasillos o
gesticulando en los Dos Minutos de Odio. Sabía que en la cabina vecina a la
suya la mujercilla del cabello arenoso trabajaba en descubrir y borrar en los
números atrasados de la Prensa los nombres de las personas vaporizadas, las
cuales se consideraba que nunca habían existido. Ella estaba especialmente
capacitada para este trabajo, ya que su propio marido había sido vaporizado dos años antes. Y pocas
cabinas más allá, un individuo suave, soñador e ineficaz, llamado Ampleforth,
con orejas muy peludas y un talento sorprendente para rimar y medir los versos,
estaba encargado de producir los textos definitivos de poemas que se habían
hecho ideológicamente ofensivos, pero que, por una u otra razón, continuaban en
las antologías. Este vestíbulo, con sus cincuenta funcionarios, era sólo una
subsección, una pequeñísima célula de la enorme complejidad del Departamento de
Registro. Más allá, arriba, abajo, trabajaban otros enjambres de funcionarios
en multitud de tareas increíbles. Allí estaban las grandes imprentas con sus
expertos en tipografía y sus bien dotados estudios para la falsificación de
fotografías. Había la sección de
teleprogramas con sus ingenieros, sus directores y equipos de actores escogidos
especialmente por su habilidad para imitar voces. Había también un gran número
de empleados cuya labor sólo consistía en redactar listas de libros y
periódicos que debían ser «repasados». Los documentos corregidos se guardaban y
los ejemplares originales eran destruidos en hornos ocultos. Por último,
en un lugar desconocido estaban los
cerebros directores que coordinaban todos estos esfuerzos y establecían las
líneas políticas según las cuales un fragmento del pasado había de ser
conservado, falsificado otro, y otro borrado de la existencia.
El Departamento
de Registro, después de todo, no era más que una simple rama del Ministerio de
la Verdad, cuya principal tarea no era reconstruir el pasado, sino
proporcionarles a los ciudadanos de Oceanía periódicos, películas, libros de
texto, programas de telepantalla, comedias, novelas, con toda clase de
información, instrucción o entretenimiento. Fabricaban desde una estatua a un slogan, de un poema lírico a un
tratado de biología y desde la cartilla de los párvulos hasta el diccionario de
neolengua..Y el Ministerio no sólo tenía que atender a las múltiples
necesidades del Partido, sino repetir toda la operación en un nivel más bajo a
beneficio del proletariado. Había toda una cadena de secciones separadas que se
ocupaban de la literatura, la música, el teatro y, en general, de todos los
entretenimientos para los proletarios. Allí se producían periódicos que no
contenían más que informaciones deportivas, sucesos y astrología, noveluchas
sensacionalistas, películas que rezumaban sexo y canciones sentimentales
compuestas por medios exclusivamente mecánicos en una especie de calidoscopio
llamado versificador. Había incluso una
sección conocida en neolengua con el nombre de Pornosec, encargada de producir
pornografía de clase ínfima y que era enviada en paquetes sellados que ningún
miembro del Partido, aparte de los que trabajaban en la sección, podía abrir.
Habían salido
tres mensajes por el tubo neumático mientras Winston. trabajaba, pero se
trataba de asuntos corrientes y los había despachado antes de ser interrumpido
por los Dos Minutos de Odio. Cuando el odio terminó, volvió Winston a su
cabina, sacó del estante el diccionario de neolengua, apartó a un lado el
hablescribe, se limpió las gafas y se dedicó a su principal cometido de la
mañana.
El mayor placer
de Winston era su trabajo. La mayor parte de éste consistía en una aburrida
rutina, pero también incluía labores tan difíciles e intrincadas que se perdía
uno en ellas como en las profundidades de un problema de matemáticas: delicadas
labores de falsificación en que sólo se podía guiar uno por su conocimiento de
los principios del Ingsoc
y el cálculo de lo que el Partido quería que uno dijera. Winston servía
para esto. En una ocasión le encargaron incluso la rectificación de los
editoriales del Times, que estaban escritos totalmente en neolengua. Desenrolló
el mensaje que antes había dejado a un lado como más difícil. Decía:
times 3.12.83
referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir completo
someter antesarchivar.
En antiguo idioma
(en inglés) quedaba así:
La información
sobre la orden del día del Gran Hermano en el Times del 3 de diciembre de 1983 es absolutamente insatisfactoria y
se refiere a las personas inexistentes. Volverlo a escribir por completo y
someter el borrador a la autoridad superior antes de archivar.
Winston leyó el
artículo ofensivo. La orden del día del Gran Hermano se dedicaba a alabar el
trabajo de una organización conocida por FFCC, que proporcionaba cigarrillos y
otras cosas a los marineros de las fortalezas flotantes. Cierto camarada
Withers, destacado miembro del Partido Interior, había sido agraciado con una
mención especial y le habían concedido una condecoración, la Orden del Mérito
Conspicuo, de segunda clase.
Tres meses
después, la FFCC había sido disuelta sin que se supieran los motivos. Podía
pensarse que Withers y sus asociados habían caído en desgracia, pero no había
información alguna sobre el asunto en la Prensa ni en la telepantalla. Era lo
corriente, ya que muy raras veces se procesaba ni se denunciaba públicamente a
los delincuentes políticos. Las grandes «purgas» que afectaban a millares de
personas, con procesos públicos de traidores y criminales del pensamiento que
confesaban abyectamente sus crímenes para ser luego ejecutados, constituían
espectáculos especiales que se daban sólo una vez cada dos años. Lo habitual
era que las personas caídas en desgracia desapareciesen sencillamente y no se
volviera a oír hablar de
ellas. Nunca se tenía la menor noticia de lo que pudiera haberles ocurrido. En algunos
casos, ni siquiera habían muerto. Aparte de sus padres, unas treinta personas
conocidas por Winston habían desaparecido en una u otra ocasión.
Mientras pensaba
en todo esto, Winston se daba golpecitos en la nariz con un sujetador de
papeles. En la cabina de enfrente, el camarada Tillotson
seguía misteriosamente inclinado sobre su hablescribe. Levantó la cabeza un
momento. Otra vez, los destellos hostiles de las gafas. Winston se preguntó si
el camarada Tillotson estaría encargado del mismo trabajo que él. Era
perfectamente posible. Una tarea tan difícil y complicada no podía estar a
cargo de una sola persona. Por otra parte, encargarla a un grupo sería admitir
abiertamente que se estaba realizando una falsificación. Muy probablemente, una
docena de personas trabajaban al mismo tiempo en distintas versiones rivales
para inventar lo que el Gran Hermano había dicho «efectivamente». Y, después,
algún cerebro privilegiado del Partido Interior elegiría esta o aquella
versión, la redactaría definitivamente a su manera y pondría en movimiento el
complejo proceso de confrontaciones necesarias. Luego, la mentira elegida
pasaría a los registros permanentes y se convertiría en la verdad.
Winston no sabía
por qué había caído Withers en desgracia. Quizás fuera por corrupción o
incompetencia. O quizás el Gran Hermano se hubiera librado de
un subordinado demasiado popular. También pudiera ser que Withers o alguno relacionado
con él hubiera sido acusado de tendencias heréticas. O quizás — y esto era lo más probable — hubiese ocurrido aquello sencillamente
porque las «purgas» y las vaporizaciones eran parte necesaria de la mecánica gubernamental. El único indicio real
era el contenido en las palabras «refs nopersonas», con lo que se indicaba que
Withers estaba ya muerto. Pero no siempre se podía presumir que un individuo
hubiera muerto por el hecho de haber desaparecido. A veces los soltaban y los
dejaban en libertad durante uno o dos años antes de ser ejecutados. De vez en
cuando, algún individuo a quien se creía muerto desde hacía mucho tiempo
reaparecía como un fantasma en algún proceso sensacional donde comprometía a
centenares de otras personas con sus testimonios antes de desaparecer, esta vez
para siempre. Sin embargo, en el caso de Withers, estaba claro que lo habían
matado. Era ya una nopersona. No existía: nunca había existido. Winston decidió que no bastaría con cambiar el
sentido del discurso del Gran Hermano. Era mejor hacer que se refiriese a un
asunto sin relación alguna con el auténtico.
Podía trasladar
el discurso al tema habitual de los traidores y los criminales del pensamiento,
pero esto resultaba demasiado claro; y por otra parte, inventar una victoria en
el frente o algún triunfo de superproducción en el noveno plan trienal, podía
complicar demasiado los registros. Lo que se necesitaba era una fantasía pura.
De pronto se le ocurrió inventar que un cierto camarada Ogilvy había muerto
recientemente en la guerra en circunstancias heroicas. En ciertas ocasiones, el
Gran Hermano dedicaba su orden del día a conmemorar a algunos miembros
ordinarios del Partido cuya vida y muerte ponía como ejemplo digno de ser
imitado por todos. Hoy conmemoraría al camarada Ogilvy. Desde luego, no existía
el tal Ogilvy, pero unas cuantas líneas de texto y un par de fotografías
falsificadas bastarían para darle vida.
Winston
reflexionó un momento, se acercó luego al hablescribe y empezó a dictar en el
estilo habitual del Gran Hermano: un estilo militar y pedante a la vez y fácil
de imitar por el truco de hacer preguntas y contestárselas él mismo en seguida.
(Por ejemplo: «¿Qué nos enseña este hecho, camaradas? Nos
enseña la lección — que es también uno
de los principios fundamentales de Ingsoc —
que», etc., etc.)
A la edad de tres
años, el camarada Ogilvy había rechazado todos los juguetes excepto un tambor,
una ametralladora y un autogiro. A los seis años — uno antes de lo reglamentario por concesión especial — se había alistado en los Espías; a los nueve
años, era ya jefe de tropa. A los once había denunciado a su tío a la Policía
del Pensamiento después de oírle una conversación donde el adulto se había
mostrado con tendencias criminales. A los diecisiete fue organizador en su
distrito de la Liga Juvenil Anti-Sex. A los
diecinueve había inventado una granada de mano que fue adoptada por el
Ministerio de la Paz y que, en su primera prueba, mató a treinta y un
prisioneros eurasiáticos. A los
veintitrés murió en acción de guerra. Perseguido por cazas enemigos de
propulsión a chorro mientras volaba sobre el Océano indico portador de mensajes
secretos, se había arrojado al mar con las ametralladoras y los documentos...
Un final, decía el Gran Hermano, que necesariamente despertaba la envidia. El
Gran Hermano añadía unas consideraciones sobre la pureza y rectitud de la vida
del camarada Ogilvy. Era abstemio y no fumador, no se permitía más diversiones
que una hora diaria en el gimnasio y había hecho voto de soltería por creer que
el matrimonio y el cuidado de una familia imposibilitaban dedicar las
veinticuatro horas del día al cumplimiento del deber. No tenía más tema de
conversación que los principios de Ingsoc, ni más finalidad en la vida que la
derrota del enemigo eurasiático y la caza de espías, saboteadores, criminales
mentales y traidores en general.
Winston discutió
consigo mismo si debía o no concederle al camarada Ogilvy la Orden del Mérito Conspicuo;
al final decidió no concedérsela porque ello acarrearía un excesivo trabajo de
confrontaciones para que el hecho coincidiera con otras referencias.
De nuevo miró a
su rival de la cabina de enfrente. Algo parecía decirle que Tillotson se
ocupaba en lo mismo que él. No había manera de saber cuál de las versiones
sería adopta da finalmente, pero Winston tenía la firme convicción de que se
elegiría la suya. El camarada Ogilvy, que hace una hora no existía, era ya un
hecho. A Winston le resultaba curioso que se pudieran crear hombres muertos y
no hombres vivos. El camarada Ogilvy, que nunca había existido en el presente,
era ya una realidad en el pasado, y cuando quedara olvidado en el acto de la
falsificación, seguiría existiendo con la misma autenticidad y con pruebas de
la misma fuerza que Carlomagno o Julio César.
V
En la cantina, un local de techo bajo en
los sótanos, la cola para el almuerzo avanzaba lentamente. La estancia estaba
atestada de gente y llena de un ruido ensordecedor. De la parrilla tras el
mostrador emanaba el olorcillo del asado. Al extremo de la cantina había un
pequeño bar, una especie de agujero en el muro, donde podía comprarse la
ginebra a diez centavos el vasito.
—
Precisamente el que andaba yo buscando
— dijo una voz a espaldas de Winston. Éste se volvió. Era su amigo Syme,
que trabajaba en el Departamento de Investigaciones. Quizás no fuera «amigo» la
palabra adecuada. Ya no había amigos, sino camaradas. Pero persistía una
diferencia: unos camaradas eran más agradables que otros. Syme era filósofo,
especializado en neolengua. Desde luego, pertenecía al inmenso grupo de
expertos dedicados a redactar la onceava edición del Diccionario de Neolengua.
Era más pequeño que Winston, con cabello negro y sus ojos saltones, a la vez tristes
y burlones, que parecían buscar continuamente algo dentro de su interlocutor.
—
Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar
— dijo.
—
¡Ni una! — dijo Winston con una
precipitación culpable. — He tratado de
encontrarlas por todas partes, pero ya no hay.
Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad
era que Winston guardaba en su casa dos sin estrenar. Durante los meses pasados
hubo una gran escasez de hojas. Siempre faltaba algún artículo necesario que en
las tiendas del Partido no podían proporcionar; unas veces, botones;. otras,
hilo de coser; a veces, cordones para los zapatos, y ahora faltaban cuchillas
de afeitar. Era imposible adquirirlas a no ser que se buscaran furtivamente en
el mercado «libre».
—
Llevo seis semanas usando la misma cuchilla
— mintió Winston.
La cola avanzó otro poco. Winston se volvió
otra vez para observar a Syme. Cada uno de ellos cogió una bandeja grasienta de
metal de una pila que había al borde del mostrador.
—
¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer?
— le preguntó Syme.
—
Estaba trabajando — respondió Winston
en tono indiferente. — Lo veré en el
cine, seguramente.
—
Un sustitutivo muy inadecuado — comentó
Syme.
Sus ojos burlones recorrieron el rostro de
Winston. «Te conozco», parecían decir los ojos. «Veo a través de ti. Sé muy
bien por qué no fuiste a ver ahorcar los prisioneros.» Intelectualmente, Syme
era de una ortodoxia venenosa. Por ejemplo, hablaba con una satisfacción
repugnante de los bombardeos de los helicópteros contra los pueblos enemigos, de
los procesos y confesiones de los criminales del pensamiento y de las
ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar con él suponía
siempre un esfuerzo por apartarle de esos temas e interesarle en problemas
técnicos de neolingüística en los que era una autoridad y sobre los que podía
decir cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para evitar el
escrutinio de los grandes ojos negros.
—
Fue una buena ejecución — dijo Syme añorante . — Pero me parece que estropean el efecto atándoles
los pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es estupendo ver cómo sacan
la lengua, que se les pone azul... ¡de un azul tan brillante! Ese detalle es el
que más me gusta.
—
¡El siguiente, por favor! — dijo la
propietaria del delantal blanco que servía tras el mostrador.
Winston y Syme presentaron sus bandejas. A
cada uno de ellos les pusieron su ración: guiso con un poquito de carne, algo
de pan, un cubito de queso, un poco de café de la Victoria y una pastilla de
sacarina.
—
Allí hay una mesa libre, debajo de la telepantalla — dijo Syme. — De camino
podemos coger un poco de ginebra.
Les sirvieron la ginebra en unas terrinas.
Se abrieron paso entre la multitud y colocaron el contenido de sus bandejas
sobre la mesa de tapa de metal, en una esquina de la cual había dejado alguien
un chorreón de grasa del guiso, un líquido asqueroso. Winston cogió la terrina de ginebra, se detuvo un instante para decidirse, y
se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a aceite. Le acudieron lágrimas a
los ojos como reacción y de pronto descubrió que tenía hambre. Empezó a tragar
cucharadas del guiso, que contenía unos trocitos de un material substitutivo de
la carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que vaciaron los recipientes.
En la mesa situada a la izquierda de Winston, un poco detrás de él, alguien
hablaba rápidamente y sin cesar, una cháchara que recordaba el cua-cua del
pato. Esa voz perforaba el jaleo general de la cantina.
—¿Cómo va el diccionario? — dijo Winston elevando la voz para dominar
el ruido.
—
Despacio — respondió Syme. — Por los adjetivos. Es un trabajo fascinador.
En cuanto oyó que le hablaban de lo suyo,
se animó inmediatamente. Apartó el plato de aluminio, tomó el mendrugo de pan
con gesto delicado y el queso con la otra mano. Se inclinó sobre la mesa para
hablar sin tener que gritar.
—
La onceava edición es la definitiva erijo. —
Le estamos dando al idioma su forma final, la forma que tendrá cuando
nadie hable más que neolengua. Cuando terminemos nuestra labor, tendréis que
empezar a aprenderlo de nuevo. Creerás, seguramente, que nuestro principal
trabajo consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es
destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma
para dejarlo en los huesos. De las palabras que contenga la onceava edición,
ninguna quedará anticuada antes del año 2050.
— Dio un hambriento bocado a su pedazo de pan y se lo tragó sin dejar de
hablar con una especie de apasionamiento pedante. Se le había animado su rostro
moreno, y sus ojos, sin perder el aire soñador, no tenían ya su expresión
burlona.
—
La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las
principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay
centenares de nombres de los que puede uno prescindir. No se trata sólo de los
sinónimos. También los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el
empleo de una palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda palabra
contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo, tenemos «bueno». Si tienes una
palabra como «bueno», ¿qué necesidad hay de la contraria, «malo»? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la
palabra exactamente contraria a «bueno» y la otra no. Por otra parte, si
quieres un reforzamiento de la palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas
confusas e inútiles palabras «excelente, espléndido» y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor que lo simplemente
bueno y dobleplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado
de bondad. Es el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas formas, pero en la
versión final de la neolengua se suprimirán las demás palabras que todavía se
usan como equivalentes. Al final todo lo relativo a la bondad podrá expresarse
con seis palabras; en realidad una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que
hay en esto, Winston? Naturalmente, la idea fue del Gran Hermano — añadió después de reflexionar un poco.
Al oír nombrar al Gran Hermano, el rostro
de Winston se animó automáticamente. Sin embargo, Syme descubrió inmediatamente
una cierta falta de entusiasmo.
—
Tú no aprecias la neolengua en lo que vale dijo Syme con tristeza. — Incluso cuando escribes sigues pensando en
la antigua lengua. He leído algunas de las cosas que has escrito para el Times. Son bastante buenas, pero no
pasan de traducciones. En el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con
toda su vaguedad y sus inútiles matices de significado. No sientes la belleza
de la destrucción de las palabras. ¿No sabes que la neolengua es el único
idioma del mundo cuyo vocabulario disminuye cada día?
Winston no lo sabía, naturalmente.
Sonrió — creía hacerlo agradablemente
— porque no se fiaba de hablar. Syme
comió otro bocado del pan negro, lo masticó un poco y siguió:
—
¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento,
estrechar el radio de acción de la mente? Al final,
acabaremos haciendo imposible todo crimen del pensamiento. En efecto, ¿cómo
puede haber crimental si cada
concepto se expresa claramente con una
sola palabra, una palabra cuyo significado esté decidido rigurosamente y con
todos sus significados secundarios eliminados y olvidados para siempre? Y en la
onceava edición nos acercamos a ese ideal, pero su perfeccionamiento continuará
mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año habrá menos palabras y el
radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto,
tampoco ahora hay justificación alguna para cometer un crimen por el
pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad.
Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La revolución será completa
cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc es neolengua — añadió con una satisfacción mística. — ¿No se te ha ocurrido pensar, Winston, que
lo más tarde hacia el año 2050, ni un solo ser humano podrá entender una
conversación como ésta que ahora sostenemos?
— Excepto... — empezó a decir Winston, dubitativo, pero
se interrumpió alarmado.
Había estado a punto de decir «excepto los proles»; pero no estaba muy
seguro de que esta observación fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó lo
que iba a decir.
— Los proles no son seres
humanos — dijo. — Hacia el 2050, quizá antes, habrá
desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura
del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... sólo existirán en versiones neolingüísticas,
no sólo transformados en algo muy diferente, sino convertidos en lo contrario
de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará; hasta los slogans
serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan como el de «la libertad es la
esclavitud» cuando el concepto de libertad no exista? Todo el clima del
pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en
que ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el
pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.
De pronto tuvo Winston la profunda convicción de que uno de aquellos
días vaporizarían a Syme. Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada
claridad y habla con demasiada sencillez. Al Partido no le gustan estas gentes.
Cualquier día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.
Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para
beber la terrina de café. En la mesa de la
izquierda, el hombre de la voz estridente seguía hablando sin cesar. Una joven,
que quizás fuera su secretaria y que estaba sentada de espaldas a Winston, le
escuchaba y asentía continuamente. De vez en cuando, Winston captaba alguna
observación como: «Cuánta razón tienes» o «No sabes hasta qué punto estoy de
acuerdo contigo», en una voz juvenil y algo tonta. Pero la otra voz no se
detenía ni siquiera cuando la muchacha decía algo. Winston conocía de vista a
aquel hombre aunque sólo sabía que ocupaba un puesto importante en el
Departamento de Novela. Era un hombre de unos treinta años con un poderoso
cuello y una boca grande y gesticulante.
Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus
gafas reflejaban la luz y le presentaban a Winston dos discos vacíos en vez de
un par de ojos. Lo inquietante era que del torrente de ruido que salía de su
boca resultaba casi imposible distinguir una sola palabra. Sólo un cabo de
frase comprendió Winston — «completa y
definitiva eliminación del go1dsteinismo» , — pronunciado con tanta rapidez que parecía salir en un solo bloque
como la línea, fundida en plomo, de una linotipia. Lo demás era sólo ruido, un
cuac-cuac-cuac, y, sin embargo, aunque no se podía oír lo que decía, era seguro
que se refería a Goldstein acusándolo
y exigiendo medidas más duras contra los criminales del pensamiento y los
saboteadores. Sí, era indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades
del ejército eurasiático y que alababa al Gran Hermano o a los héroes del frente
malabar. Fuera lo que fuese, se podía estar seguro de que todas sus palabras
eran ortodoxia pura. Ingsoc cien por cien. Al contemplar el rostro sin ojos con
la mandíbula en rápido movimiento, tuvo Winston la curiosa sensación de que no
era un ser humano, sino una especie de muñeco. No hablaba el cerebro de aquel
hombre, sino su laringe. Lo que salía de ella consistía en palabras, pero no era un discurso en el
verdadero sentido, sino un ruido inconsciente como el cuac-cuac de un pato.
Syme se había quedado silencioso unos
momentos y con el mango de la cucharilla trazaba dibujos entre los restos del
guisado. La voz de la otra mesa seguía con su rápido cuac-cuac, fácilmente
perceptible a pesar de la algarabía de la cantina.
Hay una palabra en neolengua — dijo Syme — que no sé si la conoces: pathablar, o sea, hablar de modo
que recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una de esas palabras interesantes que
tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada a un contrario, es un insulto;
aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es un elogio.
No cabía duda, volvió a pensar Winston, a
Syme lo vaporizarían. Lo pensó con cierta tristeza aunque sabía perfectamente
que Syme lo despreciaba y era muy capaz de denunciarle como culpable mental.
Había algo de sutilmente malo en Syme. Algo le faltaba: discreción, prudencia,
algo así como estupidez salvadora. No podía decirse que no fuera ortodoxo.
Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al Gran Hermano, se alegraba de
las victorias y odiaba a los herejes, no sólo sinceramente, sino con inquieto
celo hallándose al día hasta un grado que no solía alcanzar el miembro
ordinario del Partido. Sin embargo, se cernía sobre él un vago aire de
sospecha. Decía cosas que debía callar, leía demasiados libros, frecuentaba el
Café del Nogal, guarida de pintores y músicos. No había ley que prohibiera la
frecuentación del Café del Nogal. Sin embargo, era sitio de mal agüero. Los
antiguos y desacreditados jefes del Partido se habían reunido allí antes de ser
«purgados» definitivamente. Se decía que al mismo Goldstein lo habían visto allí algunas veces hacía años o décadas. Por tanto, el
destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra parte, era indudable
que si aquel hombre olía — sólo por
tres segundos — las opiniones secretas
de Winston, lo denunciaría inmediatamente a la Policía del Pensamiento. Por
supuesto, cualquier otro lo haría; Syme se daría más prisa. Pero no bastaba con
el celo. La ortodoxia era la inconsciencia.
Syme levantó la vista:
—
Aquí viene Parsons — dijo.
Algo en el tono de su voz parecía añadir,
«ese idiota». Parsons, vecino de Winston en las Casas de la Victoria, se abría
paso efectivamente por la atestada cantina. Era un in dividuo de mediana
estatura con cabello rubio y cara de rana. A los treinta y cinco años tenía ya
una buena cantidad de grasa en el cuello y en la cintura, pero sus movimientos
eran ágiles y juveniles. Todo su aspecto hacía pensar en un muchacho con
excesiva corpulencia, hasta tal punto que, a pesar de vestir el «mono»
reglamentario, era casi imposible no figurárselo con los pantalones cortos y
azules, la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, se pensaba
siempre en escenas de la organización juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía shorts
para cada excursión colectiva o cada vez que cualquier actividad física de
la comunidad le daba una disculpa para hacerlo. Saludó a ambos con un alegre
¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa esparciendo un intenso olor a sudor. Su
rojiza cara estaba perlada de gotitas de sudor. Tenía un enorme poder
sudorífico. En el Centro de la Comunidad se podía siempre asegurar si Parsons
había jugado al tenis de mesa por la humedad del mango de la raqueta. Syme sacó
una tira de papel en la que había una larga columna de palabras y se dedicó a
estudiarla con un lápiz tinta entre los dedos.
—
Mira cómo trabaja hasta en la hora de comer
— dijo Parsons, guiñándole un ojo a Winston. — Eso es lo que se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico? Seguro
que es algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith, te diré por qué te
andaba buscando, es para la sub. Olvidaste darme el dinero.
—
Qué sub es esa? — dijo Winston buscándose el dinero
automáticamente. Por lo menos una cuarta parte del sueldo de cada uno iba a
parar a las subscripciones voluntarias. Estas
eran tan abundantes que resultaba muy difícil llevar la cuenta.
—
Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra manzana.
Estamos haciendo un gran esfuerzo para que nuestro grupo de casas aporte más
que nadie. No será culpa mía si las Casas de la Victoria no presentan el mayor
despliegue de banderas de toda la calle. Me prometiste dos dólares.
Winston, después de rebuscar en sus
bolsillos, sacó dos billetes grasientos y muy arrugados que Parsons metió en
una carterita y anotó cuidadosamente.
— A
propósito, chico — dijo — ; me he
enterado de que mi crío te disparó ayer su tirachinas. Ya le he arreglado las
cuentas. Le dije que si lo volvía a hacer le quitaría el tirachinas.
—
Me parece que estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución — dijo Winston.
—
Hombre, no está mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son muy
traviesos, pero, eso sí, no piensan más que en los espías; y en la guerra,
naturalmente. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando su tropa
fue de excursión a Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas. Las tres se
separaron de la tropa, dejaron las bicicletas a un lado del camino y se pasaron
toda la tarde siguiendo a un desconocido. No perdieron de vista al hombre
durante dos horas, a campo traviesa, por los bosques... En fin, que, en cuanto
llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas.
—¿Por qué lo hicieron? — preguntó Winston, sobresaltado a pesar
suyo. Parsons prosiguió, triunfante:
—
Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo... Probablemente, lo dejaron
caer con paracaídas. Pero fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué supones
que le conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó que llevaba unos zapatos
muy raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a nadie con unos zapatos así; de
modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una niña de siete años,
no está mal, ¿verdad?
—
¿Y qué le pasó a ese hombres — se
interesó Winston.
—
Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería que... — Parsons hizo el ademán de disparar un
fusil y chasqueó la lengua imitando el disparo.
—
Muy bien — dijo Syme abstraído, sin
levantar la vista de sus apuntes.
—
Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo... — asintió Winston, nada convencido.
Por supuesto, no hay que olvidar que
estamos en guerra.
Como para confirmar esto, un trompetazo
salió de la telepantalla vibrando sobre sus cabezas. Pero esta vez no se
trataba de la proclamación de una victoria militar, sino sólo de un anuncio del
Ministerio de la Abundancia.
—
¡Camaradas! — exclamó una voz juvenil y
resonante. — ¡Atención, camaradas!
!Tenemos gloriosas noticias que comunicaros! Hemos ganado la batalla de la
producción. ¡Tenemos ya todos los datos completos y el nivel de vida se ha elevado
en un veinte por ciento sobre el del año pasado. Esta mañana ha habido en toda
Oceanía incontables manifestaciones espontáneas; los trabajadores salieron de
las fábricas y de las oficinas y desfilaron, con banderas desplegadas, por las
calles de cada ciudad proclamando su gratitud al Gran Hermano por la nueva y
feliz vida que su sabia dirección nos permite disfrutar. He aquí las cifras
completas. Ramo de la Alimentación...
La expresión «por la nueva y feliz vida»
reaparecía varias veces. Estas eran las palabras favoritas del Ministerio de la
Abundancia. Parsons, pendiente todo él de la llamada de la trompeta, escuchaba,
muy rígido, con la boca abierta y un aire solemne, una especie de aburrimiento
sublimado. No podía seguir las cifras, pero se daba cuenta de que eran un
motivo de satisfacción. Fumaba una enorme y mugrienta pipa. Con la ración de
tabaco de cien gramos a la semana era raras veces posible llenar una pipa hasta
el borde. Winston fumaba un cigarrillo de la Victoria cuidando de mantenerlo horizontal
para que no se cayera su escaso tabaco. La nueva ración no la darían hasta
mañana y le quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había dejado de prestar atención
a todos los ruidos excepto a la pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto,
había habido hasta manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano el aumento
de la ración de chocolate a veinte gramos cada semana. Ayer mismo, pensó, se
había anunciado que la ración se reduciría a veinte gramos semanales. ¿Cómo era
posible que pudieran tragarse aquello, si no habían pasado más que veinticuatro
horas? Sin embargo, se lo tragaron. Parsons lo digería con toda facilidad, con
la estupidez de un animal. El individuo de las gafas
con reflejos, en la otra mesa, lo aceptaba fanática y apasionadamente con un
furioso deseo de descubrir, denunciar y vaporizar a todo aquel que insinuase
que la semana pasada la ración fue de treinta gramos. Syme también se lo había
tragado aunque el proceso que seguía para ello era algo más complicado, un
proceso de doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston,
seguía poseyendo memoria?
Las fabulosas estadísticas continuaron brotando dula telepantalla. En
comparación con el año anterior, había más alimentos, más vestidos, más casas,
más muebles, más ollas, más comestibles, más barcos, más autogiros, más libros,
más bebés, más de todo, excepto enfermedades, crímenes y locura. Año tras año y
minuto tras minuto, todos y todo subía vertiginosamente. Winston meditaba,
resentido, sobre la vida. ¿Siempre había sido así; siempre había sido tan mala
la comida? Miró en torno suyo por la cantina; una habitación de techo bajo, con
las paredes sucias por el contacto de tantos trajes grasientos; mesas de metal
abolladas y sillas igualmente estropeadas y tan juntas que la gente se tocaba
con los codos. Todo resquebrajado, lleno de manchas y saturado de un
insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a sustitutivo de asado, a trajes
sucios. Constantemente se rebelaban el estómago y la piel con la sensación de
que se les había hecho trampa privándoles de algo a lo que tenían derecho.
Desde luego, Winston no recordaba nada que fuera muy diferente. En todo el
tiempo a que alcanzaba su memoria, nunca hubo bastante comida, nunca se podían
llevar calcetines ni ropa interior sin agujeros, los muebles habían estado siempre
desvencijados, en las habitaciones había faltado calefacción. Los metros iban
horriblemente atestados, las casas se deshacían a pedazos, el pan era negro, el
té imposible de encontrar, el café sabía a cualquier cosa, escaseaban los
cigarrillos y nada había barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y
aunque, desde luego, todo empeoraba a medida que uno envejecía, ello era sólo
señal de que éste no era el orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba
con las incomodidades, la suciedad y la escasez, los inviernos interminables,
la dureza de los calcetines, los ascensores que nunca funcionaban, el agua
fría, el rasposo jabón, los cigarrillos que se deshacían, los alimentos de
sabor repugnante... ¿cómo iba uno a considerar todo esto intolerable si no
fuera por una especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían sido
diferentes alguna vez?
Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que
allí estaban eran feos y lo hubieran seguido siendo aunque no hubieran llevado
los «monos» azules uni formes. Al
extremo de la habitación, solo en una mesa, se hallaba un hombrecillo con
aspecto de escarabajo. Bebía una taza de café y sus ojillos lanzaban miradas
suspicaces a un lado y a otro. Es muy fácil, pensó Winston, siempre que no mire
uno en torno suyo, creer que el tipo físico fijado por el Partido como
ideal — los jóvenes altos y musculosos
y las muchachas de escaso pecho y de cabello rubio, vitales, tostadas por el
sol y despreocupadas — existía e
incluso predominaba. Pero en la realidad, la mayoría de los habitantes de la
Franja Aérea número 1 eran pequeños, cetrinos y de facciones desagradables. Es
curioso cuánto proliferaba el tipo de escarabajo entre los funcionarios de los
ministerios: hombrecillos que engordaban desde muy jóvenes, con piernas cortas,
movimientos toscos y rostros inescrutables, con ojos muy pequeños. Era el tipo
que parecía florecer bajo el dominio del Partido.
La comunicación del Ministerio de la Abundancia terminó con otro
trompetazo y fue seguida por música ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo
por el reciente bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca:
— El Ministerio de la
Abundancia ha hecho una buena labor este año
— dijo moviendo la cabeza como persona bien enterada. — A propósito, Smith, ¿no podrás dejarme
alguna hoja de afeitar?
— ¡Ni una! — le respondió Winston. — Llevo seis semanas usando la misma hoja.
— Entonces, nada... Es que se
me ocurrió, por si tenías.
— Lo siento — dijo Winston.
El cuac-cuac de la próxima mesa, que había permanecido en silencio
mientras duró el comunicado del Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez mucho más fuerte. Por
alguna razón, Winston pensó de pronto en la señora Parsons con su cabello
revuelto y el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años aquellos niños la
denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora Parsons sería vaporizada.
Syme sería vaporizado. A Winston lo vaporizarían también. O'Brien sería
vaporizado. A Parsons, en cambio, nunca lo vaporizarían. Tampoco el individuo
de las gafas y del cuac-cuac sería vaporizado nunca. Ni tampoco la joven del
cabello negro, la del Departamento de Novela. Le parecía a Winston conocer por
intuición quién perecería, aunque no era fácil determinar lo que permitía
sobrevivir a una persona.
En aquel momento le sacó de su ensoñación
una violenta sacudida. La muchacha de la mesa vecina se había vuelto y lo
estaba mirando. ¡Era la muchacha morena del Departamento de Novela! Miraba a
Winston a hurtadillas, pero con' una curiosa intensidad. En cuanto sus ojos
tropezaron con los de Winston, volvió la cabeza.
Winston empezó a sudar. Le invadió una
horrible sensación de terror. Se le pasó casi en seguida, pero le dejó
intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella mujer? ¿Por qué se la encontraba tantas
veces? Desgraciadamente, no podía recordar si la joven estaba ya en aquella
mesa cuando él llegó o si había llegado después. Pero el día anterior,
durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado inmediatamente detrás de él
sin haber necesidad de ello. Seguramente, se proponía escuchar lo que él dijera
y ver si gritaba lo bastante fuerte.
Pensó que probablemente la muchacha no era
miembro de la Policía del Pensamiento, pero precisamente las espías aficionadas
constituían el mayor peligro. No sabía Winston cuánto tiempo llevaba mirándolo
la joven, pero quizás fueran cinco minutos. Era muy posible que en este tiempo
no hubiera podido controlar sus gestos a la perfección. Constituía un terrible
peligro pensar mientras se estaba en un sitio público o al alcance de la telepantalla.
El detalle más pequeño podía traicionarle a uno. Un tic nervioso, una
inconsciente mirada de inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo entre
dientes, todo lo que revelase la necesidad de ocultar algo. En todo caso,
llevar en el rostro una expresión impropia (por ejemplo, parecer incrédulo
cuando se anunciaba una victoria) constituía un acto punible. Incluso había una
palabra para esto en neolengua: caracrimen.
La muchacha recuperó su posición anterior.
Quizás no estuviese persiguiéndolo; quizás fuera pura coincidencia que se
hubiera sentado tan cerca de él dos días seguidos. Se le había apagado el
cigarrillo y lo puso cuidadosamente en el borde de la mesa. Lo terminaría de
fumar después del trabajo si es que el tabaco no se había acabado de derramar
para entonces. Seguramente, el individuo que estaba con la joven sería un
agente de la Policía del Pensamiento y era muy probable, pensó Winston, que a
él lo llevaran a los calabozos del Ministerio del Amor dentro de tres días,
pero no era esta una razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló su pedazo
de papel y se lo guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra
vez.
—
¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No? Pues un
día le prendieron fuego a la falda de una vieja vendedora porque la vieron
envolver unas salchichas en un cartel con el retrato del Gran Hermano. Se
pusieron detrás de ella y, sin que se diera cuenta, le prendieron fuego a la
falda por abajo con una caja de cerillas. Le causaron graves quemaduras. Son
traviesos, ¿eh? Pero eso sí, ¡más finos...! Esto se lo deben a la buena
enseñanza que se da hoy a los niños en los Espías, mucho mejor que en mi
tiempo. Están muy bien organizados. ¿Qué creen ustedes que les han dado a los
chicos últimamente? Pues, unas trompetillas especiales para escuchar por las
cerraduras. Mi niña trajo una a casa la otra noche. La probó en nuestra salita, y dijo que oía con doble fuerza que si aplicaba el
oído al agujero. Claro que sólo es un juguete; sin embargo, así se acostumbran
los niños desde pequeños.
En aquel momento, la telepantalla dio un
penetrante silbido. Era la señal para volver al trabajo. Los tres hombres se
pusieron automáticamente en pie y se unieron a la multitud en la lucha por
entrar en los ascensores, lo que hizo que el cigarrillo de Winston se vaciara
por completo.
VI
Winston escribía en su Diario:
Fue hace tres años. Era una tarde oscura,
en una estrecha callejuela cerca de una de las estaciones del ferrocarril.
Ella, de pie, apoyada en la pared cerca de una puerta, recibía la luz mortecina
de un farol. Tenía una cara joven muy pintada. Lo que me atrajo fue la pintura,
la blancura de aquella cara que parecía una máscara y los labios rojos y
brillantes. Las mujeres del Partido nunca se pintaba la cara. No había nadie
más en la calle, ni telepantallas. Me dio que dos dólares. Yo...
Le era difícil seguir. Cerró los ojos y
apretó las palmas de las manos contra ellos tratando de borrar la visión
interior. Sentía una casi invencible tentación de gritar una sarta de palabras.
O de golpearse la cabeza contra la pared, de arrojar el tintero por la ventana,
de hacer, en fin, cualquier acto violento, ruidoso, o doloroso, que le borrara
el recuerdo que le atormentaba.
Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston,
es nuestro sistema nervioso. En cualquier momento, la tensión interior puede
traducirse en cualquier síntoma visible. Pensó en un hombre con quien se había
cruzado en la calle semanas atrás: un hombre de aspecto
muy corriente, un miembro del Partido de treinta y cinco a cuarenta años, alto
y delgado, que llevaba una cartera de mano. Estaban separados por unos cuantos
metros cuando el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se contrajo de
pronto en una especie de espasmo. Esto volvió a ocurrir en el momento en que se
cruzaban; fue sólo un temblor rapidísimo como el disparo de un objetivo de
cámara fotográfica, pero sin duda se trataba de un tic habitual. Winston
recordaba haber pensado entonces: el pobre hombre está perdido. Y lo aterrador
era que el movimiento de los músculos era inconsciente. El peligro mortal por
excelencia era hablar en sueños. Contra eso no había remedio.
Contuvo la respiración y siguió
escribiendo:
Entré con ella en el portal y cruzamos un patio
para bajar luego a una cocina que estaba en los sótanos. Había una cama contra
la pared, y una lámpara en la mesilla con muy poca luz Ella...
Le rechinaban los dientes. Le hubiera
gustado escupir. A la vez que en la mujer del sótano, pensó Winston en Katharine, su esposa. Winston estaba casado; es decir, había
esta do casado. Probablemente seguía estándolo, pues no sabía que su mujer
hubiera muerto. Le pareció volver a aspirar el insoportable olor de la cocina
del sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume baratísimo; pero, sin
embargo, atraía, ya que ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podía uno
imaginársela perfumándose. Solamente los proles se perfumaban, y ese
olor evocaba en la mente, de un modo inevitable, la fornicación.
Cuando estuvo con aquella mujer, fue la
primera vez que había caído Winston en dos años aproximadamente. Por supuesto,
toda relación con prostitutas estaba prohibida, pero se admitía que alguna vez,
mediante un acto de gran valentía, se permitiera uno infringir la ley. Era
peligroso pero no un asunto de vida o muerte, porque ser sorprendido con una
prostituta sólo significaba cinco años de trabajos forzados. Nunca más de cinco
años con tal de que no se hubiera cometido otro delito a la vez. Lo cual
resultaba estupendo ya que había la posibilidad de que no le descubrieran a
uno. Los barrios pobres abundaban en mujeres dispuestas a venderse. El precio
de algunas era una botella de ginebra, bebida que se suministraba a los proles.
Tácitamente, el Partido se inclinaba a estimular la prostitución como salida de
los instintos que no podían suprimirse. Esas juergas no importaban
políticamente ya que eran furtivas y tristes y sólo implicaban a mujeres de una
clase sumergida y despreciada. El crimen imperdonable era la promiscuidad entre
miembros del Partido. Pero — aunque
éste era uno de los crímenes que los acusados confesaban siempre en las purgas
— era casi imposible imaginar que tal
desafuero pudiera suceder.
La finalidad del Partido en este asunto no
era sólo evitar que hombres y mujeres establecieran vínculos imposibles de
controlar. Su objetivo verdadero y no declarado era quitarle todo placer
al acto sexual. El enemigo no era tanto el amor como el erotismo, dentro del
matrimonio y fuera de él. Todos los casamientos entre miembros del Partido
tenían que ser aprobados por un Comité nombrado con este fin y — aunque al principio nunca fue establecido
de un modo explícito — siempre se
negaba el permiso si la pareja daba la impresión de hallarse físicamente
enamorada. La única finalidad admitida en el matrimonio era engendrar hijos en
beneficio del Partido. La relación sexual se consideraba como una pequeña
operación algo molesta, algo así como soportar un enema. Tampoco esto se decía
claramente, pero de un modo indirecto se grababa desde la infancia en los
miembros del Partido. Había incluso organizaciones como la Liga juvenil
Anti-Sex, que defendía la soltería absoluta para ambos sexos. Los niños debían
ser engendrados por inseminación artificial (semart, como se le llamaba
en neolengua) y educados en instituciones públicas. Winston sabía que esta
exageración no se defendía en serio, pero que estaba de acuerdo con la
ideología general del Partido. Este trataba de matar el instinto sexual o, si
no podía suprimirlo del todo, por lo menos deformarlo y mancharlo. No sabía
Winston por qué se seguía esta táctica, pero parecía natural que fuera así. Y
en cuanto a las mujeres, los esfuerzos del Partido lograban pleno éxito.
Volvió a pensar en Katharine. Debía de hacer nueve o diez años, casi once, que se habían separado.
Era curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba durante días enteros que
habían estado casados. Sólo permanecieron juntos unos quince meses. El Partido
no permitía el divorcio, pero fomentaba las separaciones cuando no había hijos.
Katharine era una rubia alta, muy derecha y de movimientos majestuosos. Tenía
una cara audaz, aquilina, que podría haber pasado por noble antes de descubrir
que no había nada tras aquellas facciones. Al principio de su vida de casados — aunque quizá fuera sólo que Winston la
conocía más íntimamente que a las demás personas — llegó a la conclusión de que su mujer era la persona más
estúpida, vulgar y vacía que había conocido hasta entonces. No latía en su
cabeza ni un solo pensamiento que no fuera un slogan. Se tragaba
cualquier imbecilidad que el Partido le ofreciera. Winston la llamaba en su
interior «la banda sonora humana». Sin embargo, podía haberla soportado de no
haber sido por una cosa: el sexo.
Tan pronto como la rozaba parecía tocada
por un resorte y se endurecía. Abrazarla era como abrazar una imagen con juntas
de madera. Y lo que era todavía más extraño: incluso cuando ella lo apretaba
contra sí misma, él tenía la sensación de que al mismo tiempo lo rechazaba con
toda su fuerza. La rigidez de sus músculos ayudaba a dar esta impresión. Se
quedaba allí echada con los ojos cerrados sin resistir ni cooperar, pero como
sometible. Era de lo más vergonzoso y, a la larga, horrible. Pero incluso así
habría podido soportar vivir con ella si hubieran decidido quedarse célibes.
Pero curiosamente fue Katharine quien rehusó. «Debían — dijo —
producir un niño si podían.» Así que la comedia seguía representándose
una vez por semana regularmente, mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo
recordaba por la mañana como algo que había que hacer esa noche y que no debía
olvidarse. Tenía dos expresiones para ello. Una era «hacer un bebé», y la otra
«nuestro deber al Partido» (sí, había utilizado esta frase). Pronto empezó a
tener una sensación de positivo temor cuando llegaba el día. Pero por suerte no
apareció ningún niño y finalmente ella estuvo de acuerdo en dejar de probar. Y
poco después se separaron.
Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a
coger la pluma y escribió:
Se arrojó sobre la cama y en seguida, sin
preliminar alguno, del modo más grosero y horrible que se puede imaginar, se
levantó la falda.
Yo...
Se vio a sí mismo de pie en la mortecina
luz con el olor a cucarachas y a perfume barato, y en su corazón brotó un
resentimiento que incluso en aquel instante se mezclaba con el recuerdo del
blanco cuerpo de Katharine, frígido para siempre por el hipnótico poder
del Partido. ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿No podía él disponer de una
mujer propia en vez de estas furcias a intervalos de varios años? Pero un
asunto amoroso de verdad era una fantasía irrealizable. Las mujeres del Partido
eran todas iguales. La castidad estaba tan arraigada en ellas como la lealtad
al Partido. Por la educación que habían recibido en su infancia, por los juegos
y las duchas de agua fría, por todas las estupideces que les metían en la
cabeza, las conferencias, los desfiles, canciones, consignas y música marcial,
les arrancaban todo sentimiento natural. La razón le decía que forzosamente
habría excepciones, pero su corazón no lo creía. Todas ellas eran
inalcanzables, como deseaba el Partido. Y lo que él quería, aún más que ser
amado, era derruir aquel muro de estupidez aunque fuera una sola vez en su
vida. El acto sexual, bien realizado, era una rebeldía. El deseo era un
crimental. Si hubiera conseguido despertar los sentidos de Katharine, esto habría equivalido á una seducción aunque se
trataba de su mujer.
Pero tenía que contar el resto de la
historia. Escribió:
Encendí la luz. Cuando la vi claramente...
Después de la casi inexistente luz de la
lamparilla de aceite, la luz eléctrica parecía cegadora. Por primera vez pudo
ver a la mujer tal como era. Avanzó un paso hacia ella
y se detuvo horrorizado. Comprendía el
riesgo a que se había expuesto. Era muy posible que las patrullas lo
sorprendieran a la salida. Más aún: quizá lo estuvieran esperando ya a la
puerta. Nada iba a ganar con marcharse sin hacer lo que se había propuesto.
Todo aquello tenía que escribirlo,
confesarlo. Vio de pronto a la luz de la bombilla que la mujer. Era vieja. La
pintura se apegotaba en su cara tanto que parecía ir a resquebrajarse como una
careta de cartón. Tenía mechones de cabellos blancos; pero el detalle más
horroroso era que la boca, entreabierta, parecía una oscura caverna. No tenía
ningún diente.
Winston escribió a toda prisa:
Cuando la vi a plena luz resultó una
verdadera vieja. Por lo menos tenía cincuenta años. Pero, de todos modos, lo
hice.
Volvió a apoyar las palmas de las manos
sobre los ojos. Ya lo había escrito, pero de nada servía. Seguía con la misma
necesidad de gritar palabrotas con toda la fuerza de sus pulmones.
VII
Si hay alguna esperanza, escribió
Winston, está en los proles.
Si había esperanza, tenia que estar en los
proles porque sólo en aquellas masas abandonadas, que constituían el ochenta y
cinco por ciento de la población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza
suficiente para destruir al Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro.
Sus enemigos, si los tenía en su interior, no podían de ningún modo unirse, ni
siquiera identificarse mutuamente. Incluso si existía la legendaria
Hermandad — y era muy posible que
existiese — resultaba inconcebible que
sus miembros se pudieran reunir en grupos mayores de dos o tres. La rebeldía no
podía pasar de un destello en la mirada o determinada inflexión en la voz; a lo
más, alguna palabra murmurada. Pero los proles, si pudieran darse cuenta de su
propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un
caballo que se sacude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el Partido
mañana por la mañana. Desde luego, antes o después se les ocurrirá. Y, sin
embargo...
Recordó Winston una vez que había dado un
paseo por una calle de mucho tráfico cuando oyó un tremendo grito múltiple.
Centenares de voces, voces de mujeres, salían de una calle lateral. Era un
formidable grito de ira y desesperación, un tremendo ¡O-o-o-o-oh! Winston se
sobresaltó terriblemente. ¡Ya empezó! ¡Un motín!, pensó. Por fin, los proles se
sacudían el yugo; pero cuando llegó al sitio de la aglomeración vio que una
multitud de doscientas o trescientas mujeres se agolpaban sobre los puestos de
un mercado callejero con expresiones tan trágicas como si fueran las pasajeras
de un barco en trance de hundirse. En aquel momento, la desesperación general
se quebró en innumerables peleas individuales. Por lo visto, en uno de los
puestos habían estado vendiendo sartenes de lata. Eran utensilios muy malos,
pero los cacharros de cocina eran siempre de casi imposible adquisición. Por
fin, había llegado una provisión inesperadamente. Las mujeres que lograron
adquirir alguna sartén fueron atacadas por las demás y trataban de escaparse
con sus trofeos mientras que las otras las rodeaban y acusaban de favoritismo a
la vendedora. Aseguraban que tenía más en reserva. Aumentaron los chillidos.
Dos mujeres, una de ellas con el pelo suelto, se
habían apoderado de la misma sartén y cada una intentaba quitársela a la otra.
Tiraron cada una por su lado hasta que se rompió el mango. Winston las miró con
asco. Sin embargó, ¡qué energías tan aterradoras había percibido él bajo
aquella gritería! Y, en total, no eran más que dos o tres centenares de
gargantas. ¿Por qué no protestarían así por cada cosa de verdadera importancia?
Escribió:
Hasta que no tengan conciencia de su
fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán
conscientes. Éste es el problema.
Winston pensó que sus palabras parecían
sacadas de uno de los libros de texto del Partido. El Partido pretendía, desde
luego, haber liberado a los proles de la esclavitud. Antes de la Revolución,
eran explotados y oprimidos ignominiosamente por los capitalistas. Pasaban
hambre. Las mujeres tenían que trabajar a la viva fuerza en las minas de carbón
(por supuesto, las mujeres seguían trabajando en las minas de carbón), los
niños eran vendidos a las fábricas a la edad de seis años. Pero,
simultáneamente, fiel a los principios del doblepensar, el Partido enseñaba que
los proles eran inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos bien sujetos,
como animales, mediante la aplicación de unas cuantas reglas muy sencillas. En
realidad, se sabía muy poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de
ellos. Mientras continuaran trabajando y teniendo hijos, sus demás actividades
carecían de importancia. Dejándoles en libertad como ganado suelto en la pampa
de la Argentina, tenían un estilo de vida que parecía serles natural. Se regían
por normas ancestrales. Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los
doce años, pasaban por un breve período de belleza y deseo sexual, se casaban a
los veinte años, empezaban a envejecer a los treinta y se morían casi todos
ellos hacia los sesenta años. El duro trabajo físico, el cuidado del hogar y de
los hijos, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y
sobre todo, el juego, llenaban su horizonte mental. No era difícil mantenerlos
a raya. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento circulaban entre
ellos, esparciendo rumores falsos y eliminando a los pocos considerados capaces
de convertirse en peligrosos; pero no se intentaba adoctrinarlos con la
ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos
políticos intensos. Todo lo que se les pedía era un patriotismo primitivo al
que se recurría en caso de necesidad para que trabajaran horas extraordinarias
o aceptaran raciones más pequeñas. E incluso cuando cundía entre ellos el
descontento, como ocurría a veces, era un descontento que no servía para nada
porque, por carecer de ideas generales, concentraban su instinto de rebeldía en
quejas sobre minucias de la vida corriente. Los grandes males, ni, los olían.
La mayoría de los proles ni siquiera era vigilada con telepantallas. La policía
los molestaba muy poco. En Londres había mucha criminalidad, un mundo revuelto
de ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes en drogas y maleantes de toda
clase; pero como sus actividades tenían lugar entre los mismos proles, daba
igual que existieran o no. En todas las cuestiones de moral se les permitía a
los proles que siguieran su código ancestral. No se les imponía el puritanismo
sexual del Partido. No se castigaba su promiscuidad y se permitía el divorcio.
Incluso el culto religioso se les habría permitido si los proles hubieran manifestado
la menor inclinación a él. Como decía el Partido: «los proles y los animales
son libres».
Winston se rascó con precaución sus
varices. Habían empezado a picarle otra vez. Siempre volvía a preocuparle saber
qué habría sido la vida anterior a la Revolución. Sacó del cajón un ejemplar
del libro de historia infantil que le había prestado la señora Parsons y empezó
a copiar un trozo en su diario:
En los antiguos tiempos (decía el libro de
texto) antes de la gloriosa Revolución, no era Londres la hermosa ciudad que
hoy conocemos. Era un lugar tenebroso, sudo y miserable donde casi nadie tenía
nada que comer y donde centenares y millares de desgraciados no tenían zapatos
que ponerse ni siquiera un techo bajo el cual dormir. Niños de la misma edad
que vosotros debían trabajar doce horas al día a las órdenes de crueles amos
que los castigaban con látigos si trabajaban con demasiada lentitud y solamente
los alimentaban con pan duro y agua. Pero entre toda esta horrible miseria,
había unas cuantas casas grandes y hermosas donde vivían los ricos, cada uno de
los cuales tenía por lo menos treinta criados a su disposición. Estos ricos se
llamaban capitalistas. Eran individuos gordos y feos con caras de malvados como el que puede apreciarse en la ilustración
de la página siguiente. Podréis ver, niños, que va vestido con fina chaqueta
negra larga a la que llamaban «frac» y un sombrero muy raro y brillante que
parece. el tubo de una estufa, al que llamaban «sombrero de copa». Este era el
uniforme de los capitalistas, y nadie más podía llevarlo; los capitalistas eran
dueños de todo lo que había en el mundo y todos los que no eran capitalistas
pasaban a ser sus esclavos. Poseían toda la tierra, todas las casas, todas las
fábricas y el dinero todo. Si alguien les desobedecía, era encarcelado
inmediatamente y podían dejarlo sin trabajo y hacerlo morir de hambre. Cuando
una persona corriente hablaba con un capitalista tenía que descubrirse,
inclinarse profundamente ante é1 y llamarle señor. El jefe supremo de todos los
capitalistas era llamado el Rey y...
Winston se sabía toda la continuación. Se
hablaba allí de los obispos y de sus vestimentas, de los jueces con sus trajes
de armiño, de la horca, del gato de nueve colas, del banquete anual que daba el
alcalde y de la costumbre de besar el anillo del Papa. También había una
referencia al jus primae noctis que no convenía mencionar en un libro de texto para
niños. Era la ley según la cual todo capitalista tenía el derecho de dormir con
cualquiera de las mujeres que trabajaban en sus fábricas.
¿Cómo saber qué era verdad y qué era
mentira en aquello? Después de todo, podía ser verdad que la Humanidad
estuviera mejor entonces que antes de la Revolución. La única prueba en contrario era la protesta muda de la carne y los huesos,
la instintiva sensación de que las condiciones de vida eran intolerables y que
en otro tiempo tenían que haber sido diferentes. A Winston le sorprendía que lo
más característico de la vida moderna no fuera su crueldad ni su inseguridad,
sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido. La vida no se
parecía, no sólo a las mentiras lanzadas por las telepantallas, sino ni
siquiera a los ideales que el Partido trataba de lograr. Grandes zonas vitales,
incluso para un miembro del Partido, nada tenían que ver con la política: se
trataba sólo de pasar el tiempo en inmundas tareas, luchar para poder meterse
en el Metro, remendarse un calcetín como un colador, disolver con resignación
una pastilla de sacarina y emplear toda la habilidad posible para conservar una
colilla. El ideal del Partido era inmenso, terrible y deslumbrante; un mundo de
acero y de hormigón armado, de máquinas monstruosas y espantosas armas, una
nación de guerreros y fanáticos que marchaba en bloque siempre hacia adelante
en unidad perfecta, pensando todos los mismos pensamientos y repitiendo a grito
unánime la misma consigna, trabajando perpetuamente, luchando, triunfantes,
persiguiendo a los traidores... trescientos millones de personas todas ellas
con las misma cara. La realidad era, en cambio: lúgubres ciudades donde la
gente, apenas alimentada, arrastraba de un lado a otro sus pies calzados con
agujereados zapatos y vivía en ruinosas casas del siglo XIX en las que
predominaba el olor a verduras cocidas y retretes en malas condiciones. Winston
creyó ver un Londres inmenso y en ruinas, una ciudad de un millón de cubos de
la basura y, mezclada con esta visión, la imagen de la señora Parsons con sus
arrugas y su pelo enmarañado tratando de arreglar infructuosamente una cañería
atascada.
Volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las telepantallas le herían
a uno el tímpano con estadísticas según las cuales todos tenían más alimento,
más trajes, mejores casas, entretenimientos más divertidos, todos vivían más
tiempo, trabajaban menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes
y educados que los que habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra de
todo ello podía ser probada ni refutada. Por ejemplo, el Partido sostenía que
el cuarenta por ciento de los proles adultos sabía leer y escribir y que antes
de la Revolución todos ellos, menos un quince por ciento, eran analfabetos.
También aseguraba el Partido que la mortalidad infantil era ya sólo del ciento
sesenta por mil mientras que antes de la Revolución había sido del trescientos
por mil... y así sucesivamente. Era como una ecuación con dos incógnitas. Bien
podía ocurrir que todos los libros de historia fueran una pura fantasía.
Winston sospechaba que nunca había existido una ley sobre el jus primae noctis ni persona alguna como el
tipo de capitalista que pintaban, ni siquiera un sombrero como aquel que
parecía un tubo de estufa.
Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había
olvidado el acto mismo de borrar, y la mentira se convertía en verdad. Sólo una
vez en su vida había tenido Winston en la mano
— después del hecho y eso es lo que importaba — una prueba concreta y evidente de un acto de
falsificación. La había tenido entre sus dedos nada menos que treinta segundos.
Fue en 1973, aproximadamente, pero desde luego por la época en que Katharine y él se habían separado. La fecha a que se
refería el documento era de siete u ocho años antes.
La historia empezó en el sesenta y tantos, en el período de las
grandes purgas, en el cual los primitivos jefes de la Revolución fueron
suprimidos de una sola vez. Hacia 1970 no quedaba ninguno de ellos, excepto el
Gran Hermano. Todos los demás habían sido acusados de traidores y
contrarrevolucionarios. Goldstein huyó y se escondió nadie sabía dónde. De los demás, unos cuantos
habían desaparecido mientras que la mayoría fue ejecutada después de unos
procesos públicos de gran espectacularidad en los que confesaron sus crímenes.
Entre los últimos supervivientes había tres individuos llamados Jones, Aaronson
y Rutherford. Hacia 1965 — la fecha no era segura — los tres fueron detenidos. Como ocurría con
frecuencia, desaparecieron durante uno o más años de modo que nadie
sabía si estaban vivos o muertos y luego aparecieron de pronto para acusarse
ellos mismos de haber cometido terribles crímenes. Reconocieron haber estado en
relación con el enemigo (por entonces el enemigo era Eurasia, que había de
volver a serlo), malversación de fondos públicos, asesinato de varios miembros
del Partido dignos de toda confianza, intrigas contra el mando del Gran Hermano
que ya habían empezado mucho antes de estallar la Revolución y actos de
sabotaje que habían costado la vida a centenares de miles de personas. Después
de confesar todo esto, los perdonaron, les devolvieron sus cargos en el
Partido, puestos que eran en realidad inútiles, pero que tenían nombres sonoros
e importantes. Los tres escribieron largos y abyectos artículos en el Times analizando
las razones que habían tenido para desertar y prometiendo enmendarse.
Poco tiempo después de ser puestos en libertad esos tres hombres,
Winston los había visto en el Café del Nogal. Recordaba con qué aterrada
fascinación los había observado con el rabillo del ojo. Eran mucho más viejos
que él, reliquias del mundo antiguo, casi las últimas grandes figuras que
habían quedado de los primeros y heroicos días del Partido. Todavía llevaban
como una aureola el brillo de su participación clandestina en las primeras
luchas y en la guerra civil. Winston creyó haber oído los nombres de estos tres
personajes mucho antes de saber que existía el Gran Hermano, aunque con el
tiempo se le confundían en la mente las fechas y los hechos. Sin embargo,
estaban ya fuera de la ley, eran enemigos intocables, se cernía sobre ellos la
absoluta certeza de un próximo aniquilamiento. Cuestión de uno o dos años.
Nadie que hubiera caído una vez en manos de la Policía del Pensamiento, podía
escaparse para siempre. Eran cadáveres que esperaban la hora de ser enviados
otra vez a la tumba.
No había nadie en ninguna de las mesas próximas a ellos. No era
prudente que le vieran a uno cerca de semejantes personas. Los tres,
silenciosos, bebían ginebra con clavo; una especialidad de la casa. De los
tres, era Rutherford el que más había
impresionado a Winston. En tiempos, Rutherford fue un famoso caricaturista cuyas brutales sátiras habían ayudado a
inflamar la opinión popular antes y durante la Revolución. Incluso ahora, a
largos intervalos, aparecían sus caricaturas y satíricas historietas en el Times.
Eran una imitación de su antiguo estilo y ya no tenían vida ni convencían.
Era volver a cocinar los antiguos temas: niños que morían de hambre, luchas
callejeras, capitalistas con sombrero de copa (hasta en las barricadas seguían
los capitalistas con su sombrero de copa), es decir, un esfuerzo desesperado
por volver a lo de antes. Era un hombre monstruoso con una crencha de cabellos
gris grasienta, bolsones en la cara y unos labios negroides muy gruesos. De
joven debió de ser muy fuerte; ahora su voluminoso cuerpo se inclinaba y
parecía derrumbarse en todas las direcciones. Daba la impresión de una montaña
que se iba a desmoronar de un momento a otro.
Era la solitaria hora de las quince. Winston no podía recordar ya por
qué había entrado en el café a esa hora. No había casi nadie allí. Una
musiquilla brotaba de las telepantallas. Los tres hombres, sentados en un
rincón, casi inmóviles, no hablaban ni una palabra. El camarero, sin que le
pidieran nada, volvía a llenar los vasos de ginebra. Había un tablero de
ajedrez sobre la mesa, con todas las piezas colocadas, pero no habían empezado
a jugar. Entonces, quizá sólo durante medio minuto, ocurrió algo en la
telepantalla. Cambió la música que tocaba. Era difícil describir el tono de la
nueva música: una nota burlona, cascada, que a veces parecía un rebuzno.
Winston, mentalmente, la llamó «la nota amarilla». Y la voz de la telepantalla
cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
A11í yacen ellos y aquí yacemos nosotros.
Bajo el Nogal de las ramas extendidas.
Los tres personajes no se movieron, pero cuando Winston volvió a mirar
la desvencijada cara de Rutherford, vio que estaba llorando. Por vez primera observó, con sobresalto, pero
sin saber por qué se impresionaba, que tanto Aaronson como Rutherford tenían partidas las narices.
Un poco después, los tres fueron detenidos de nuevo. Por lo visto, se
habían comprometido en nuevas conspiraciones en el mismo momento de ser puestos
en libertad. En el segundo proceso confesaron otra vez sus antiguos crímenes,
con una sarta de nuevos delitos. Fueron ejecutados y su historia fue registrada
en los libros de historia publicados por el Partido como ejemplo para la
posteridad. Cinco años después de esto, en 1973, Winston desenrollaba un día
unos documentos que le enviaban por el tubo automático cuando descubrió un
pedazo de papel que, evidentemente, se había deslizado entre otros y había sido
olvidado. En seguida vio su importancia. Era media página de un Times de diez
años antes — la mitad superior de una
página, de manera que incluía la fecha — y contenía
una fotografía de los delegados en una solemnidad del Partido en Nueva York.
Sobresalían en el centro del grupo Jones, Aaronson y Rutherford.
Se les veía muy claramente, pero además sus nombres
figuraban al pie.
Lo cierto es que en ambos procesos los tres personajes confesaron que
en aquella fecha se hallaban en suelo eurasiático, que habían ido en avión
desde un aeródromo secreto en el Canadá hasta Siberia, donde tenían una misteriosa
cita. Allí se habían puesto en relación con miembros del Estado Mayor
eurasiático al que habían entregado importantes secretos militares. La fecha se
le había grabado a Winston en la memoria porque coincidía con el primer día de
estío, pero toda aquella historia estaba ya registrada oficialmente en
innumerables sitios. Sólo había una conclusión posible: las confesiones eran
mentira.
Desde luego, esto no constituía en sí mismo un descubrimiento. Incluso
por aquella época no creía Winston que las víctimas de las purgas hubieran
cometido los crímenes de que eran acusados. Pero ese pedazo de papel era ya una
prueba concreta; un fragmento del pasado abolido como un hueso fósil que
reaparece en — un estrato donde no se
le esperaba y destruye una teoría geológica. Bastaba con ello para pulverizar
al Partido si pudiera publicarse en el extranjero y explicarse bien su
significado.
Winston había seguido trabajando después de su descubrimiento. En
cuanto vio lo que era la fotografía y lo que significaba, la cubrió con otra
hoja de papel. Afortunadamente, cuando la desenrolló había quedado de tal modo
que la telepantalla no podía verla.
Se puso la carpeta sobre su rodilla y echó hacia atrás la silla para
alejarse de la telepantalla lo más posible. No era difícil mantener inexpresiva
la cara e incluso controlar, con un poco de esfuerzo, la respiración; pero lo
que no podía controlarse eran los latidos del corazón y la telepantalla los
recogía con toda exactitud. Winston dejó pasar diez minutos atormentado por el
miedo de que algún accidente — por
ejemplo, una súbita corriente de aire —
lo traicionara. Luego, sin exponerla a la vista de la pantalla, tiró la
fotografía en el «agujero de la memoria» mezclándola con otros papeles
inservibles. Al cabo de un minuto, el documento sería un poco de ceniza.
Aquello había pasado hacía diez u once años. «De ocurrir ahora, pensó
Winston, me habría guardado la foto.» Era curioso que el hecho de haber tenido
ese documento entre sus dedos le pareciera constituir una gran diferencia incluso
ahora en que la fotografía misma, y no sólo el hecho registrado en ella, era
sólo recuerdo. ¿Se aflojaba el dominio del Partido sobre el pasado — se preguntó Winston — porque una prueba documental que ya no
existía hubiera existido una vez?
Pero hoy, suponiendo que pudiera resucitar de sus cenizas, la foto no
podía servir de prueba. Ya en el tiempo en que él había hecho el
descubrimiento, no estaba en guerra Oceanía con Eurasia y los tres personajes
suprimidos tenían que haber traicionado su país con los agentes de Asia
oriental y no con los de Eurasia. Desde entonces hubo otros cambios, dos o
tres, ya no podía recordarlo. Probablemente, las confesiones habían sido
nuevamente escritas varias veces hasta que los hechos y las fechas originales
perdieran todo significado. No es sólo que el pasado cambiara, es que cambiaba
continuamente. Lo que más le producía a Winston la sensación de una pesadilla
es que nunca había llegado a comprender claramente por qué se emprendía la inmensa impostura.
Desde luego, eran evidentes las ventajas inmediatas de falsificar el pasado,
pero la última razón era misteriosa. Volvió a coger la pluma y escribió:
Comprendo CÓMO: no comprendo POR
QUÉ.
Se preguntó, como ya lo había hecho muchas
veces, si no estaría él loco. Quizás un loco era sólo una «minoría de uno».
Hubo una época en que fue señal de locura creer que la tierra giraba en torno
al sol: ahora, era locura creer que el pasado es inalterable. Quizá fuera él el
único que sostenía esa creencia, y, siendo el único, estaba loco. Pero la idea
de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le horrorizaba era la posibilidad
de estar equivocado.
Cogió el libro de texto infantil y miró el
retrato del Gran Hermano que llenaba la portada. Los ojos hipnóticos se
clavaron en los suyos. Era como si una inmensa fuerza empezara a aplastarle a
uno, algo que iba penetrando en el cráneo, golpeaba el cerebro por dentro, le
aterrorizaba a uno y llegaba casi a persuadirle que era de noche cuando era de
día. Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que
creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica
de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la
experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías
era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar
de otro modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo
sabemos que dos y dos son efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad
existe. O que el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo
exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlarse, también
puede controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?
¡No, no!; a Winston le volvía el valor. El
rostro de O'Brien, sin saber por qué, empezó a flotarle en la memoria; sabía,
con más certeza que antes, que O'Brien estaba de su parte. Escribía este Diario
para O'Brien; era como una carta interminable que nadie leería nunca, pero que
se dirigía a una persona determinada y que dependía de este hecho en su forma y
en su tono.
El Partido os decía que negaseis la
evidencia de vuestros ojos y oídos. Ésta era su orden esencial. El corazón de
Winston se encogió al pensar en el enorme poder que tenía en frente, la
facilidad con que cualquier intelectual del Partido lo vencería con su
dialéctica, los sutiles argumentos que él nunca podría entender y menos
contestar. Y, sin embargo, era él, Winston, quien tenía razón. Los otros
estaban equivocados y él no. Había que defender lo evidente. El mundo sólido
existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos
faltos de apoyo caen en dirección al centro de la' Tierra... Con la sensación
de que hablaba con O'Brien, y también de que anotaba un importante axioma, escribió:
La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás
vendrá por sus pasos contados.
VIII
Del fondo del pasillo llegaba un aroma a
café tostado — café de verdad, no café
de la Victoria, — un aroma penetrante.
Winston se detuvo involuntariamente. Durante unos segundos volvió al mundo
medio olvidado de su infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor
quedó cortado tan de repente como un sonido.
Winston había andado varios kilómetros por
las calles y se le habían irritado sus varices. Era la segunda vez en tres
semanas que no había llegado a tiempo a una reunión del Centro Comunal, lo cual
era muy peligroso ya que el número de asistencias al Centro era anotado
cuidadosamente. En principio, un miembro del Partido no tenía tiempo libre y
nunca estaba solo a no ser en la cama. Se suponía que, de no hallarse
trabajando, comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún recreo
colectivo. Hacer algo que implicara una inclinación a la soledad, aunque sólo
fuera dar un paseo, era siempre un poco peligroso. Había una palabra para ello
en neolengua: vidapropia, es decir, individualismo y excentricidad. Pero esa
tarde, al salir del Ministerio, el aromático aire abrileño le había tentado. El
cielo tenía un azul más intenso que en todo el año y de pronto le había
resultado intolerable a Winston la perspectiva del aburrimiento, de los juegos
agotadores, de las conferencias, de la falsa camaradería lubricada por la
ginebra... Sintió el impulso de marcharse de la parada del autobús y callejear
por el laberinto de Londres, primero hacia el Sur, luego hacia el Este y otra
vez hacia el Norte, perdiéndose por calles desconocidas y sin preocuparse
apenas por la dirección que tomaba.
«Si hay esperanza — habría escrito en el Diario, — está en los proles.» Estas palabras le volvían como afirmación de
una verdad mística y de un absurdo palpable. Penetró por los suburbios del
Norte y del Este alrededor de lo que en tiempos había sido la estación de San
Pancracio. Marchaba por una calle empedrada, cuyas viejas casas sólo tenían dos
pisos y cuyas puertas abiertas descubrían los sórdidos interiores. De trecho en
trecho había charcos de agua sucia por entre las piedras. Entraban y salían en
las casuchas y llenaban las callejuelas infinidad de personas: muchachas en la
flor de la edad con bocas violentamente pintadas, muchachos que perseguían a
las jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y bamboleantes, vivas pruebas de lo
que serían las muchachas cuando tuvieran diez años más, ancianos que se movían
dificultosamente y niños descalzos que jugaban en los charcos y salían
corriendo al oír los irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte de las
ventanas de la calle estaban rotas y tapadas con cartones. La mayoría de la
gente no prestaba atención a Winston. Algunos lo miraban con cauta curiosidad.
Dos monstruosas mujeres de brazos rojizos cruzados sobre los delantales,
hablaban en una de las puertas. Winston oyó algunos retazos de la conversación.
—
Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado en mi
lugar hubieras hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar — le dije, — pero tú no tienes los mismos problemas que yo».
—
Claro — dijo la otra, — ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.
Estas voces estridentes se callaron de
pronto. Las mujeres observaron a Winston con hostil silencio cuando pasó ante
ellas. Pero no era exactamente hostilidad sino una especie de alerta momentánea
como cuando nos cruzamos con un animal desconocido. El «mono» azul del Partido
no se veía con frecuencia en una calle como ésta. Desde luego, era muy poco
prudente que lo vieran a uno en semejantes sitios a no ser que se tuviera algo
muy concretó que hacer allí. Las patrullas le detenían a uno en cuanto lo sorprendían
en una calle de proles y le preguntaban: «¿Quieres enseñarme la documentación
camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste del trabajo? ¿Tienes la
costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?», y así sucesivamente. No es
que hubiera una disposición especial prohibiendo regresar a casa por un camino
insólito, mas era lo suficiente para hacerse notar si la Policía del
Pensamiento lo descubría.
De pronto, toda la calle empezó a agitarse.
Hubo gritos de aviso por todas partes. Hombres, mujeres y niños se metían
veloces en sus casas como conejos. Una joven salió como una flecha por una
puerta cerca de donde estaba Winston, cogió a un niño que jugaba en un charco,
lo envolvió con el delantal y entró de nuevo en su casa; todo ello realizado
con increíble rapidez. En el mismo instante, un hombre vestido de negro, que
había salido de una callejuela lateral, corrió hacia Winston señalándole
nervioso el cielo.
—
¡El vapor! — gritó. — Mire, maestro. !Échese pronto en el suelo!
«El vapor» era el apodo que, no se sabía
por qué, le habían puesto los proles a las bombas cohetes. Winston se tiró al
suelo rápidamente. Los proles llevaban casi siempre razón cuando daban una
alarma de esta clase. Parecían poseer una especie de instinto que les prevenía
con varios segundos de anticipación de la llegada de un cohete, aunque se
suponía que los cohetes volaban con más rapidez que el sonido. Winston se
protegió la cabeza con los brazos. Se oyó un rugido que hizo temblar el
pavimento, una lluvia de pequeños objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se
levantó, se encontró cubierto con pedazos de cristal de la ventana más próxima.
Siguió andando. La bomba había destruido un grupo — de casas de aquella calle doscientos metros más arriba. En el
cielo flotaba una negra nube de humo y debajo otra nube, ésta de polvo,
envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya una multitud. Había un
pequeño montón de yeso en el pavimento delante de él y en medio se podía ver
una brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a ver qué era vio que se
trataba de una mano humana cortada por la muñeca. Aparte del sangriento muñón,
la mano era tan blanca que parecía un molde de yeso. Le dio una patada y la
echó a la cloaca, y para evitar la multitud, torció por una calle lateral a la
derecha. A los tres o cuatro minutos estaba fuera de la zona afectada por la
bomba y la sórdida vida del suburbio se había reanudado como si nada hubiera
ocurrido. Eran casi las veinte y los establecimientos de bebida frecuentados
por los proles (les llamaban, con una palabra antiquísima, «tabernas») estaban
llenas de clientes. De sus puertas oscilantes, que se abrían y cerraban sin
cesar, salía un olor mezclado de orines, aserrín y cerveza.
En un ángulo formado por una casa de
fachada saliente estaban reunidos tres hombres. El de en medio tenía en la mano
un periódico doblado que los otros dos miraban por encima de sus hombros. Antes
ya de acercarse lo suficiente para ver la expresión de sus caras, pudo deducir
Winston, por la inmovilidad de sus cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían
era seguramente algo de mucha importancia. Estaba a pocos pasos de ellos cuando
de pronto se deshizo el grupo y dos de los hombres empezaron a discutir
violentamente. Parecía que estaban a punto de pegarse.
—
¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número terminado en
siete ha ganado en estos catorce meses.
—
Te digo que sí.
—
No, no ha salido ninguno terminado en siete. En casa los tengo apuntados todos
en un papel desde hace dos años. Nunca dejo de copiar el número. Y te digo que
ningún número ha terminado en siete...
—
Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete. Fue en
febrero... En la segunda semana de febrero.
—
Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo apuntado.
— Bueno,
a ver si lo dejáis dijo el tercer hombre. Estaban hablando de la lotería.
Winston volvió la cabeza cuando ya estaba a treinta metros de distancia.
Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La lotería, que pagaba cada semana
enormes premios, era el único acontecimiento público al que los proles
concedían una seria atención. Probablemente, había millones de proles para
quienes la lotería era la principal razón de su existencia. Era toda su
delicia, su locura, su estimulante intelectual. En todo lo referente a la
lotería, hasta la gente que apenas sabía leer y escribir parecía capaz de
intrincados cálculos matemáticos y de asombrosas proezas memorísticas. Toda una
tribu de proles se ganaba la vida vendiendo predicciones, amuletos, sistemas
para dominar el azar y otras cosas que servían a los
maniáticos. Winston nada tenía que ver con la organización de la lotería,
dependiente del Ministerio de la Abundancia. Pero sabía perfectamente (como
cualquier miembro del Partido) que los premios eran en su mayoría imaginarios.
Sólo se pagaban pequeñas sumas y los ganadores de los grandes premios eran
personas inexistentes. Como no había verdadera comunicación entre una y otra
parte de Oceanía, esto resultaba muy fácil.
Si había esperanzas, estaba en los proles.
Ésta era la idea esencial. Decirlo, sonaba a cosa razonable, pero al mirar
aquellos pobres seres humanos, se convertía en un acto de fe. La calle por la
que descendía Winston, le despertó la sensación de que: ya antes había estado
por allí y que no hacía mucho tiempo 'fue una calle importante. Al final de
ella había una escalinata por donde se bajaba a otra calle en la que estaba un
mercadillo de legumbres. Entonces recordó Winston dónde estaba: en la primera
esquina, a unos cinco minutos de marcha, estaba la tienda de compraventa donde
él había adquirido el libro en blanco donde ahora llevaba su Diario. Y en otra
tienda no muy distante, había comprado la pluma y el frasco de tinta.
Se detuvo un momento en lo alto de la
escalinata. Al otro lado de la calle había una sórdida taberna cuyas ventanas
parecían cubiertas de escarcha; pero sólo era polvo. Un hombre muy viejo con
bigotes blancos, encorvado, pero bastante activo, empujó la puerta oscilante y
entró. Mientras observaba desde allí, se le ocurrió a Winston que aquel viejo,
que por lo menos debía de tener ochenta años, habría sido ya un hombre maduro
cuando ocurrió la Revolución. Él y unos cuantos como él eran los últimos
eslabones que unían al mundo actual con el mundo desaparecido del capitalismo.
En el Partido no había mucha gente cuyas ideas se hubieran formado antes de la
Revolución. La generación más vieja había sido barrida casi por completo en las
grandes purgas de los años cincuenta y sesenta y los pocos que sobrevivieron
vivían aterrorizados y en una entrega intelectual absoluta. Si vivía aún
alguien que pudiera contar con veracidad las condiciones de vida en la primera
mitad del siglo, tenía que ser un prole. De pronto recordó Winston el trozo del
libro de historia que había copiado en su Diario y le asaltó un impulso loco.
Entraría en la taberna, trabaría conocimiento con aquel viejo y le
interrogaría. Le diría: «Cuénteme su vida cuando era usted un muchacho, ese
vivía entonces mejor que ahora o peor?». Precipitadamente, para no tener tiempo
de asustarse, bajó la escalinata y cruzó la calle. Desde luego, era una locura.
Como de costumbre, no había ninguna prohibición concreta de hablar con los
proles y frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar inadvertido ya que era
rarísimo que alguien lo hiciera. Si aparecía alguna patrulla, Winston podría
decir que se había sentido mal, pero no lo iban a creer. Empujó la puerta y le
dio en la cara un repugnante olor a queso y a cerveza agria. Al entrar él, las
voces casi se apagaron. Todos los presentes le miraban su «mono» azul. Unos
individuos que jugaban al blanco con unos dardos se interrumpieron durante
medio minuto. El viejo al que él había seguido estaba acodado en el bar
discutiendo con el barman, un joven corpulento de nariz ganchuda y enormes
antebrazos. Otros clientes, con vasos en la mano, contemplaban la escena.
—
¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? decía el viejo.
—
¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»?
— preguntó el tabernero inclinándose sobre el mostrador con los dedos
apoyados en él.
—
Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste hay que
mandarle a la escuela.
—
Nunca he oído hablar de pintas para beber. Aquí se sirve por litros, medios
litros... Ahí enfrente tiene usted los vasos en ese estante para cada cantidad
de líquido.
—
Cuando yo era joven insistió el viejo —
no bebíamos por litros ni por medios litros.
—
Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles — dijo el tabernero guiñándoles el ojo a los
otros clientes.
Hubo una carcajada general y la
intranquilidad causada por la llegada de Winston parecía haber desaparecido. El
viejo enrojeció, se volvió para marcharse, refunfuñando, y tropezó con Winston.
Winston lo cogió deferentemente por el brazo.
— ¿Me permite
invitarle a beber algo? — dijo.
—
Usted es un caballero — dijo el otro,
que parecía no haberse fijado en el «mono» azul de Winston. — ¡Una pinta, quiera usted o no quiera! añadió
agresivo dirigiéndose al tabernero.
Éste llenó dos vasos de medio litro con
cerveza negra. La cerveza era la única bebida que se podía conseguir en los
establecimientos de bebidas de los proles. Estos no estaban autorizados a beber
cerveza aunque en la práctica se la proporcionaban con mucha facilidad. El tiro
al blanco con dardos estaba otra vez en plena actividad y los hombres que
bebían en el mostrador discutían sobre billetes de lotería. Todos olvidaron
durante unos momentos la presencia de Winston. Había una mesa debajo de una
ventana donde el viejo y él podrían hablar sin miedo a ser oídos. Era
terriblemente peligroso, pero no había telepantalla en la habitación. De esto
se había asegurado Winston en cuanto entró.
Debe usted de haber visto grandes cambios
desde que era usted un muchacho empezó a explorar Winston.
La pálida mirada azul del viejo recorrió el
local como si fuera allí donde los cambios habían ocurrido.
La cerveza era mejor — dijo por último — ; y más barata. Cuando
yo era un jovencito, la cerveza costaba cuatro peniques los tres cuartos. Eso
era antes de la guerra, naturalmente.
— ¿Qué guerra era ésa?
preguntó Winston.
Siempre hay alguna guerra — dijo el anciano con vaguedad. Levantó el
vaso y brindó — : ¡A su salud, caballero!
En su delgada garganta la nuez puntiaguda
hizo un movimiento de sorprendente rapidez arriba y abajo y la cerveza
desapareció. Winston se acercó al mostrador y volvió con otros dos medios
litros.
—
Usted es mucho mayor que yo — dijo
Winston. — Cuando yo nací sería usted
ya un hombre hecho y derecho. Usted puede recordar lo que pasaba en los tiempos
anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de mi edad no sabe
nada de esa época. Sólo podemos leerlo en los libros, y lo que dicen los libros
puede no ser verdad. Me gustaría saber su opinión sobre esto. Los libros de
historia dicen que la vida anterior a la Revolución era por completo distinta
de la de ahora. Había una opresión terrible, injusticias, pobreza... en fin,
que no puede uno imaginar siquiera lo malo que era aquello. Aquí, en Londres,
la gran masa de gente no tenía qué comer desde que nacían hasta que morían. La
mitad de aquellos desgraciados no tenían zapatos que ponerse. Trabajaban doce
horas al día, dejaban de estudiar a los nueve años y en cada habitación dormían
diez personas. Y a la vez había algunos individuos, muy pocos, sólo unos
cuantos miles en todo el mundo, los capitalistas, que eran ricos y poderosos.
Eran dueños de todo. Vivían en casas enormes y suntuosas con treinta criados,
sólo se movían en autos y coches de cuatro caballos, bebían champán y llevaban
sombrero de copa.
El viejo se animó de pronto.
—
¡Sombreros de copa! — exclamó. — Es curioso que los nombre usted. Ayer mismo
pensé en ellos no sé por qué. Me acordé de cuánto tiempo hace que no se ve un
sombrero de copa. Han desaparecido por completo. La última vez que llevé uno
fue en el entierro de mi cuñada. Y aquello fue... pues por lo menos hace
cincuenta años, aunque la fecha exacta no puedo saberla. Claro, ya comprenderá
usted que lo alquilé para aquella ocasión...
—
Lo de los sombreros de copa no tiene gran importancia — dijo Winston con paciencia. —
Pero estos capitalistas — ellos,
unos cuantos abogados y sacerdotes y los demás au xiliares que vivían de ellos — eran los
dueños de la tierra. Todo lo que existía era para ellos. Ustedes, la gente
corriente, los trabajadores, eran sus esclavos. Los capitalistas podían hacer
con ustedes lo que quisieran. Por ejemplo, mandarlos al Canadá como ganado. Si
se les antojaba, se podían acostar con las hijas de ustedes. Y cuando se
enfadaban, los azotaban a ustedes con un látigo llamado el gato de nueve colas.
Si se encontraban ustedes a un capitalista por la calle, tenían que quitarse la gorra. Cada capitalista salía
acompañado por una pandilla de lacayos que...
— ¡Lacayos! Ahí tiene usted una palabra que
no he oído desde hace muchísimos años. ¡Lacayos! Eso
me recuerda muchas cosas pasadas. Hará medio siglo aproximadamente, solía
pasear yo a veces por Hyde Park los domingos por la tarde para escuchar a unos
tipos que pronunciaban discursos: Ejército de salvación, católicos, judíos,
indios... En fin, allí había de todo. Y uno de ellos..., no puedo recordar el nombre, pero era un orador de
primera, no hacía más que gritar: «!Lacayos, lacayos de la burguesía! ¡Esclavos
de las clases dirigentes!». Y también le gustaba mucho llamarlos parásitos y a
los otros les llamaba hienas. Sí, una palabra algo así como hiena. Claro que se
refería al Partido laborista, ya se hará usted cargo.
Winston tenía la
sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por su cuenta. Debía
orientar un poco la conversación:
— Lo que yo quiero saber es si le parece a
usted que hoy día tenemos más libertad que en la época de usted. ¿Le tratan a
usted más como un ser humano? En el pasado, los ricos, los que estaban en lo
alto...
— La Cámara de los Lores — evocó el viejo.
— Bueno, la Cámara de los Lores. Le pregunto a
usted si esa gente le trataba como a un inferior por el simple hecho de que
ellos eran ricos y usted pobre. Por ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que
quitarse la gorra y llamarles «señor» cuando se los cruzaba usted por la calle?
El hombre
reflexionó profundamente. Antes de contestar se bebió un cuarto de litro de
cerveza.
— Sí erijo por fin. — Les gustaba que uno se llevara la mano a la
gorra. Era una señal de respeto. Yo no estaba conforme con eso, pero lo hacía
muchas veces. No tenía más remedio.
— ¿Y era habitual — tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que he leído en
nuestros libros de texto para las escuelas, — era habitual en aquella gente, en los capitalistas, empujarles a
ustedes de la acera para tener libre el paso?
— Uno me empujó una vez — dijo el anciano. — Lo recuerdo como si fuera ayer. Era un día
de regatas nocturnas y en esas noches había mucha gente grosera, y me tropecé
con un tipo joven y jactancioso en la avenida Shaftesbury. Era un caballero,
iba vestido de etiqueta y con sombrero de copa. Venía haciendo zigzags por la
acera y tropezó conmigo. Me
dijo: «¿Por qué no mira usted por dónde
va?». Yo le dije: «¡A ver si se
ha creído usted que ha comprado la acera!». Y va y me contesta: «Le voy a dar a
usted para el pelo si se descara así conmigo». Entonces yo le solté: «Usted
está borracho y, si quiero, acabo con usted en medio minuto». Sí señor, eso le
dije y no sé si me creerá usted, pero fue y me dio un empujón que casi me manda
debajo de las ruedas de un autobús. Pero yo por entonces era joven y me dispuse
a darle su merecido; sin embargo...
Winston perdía la
esperanza de que el viejo le dijera algo interesante. La memoria de aquel
hombre no era más que un montón de detalles. Aunque se pasara el día
interrogándole, nada sacaría en claro. Según sus «declaraciones», los libros de
Historia publicados por el Partido podían seguir siendo verdad, después de
todo; podían ser incluso completamente verídicos. Hizo un último intento.
— Quizás no me he explicado bien. Lo que
trato de decir es esto: usted ha vivido mucho tiempo; la mitad de su vida ha
transcurrido antes de la Revolución. En 1925, por ejemplo, era usted ya
un hombre. ¿Podría usted decir, por lo
que recuerda de entonces, que la vida era en 1925 mejor que ahora o peor? Si
tuviera usted que escoger, ¿preferiría
usted vivir entonces o ahora?
El anciano contempló
meditabundo a los que tiraban al blanco. Terminó su cerveza con mas lentitud
que la vez anterior y por último habló con un tono filosófico y tolerante como
si la cerveza lo hubiera dulcificado.
— Ya sé lo que espera usted que le diga.
Usted querría que le dijera que prefiero volver a ser joven. Muchos lo dicen
porque en la juventud se tiene salud y fuerza. En cambio, a mis años nunca se
está bien del todo. Tengo muchos achaques. He de levantarme seis y siete veces
por la noche cuando me da el
dolor. Por otra parte, esto de ser viejo tiene muchas ventajas. Por ejemplo,
las mujeres no le preocupan a uno y eso es una gran ventaja. Yo hace treinta
años que no he estado con una mujer, no sé si me creerá usted. Pero lo más
grande es que no he tenido ganas.
Winston se apoyó en el alféizar de la
ventana. Era inútil proseguir. Iba a pedir más cerveza cuando el viejo se
levantó de pronto y se dirigió renqueando hacia el urinario apestoso que estaba
al fondo del local. Winston siguió unos minutos sentado contemplando su vaso
vacío y, casi sin darse cuenta, se encontró otra vez en la calle. Dentro de
veinte años, a lo más pensó, — la
inmensa y sencilla pregunta «¿Era la vida antes de la Revolución mejor que
ahora?» dejaría de tener sentido por completo. Pero ya ahora era imposible
contestarla, puesto que los escasos supervivientes del mundo antiguo eran
incapaces de comparar una época con otra. Recordaban un millón de cosas
insignificantes, una pelea con un compañero de trabajo, la búsqueda de una
bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión habitual de una hermana
fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo que se formaron en una
mañana tormentosa hace setenta años... pero todos los hechos trascendentales
quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las hormigas, que pueden ver
los objetos pequeños, pero no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y los
testimonios escritos eran falsificados, las pretensiones del Partido de haber
mejorado las condiciones de la vida humana tenían que ser aceptadas
necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel de vida
con el cual pudieran ser comparadas.
En aquel momento el fluir de sus
pensamientos se interrumpió de repente. Se detuvo y levantó la vista. Se
hallaba en una calle estrecha con unas cuantas tiendecitas oscuras salpicadas
entre casas de vecinos. Exactamente encima de su cabeza pendían unas bolas de
metal descoloridas que habían sido doradas. Conocía este sitio. Era la tienda
donde había comprado el Diario. Sintió miedo. Ya había sido bastante arriesgado
comprar el libro y se había jurado a sí mismo no aparecer nunca más por allí.
Sin embargo, en cuanto permitió a sus pensamientos que corrieran en libertad,
le habían traído sus pies a aquel mismo sitio. Precisamente, había iniciado su
Diario para librarse de impulsos suicidas como aquél. Al mismo tiempo, notó que
aunque eran las veintiuna seguía abierta la tienda. Creyendo que sería más
prudente estar oculto dentro de la tienda que a la vista de todos en medio de
la calle, entró. Si le preguntaban podía decir que andaba buscando hojas de
afeitar.
El dueño acababa de encender una lámpara de
aceite que echaba un olor molesto, pero tranquilizador. Era un hombre de unos
sesenta años, de aspecto frágil, y un poco encorva do, con una nariz larga y
simpática y ojos de suave mirar a pesar de las gafas de gruesos cristales. Su
cabello era casi blanco, pero las cejas, muy pobladas, se conservaban negras.
Sus gafas, sus movimientos acompasados y el hecho de que llevaba una vieja
chaqueta de terciopelo negro le daban un cierto aire intelectual como si
hubiera sido un hombre de letras o quizás un músico. De voz suave, algo
apagada, tenía un acento menos marcado que la mayoría de los proles.
—
Le reconocí a usted cuando estaba ahí fuera parado — dijo inmediatamente. —
Usted es el caballero que me compró aquel álbum para regalárselo,
seguramente, a alguna señorita. Era de muy buen papel. «Papel crema» solían
llamarle. Por lo menos hace cincuenta años que no se ha vuelto a fabricar un
papel como ése — miró a Winston por
encima de sus gafas. — ¿Puedo servirle
en algo especial? ¿O sólo quería usted echar un vistazo?
—
Pasaba por aquí — dijo Winston
vagamente. — He entrado a mirar estas
cosas. No deseo nada concreto.
—
Me alegro elijo el otro — porque no
creo que pudiera haberle servido. —
Hizo un gesto de disculpa con su fina mano derecha. — Ya ve usted; la tienda está casi vacía. Entre nosotros, le diré que el
negocio de antigüedades está casi agotado. Ni hay clientes ni disponemos de
género. Los muebles, los objetos de porcelana y de cristal... todo eso ha ido
desapareciendo poco a poco, y los hierros artísticos y demás metales han sido
fundidos casi en su totalidad. No he vuelto a ver un candelabro de
bronce desde hace muchos años.
En efecto, el interior de la pequeña tienda
estaba atestado de objetos, pero casi ninguno de ellos tenía el más pequeño
valor. Había muchos cuadros que cubrían por completo las paredes. En el
escaparate se exhibían portaplumas rotos, cinceles mellados, relojes mohosos
que no pretendían funcionar y otras baratijas. Sólo en una mesita de un rincón
había algunas cosas de interés: cajitas de rapé, broches de ágata, etc. Al
acercarse Winston a esta mesa le sorprendió un objeto redondo y brillante que
cogió para examinarlo.
Era un trozo de cristal en forma de
hemisferio. Tenía una suavidad muy especial, tanto por su color como por la
calidad del cristal. En su centro, aumentado por la superficie curvada, se veía
un objeto extraño que recordaba a una rosa o una anémona.
Qué es esto? — dijo Winston, fascinado.
—
Eso es coral — dijo el hombre. — Creo que procede del Océano índico. Solían
engarzarlo dentro de una cubierta de cristal. Por lo menos hace un siglo que lo
hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.
— Es
de una gran belleza — dijo Winston.
—
De una gran belleza, sí, señor —
repitió el otro con tono de entendido. —
Pero hoy día no hay muchas personas que lo sepan reconocer — carraspeó. — Si usted quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares. Recuerdo
el tiempo en que una cosa como ésta costaba ocho libras, y ocho libras
representaban... en fin, no sé exactamente cuánto; desde luego, muchísimo
dinero. Pero ¿quién se preocupa hoy por las antigüedades auténticas, por las
pocas que han quedado?
Winston pagó inmediatamente los cuatro
dólares y se guardó el codiciado objeto en el bolsillo. Lo que le atraía de él
no era tanto su belleza como el aire que tenía de pertenecer a una época
completamente distinta de la actual. Aquel cristal no se parecía a ninguno de
los que él había visto. Era de una suavidad extraordinaria, con reflejos
acuosos. Era el coral doblemente atractivo por su aparente
inutilidad, aunque Winston pensó que en tiempos lo habían utilizado como
pisapapeles. Pesaba mucho, pero afortunadamente, no le abultaba demasiado en el
bolsillo. Para un miembro del Partido era comprometedor llevar una cosa como
aquélla. Todo lo antiguo, y mucho más lo que tuviera alguna belleza, resultaba
vagamente sospechoso. El dueño de la tienda pareció alegrarse mucho de cobrar
los cuatro dólares. Winston comprendió que se habría contentado con tres e
incluso con dos.
—
Arriba tengo otra habitación que quizás le interesara a usted ver — le propuso. — No hay gran cosa en ella, pero tengo dos o tres piezas... Llevaremos
una luz.
Encendió otra lámpara y agachándose subió
lentamente por la empinada escalera, de peldaños medio rotos. Luego entraron
por un pasillo estrecho siguiendo hasta una habitación que no daba a la calle,
sino á un patio y a un bosque de chimeneas: Winston notó que los muebles
estaban dispuestos como si fuera á vivir alguien en el cuarto. Había una
alfombra en el suelo, un cuadro o dos en las paredes, y un sillón junto a la
chimenea. Un antiguo reloj de cristal, en cuya esfera figuraban las doce horas,
estilo antiguo, emitía su tictac desde la repisa de la chimenea. Bajo la
ventana y ocupando casi la cuarta parte de la estancia había una enorme cama
con el colchón descubierto.
—
Aquí vivíamos hasta que murió mi mujer
— dijo el vendedor disculpándose. —
Voy vendiendo los muebles poco a poco. Ésa es una preciosa cama de
caoba. Lo malo son las chinches. Si hubiera manera de acabar con ellas...
Sostenía la lámpara lo más alto posible
para iluminar toda la habitación y a su débil luz resultaba aquel sitio muy
acogedor. A Winston se le ocurrió pensar que sería muy fácil alquilar este
cuarto por unos cuantos dólares a la semana si se decidiera a correr el riesgo.
Era una idea descabellada, desde luego, pero el dormitorio había despertado en
él una especie de nostalgia, un recuerdo ancestral. Le parecía saber
exactamente lo que se experimentaba al reposar en una habitación como aquélla,
hundido en un butacón junto al fuego de la chimenea mientras se calentaba la
tetera en las brasas. Allí solo, completamente seguro, sin nadie más que le
vigilara a uno, sin voces que le persiguieran ni más sonido que el murmullo de
la tetera y el amable tic-tac del reloj.
—
¡No hay telepantalla! — se le escapó en
voz baja.
Ah
— dijo el hombre. — Nunca he
tenido esas cosas. Son demasiado caras. Además no veo la necesidad... Fíjese en
esa mesita de aquella esquina. Aunque, naturalmente, tendría usted que poner
nuevos goznes si quisiera utilizar las ajas. En otro rincón había una pequeña
librería. Winston se apresuró a examinarla. No había ningún libro interesante
en ella. La caza y destrucción de libros se había realizado de un modo tan
completo en los barrios proles como en las casas del Partido y en todas partes.
Era casi imposible que existiera en toda Oceanía un ejemplar de un libro
impreso antes de 1960. El vendedor, sin dejar la lámpara, se había detenido
ante un cuadrito enmarcado en palo rosa, colgado al otro lado de la chimenea,
frente a la cama.
—
Si le interesan a usted los grabados antiguos... — propuso delicadamente.
Winston se acercó para examinar el cuadro.
Era un grabado en acero de un edificio ovalado con ventanas rectangulares y una
pequeña torre en la fachada. En torno al edificio corría una verja y al fondo
se veía una estatua. Winston la contempló unos momentos. Le parecía algo
familiar, pero no podía recordar la estatua.
—
El marco está clavado en la pared —
dijo el otro, — pero podría
destornillarlo si usted lo quiere.
—
Conozco ese edificio — dijo Winston por
fin. — Está ahora en ruinas, cerca del Palacio
de justicia.
—
Exactamente. Fue bombardeado hace muchos años. En tiempos fue una iglesia. Creo
que la llamaban San Clemente. — Sonrió
como disculpándose por haber dicho algo ridículo y añadió — : «Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clementes».
—
¿Cómo? — dijo Winston.
—
Es de unos versos que yo sabía de pequeño. Empezaban: «Naranjas y limones,
dicen las campanas de San Clemente». Ya no recuerdo cómo sigue. Pero sí me
acuerdo de la terminación: «Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te
vayas a acostar. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza». Era una especie
de danza. Unos tendían los brazos y otros pasaban por debajo y cuando llegaban
a aquello de «He aquí el hacha para cortarte la cabeza», bajaban los brazos y
le cogían a uno. La canción estaba formada por los nombres de varias iglesias,
de todas las principales que había en Londres.
Winston se preguntó a qué siglo
pertenecerían las iglesias. Siempre era difícil determinar la edad de un
edificio de Londres. Cualquier construcción de gran tamaño e impresionante
aspecto, con tal de que no se estuviera derrumbando de puro vieja, se decía
automáticamente que había sido construida después de la Revolución, mientras
que todo lo anterior se adscribía a un oscuro período llamado la Edad Media.
Los siglos de capitalismo no habían producido nada de valor. Era imposible
aprender historia a través de los monumentos y de la arquitectura. Las
estatuas, inscripciones, lápidas, los nombres de las calles, todo lo que
pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado, había sido alterado
sistemáticamente.
—
No sabía que había sido una iglesia —
dijo Winston.
—
En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a otros
fines — le aclaró el dueño de la
tienda. — Ahora recuerdo otro verso:
Naranjas y limones, dicen las campanas de
San Clemente, me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
No puedo recordar más versos.
—
¿Dónde estaba San Martín? — dijo
Winston.
—
¿San Martín? Está todavía en pie. Sí, en la Plaza de la Victoria, junto al
Museo de Pinturas. Es una especie de porche triangular con columnas y grandes
escalinatas.
Winston conocía bien aquel lugar. El
edificio se usaba para propaganda de varias clases: exposiciones de maquetas de
bombas cohete y de fortalezas volantes, grupos de figuras de cera que
ilustraban las atrocidades del enemigo y cosas por el estilo.
—
San Martín de los Campos, como le llamaban
— aclaró el otro, — aunque no
recuerdo que hubiera campos por esa parte.
Winston no compró el cuadro. Hubiera sido
una posesión aún más incongruente que el pisapapeles de cristal e imposible de
llevar a casa a no ser que le hubiera quitado el marco. Pero se quedó unos
minutos más hablando con el dueño, cuyo nombre no era Weeks — como él había supuesto por el rótulo de la
tienda, — sino Charrington. El señor
Charrington era viudo, tenía sesenta y tres años y había habitado en la tienda
desde hacía treinta. En todo este tiempo había pensado cambiar el nombre que
figuraba en el rótulo, pero nunca había llegado a convencerse de la necesidad
de hacerlo. Durante toda su conversación, la canción medio recordada le zumbaba
a Winston en la cabeza. Naranjas
y limones, dicen las campanas de San Clemente; me debes tres peniques, dicen
las campanas de San Martín. Era curioso que al repetirse esos versos tuviera la sensación de estar
oyendo campanas, las campanas de un Londres desaparecido o que existía en
alguna parte. Winston, sin embargo, no recordaba haber oído campanas en su
vida.
Salió de la tienda del señor Charrington.
Se había adelantado a él desde el piso de arriba. No quería que lo acompañase
hasta la puerta para que no se diera cuenta de que reconocía la calle por si
había alguien. En efecto, había decidido volver a visitar la tienda cuando
pasara un tiempo prudencial; por ejemplo, un mes. Después de todo, esto no era
más peligroso que faltar una tarde al Centro. Lo más arriesgado había sido
volver después de comprar el Diario sin saber si el dueño de la tienda era de
fiar. Sin embargo...
Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más
objetos antiguos y bellos. Compraría el grabado de San Clemente y se lo
llevaría a casa sin el marco escondiéndolo debajo del «nono». Le haría recordar
al señor Charrington el resto de aquel poema. Incluso el desatinado proyecto de
alquilar la habitación del primer piso, le tentó de nuevo. Durante unos cinco
segundos, su exaltación le hizo imprudente y salió a la calle sin asegurarse
antes por el escaparate de que no pasaba nadie. Incluso empezó a tararear con
música improvisada.
Naranjas y limones, dicen las campanas de
San Clemente. Me debes tres peniques, dicen las...
De pronto pareció helársele el corazón y
derretírsele las entrañas. Una figura en «mono» azul avanzaba hacia él a unos
diez metros de distancia. Era la muchacha del Departamento de Novela, la joven
del cabello negro. Anochecía, pero podía reconocerla fácilmente. Ella lo miró
directamente a la cara y luego apresuró el paso y pasó junto a él como si no lo
hubiera visto.
Durante unos cuantos segundos, Winston
quedó paralizado. Luego torció a la derecha y anduvo sin notar que iba en
dirección equivocada. De todos modos, era evidente que la joven lo espiaba.
Tenía que haberlo seguido hasta allí, pues no podía creerse que por pura
casualidad hubiera estado paseando en la misma tarde por la misma callejuela
oscura a varios kilómetros de distancia de todos los barrios habitados por los
miembros del Partido. Era una coincidencia demasiado grande. Que fuera una
agente de la Policía del Pensamiento o sólo una espía aficionada que actuase
por oficiosidad, poco importaba. Bastaba con que estuviera vigilándolo.
Probablemente, lo había visto también en la taberna.
Le costaba gran trabajo andar. El
pisapapeles de cristal que llevaba en el bolsillo le golpeaba el muslo a cada
paso y estuvo tentado de arrojarlo muy lejos. Lo peor era que le dolía el
vientre. Por unos instantes tuvo la seguridad de que se moriría si no
encontraba en seguida un retrete público, Pero en un barrio como aquél no había
tales comodidades. Afortunadamente, se le pasaron esas angustias quedándole
sólo un sordo dolor.
La calle no tenía salida. Winston se
detuvo, preguntándose qué haría. Mas hizo lo único que le era posible, volver a
recorrerla hasta la salida. Sólo hacía tres minutos que la joven se había
cruzado con él, y si corría, podría alcanzarla. Podría seguirla hasta algún
sitio solitario y romperle allí el cráneo con una piedra. Le bastaría con el
pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta idea, ya que le era intolerable
realizar un esfuerzo físico. No podía correr ni dar el golpe. Además, la
muchacha era joven y vigorosa y se defendería bien. Se le ocurrió también
acudir al Centro Comunal y estarse allí hasta que cerraran para tener una
coartada de su empleo del tiempo durante la tarde. Pero aparte de que sería
sólo una coartada parcial, el proyecto era imposible de realizar. Le invadió
una mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto y descansar.
Eran más de las veintidós cuando regresó al
piso. Apagarían las luces a las veintitrés treinta. Entró en su cocina y se
tragó casi una taza de ginebra de la Victoria. Luego se dirigió a la mesita,
sentóse y sacó el Diario del cajón. Pero no lo abrió en seguida. En la
telepantalla una violenta voz femenina cantaba una canción patriótica a grito
pelado. Observó la tapa del libro intentando inútilmente no prestar atención a
la voz.
Las detenciones no eran siempre de noche.
Lo mejor era matarse antes de que lo cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas
de las llamadas desapariciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un
valor desesperado para matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier
veneno rápido y seguro eran imposibles de encontrar. Pensó con asombro en la
inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la traición del cuerpo humano,
que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que es necesario realizar
algún esfuerzo especial. Podía haber eliminado a la muchacha morena sólo con
haber actuado rápida y eficazmente; pero precisamente por lo extremo del
peligro en que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le sorprendió
que en los momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un enemigo
externo, sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de
la ginebra, la sorda molestia de su vientre le impedía pensar ordenadamente. Y
lo mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En
el campo de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se
olvida siempre por qué se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el
universo, e incluso cuando no estamos paralizados por el miedo o chillando de
dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el
insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de muelas.
Abrió el Diario. Era importante escribir
algo. La mujer de la telepantalla había empezado una nueva canción. Su voz se
le clavaba a Winston en el cerebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en
O'Brien, a quien dirigía su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las
cosas que le sucederían cuando lo detuviera la Policía del Pensamiento. No
importaba que lo matasen a uno en seguida. Esa muerte era la esperada. Pero
antes de morir (nadie hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había
que pasar por la rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar
pidiendo misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y
los mechones ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era
el mismo? ¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni
dejaba de confesar. El culpable de crimental estaba completamente seguro de que
lo matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que nada
alteraba?
Por fin, consiguió evocar la imagen de
O'Brien. «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad», le había dicho
O'Brien en el sueño. Winston sabía lo que esto significaba, o se figuraba
saberlo. El lugar donde no hay oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se
vería; pero, por adivinación, podría uno participar en él místicamente. Con la
voz de la telepantalla zumbándole en los oídos no podía pensar con ilación. Se
puso un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la lengua, un
polvillo amargo que luego no se podía escupir. El rostro del Gran Hermano flotaba
en su mente desplazando al de O'Brien. Lo mismo que había hecho unos días
antes, se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le miraba
pesado, tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía bajo el
oscuro bigote? Las palabras de las consignas martilleaban el cerebro de
Winston:
LA GUERRA ES LA
PAZ
LA LIBERTAD ES
LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA
ES LA FUERZA
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