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Dios, el mal y la ansiedad
por Juan Sánchez Núñez
Introducción
Soy el último, un día cargado de reflexiones… así que
he hecho un esfuerzo por resumir mi conferencia en una sola frase.
Dicen que sólo se recuerda una frase, así que me conformo con que la
recordéis.
A ver, prestar atención y después ya podéis volar
libremente… pensar en el partido de fútbol de la selección…, en la
comida de mañana…, dormitar un rato…
«Dios no nos salva de la muerte, nos salva en la muerte».
(¡Has descubierto el Mediterráneo…! Ya sé que no, pero es clave, ya lo veréis…)
«Dios no nos salva del mal, nos salva en el mal».
«Dios no nos salva de la muerte, nos salva en
la muerte»… Y es que la muerte es vista como el último enemigo, como el
mal definitivo que a todos alcanza por igual. Pero no sólo como un
hecho puntual que acaece al final de la vida sino como un imperio de
muerte que extiende sus brazos a lo largo de toda la vida y nos hace
vivir en la angustia.
«El temor a la muerte nos hace vivir angustiados, esclavizados…» y de ello nos libera Jesús, He 2,14-15: Jesús,
como todos los seres humanos, participó de una vida mortal, pero por
medio de su muerte, consiguió destruir el imperio de la muerte, y
liberar a todos aquellos que por miedo a la muerte, viven toda la vida
esclavizados.
Es el temor a la muerte, el que nos impide arriesgar
más… Es el temor a perder el empleo, lo que nos hace vivir cobardemente…
y callar y mirar para otro lado… Es el temor a perder nuestro dinero,
nuestra seguridad, nuestro prestigio… lo que nos hace vivir esclavizados
a la mentira, a la injusticia… al imperio de la muerte… ¡Tremendo texto
el de Hebreos! —Pero no puedo seguir desarrollando este argumento, que
nos apartaría un poco del tema.
Y es que hoy nos estamos preguntando acerca del mal… y yo resumo mi exposición en esta frase:
«Dios no nos salva de la muerte, nos salva en la muerte».
«Dios no nos salva del mal, nos salva en el mal».
Decía que no había descubierto el Mediterráneo, y es
que la primera parte de mi frase es obvia: ¡Está claro que morimos!
¡Está claro que el mal nos abruma y nos angustia! ¡Pero, si de eso se
trata… de explicarlo, de entenderlo mínimamente! Y vienes tú a decirnos
que es así…
Pues sí, eso es lo primero que quiero decir y que
deberíamos reconocer, que preguntar: ¿Por qué existe el mal? Es como
preguntar: ¿Por qué morimos? Pues, porque la realidad es así.
¿Por qué existe la ley de la gravedad? ¿Por qué
los cuerpos se atraen? Pues porque la realidad es así. Esto quizá
resulte un poco extraño y estoy anticipando lo que va a ser mi
exposición, pero hoy la razón humana se autolimita y no se considera
capaz de especular imaginando mundos posibles que fuesen mejores que
este. Por ese camino sólo vamos a agotarnos intentando «atrapar el
viento», que diría Eclesiastés. Ya lo veremos.
Pues bien, siguiendo con mi argumentación, en
realidad ¿qué estoy diciendo?: Que a pesar de la muerte, el mundo
«merece la pena»; que la creación es buena… a pesar de la muerte; que a
pesar del mal, es posible vivir con esperanza.
«Dios no nos salva de la muerte, nos salva en la muerte».
«Dios no nos salva del mal, nos salva en el mal».
«Dios no nos salva del sufrimiento, nos salva en el sufrimiento».
«Dios no nos salva de los terremotos, nos salva en los terremotos…» y así podríamos continuar.
Sólo cambia una preposición, pero cambia un mundo, un
universo simbólico e imaginario. Cambia un modo de pensar y de sentir y
de actuar en consecuencia.
Y aquí podría terminar, y dejaros descansar. En
realidad sólo quiero realizar un breve desarrollo, a partir de esta
frase que me parece clave, acerca de un tema que me reconoceréis
complejo y vital.
Y que produce angustia, ansiedad a muchos hombres y
mujeres creyentes. Poner juntos a Dios y al mal no es fácil, se repelen,
son contrarios, antitéticos… y en la vida de cualquier creyente produce
ansiedad.
Una hermana de mi iglesia, nos invitó a comer… y en
la sobremesa nos decía: «A ver, tú que eres profesor de teología en el
SEUT. Cuando veo tanto dolor, tanto sufrimiento, me pregunto: ¿Por qué
hay tanto mal en el mundo y Dios no hace nada? ¿Por qué el tsunami y
Dios no hace nada? ¿Por qué la muerte de tantos niños y Dios no hace
nada?» Aunque mi respuesta no fue tan elaborada como esta ponencia, algo
de ello mencioné, sobre todo lo que constituye su primer punto, el que
viene a continuación.
Aproximación religiosa al problema del mal
Primacía de la salida práctica. Buscar soluciones vitales. Sanar al que sufre. Liberarlo…
Jesús nos habla siempre de dar respuesta al mal,
antes que explicarlo; de ser en primer lugar, solidarios y justos,
sensibles al sufrimiento de los otros y responder activamente, buscando
la justicia. Sólo cuando ya vivimos así, podemos preguntarnos acerca de
sus razones, de su alcance, de su falta de significado, etc.
Es como si el hombre que ha sido asaltado por ladrones, cuando se le acerca el buen samaritano le dice:
—No me socorras. No me cures. No me subas a tu asno y
me lleves a la posada. Sólo te lo permitiré si antes me dices por qué
me ha tocado a mí esta desgracia: ¿Por qué? Si yo soy un buen creyente,
doy los diezmos, doy limosna y me preocupo de la viuda y del huérfano,
etc.… ¡Dime por qué me sobreviene a mi este mal!
Supongo que os habéis dado cuenta de que esta
modificación está inspirada en Gautama el Buda, quién para mostrar la
inutilidad de la especulación y aconsejando centrarse en la
sanación de la herida que afecta al ser humano, les narra aquella
historia de un hombre herido por una flecha envenenada, les dice:
—Es como si un hombre cae herido por una flecha
envenenada y sus amigos, compañeros y parientes, llaman a un médico para
que lo cure y él dice: «No consentiré que me arranquen la flecha hasta
saber qué clase de hombre me ha herido: si es de la casta de los
guerreros o es un agricultor o pertenece a una casta inferior». O como
si dijera: «No dejaré que me arranquen la flecha hasta saber de qué
familia es ese individuo: si es alto o bajo; o si es blanco, moreno o
amarillo…; o si viene de esta o aquella aldea, ciudad o pueblo; o hasta
que sepa si el arco con que me hirió era chapa o kondanda; o
hasta que sepa si la cuerda del arco estaba hecha de bambú o de cáñamo o
de gomero…» Ese hombre morirá, sin haber llegado a saber tantas cosas.
»La vida religiosa no depende de que el mundo sea
eterno o no sea eterno. Lo sea o no, siempre habrá nacimiento y vejez,
muerte y dolor, lamentos y sufrimientos, tristeza y desesperación; y yo
anuncio la destrucción de todas estas cosas ya para esta vida… Así habló
el Señor, y con gozo aplaudió Malunkyaputta sus palabras».
Las religiones son siempre ofertas de
salvación, caminos de enfrentamiento y superación del mal que
oprime y esclaviza al hombre. Y son esto esencialmente, es decir, no son
repuestas teóricas al problema del mal. Son caminos de enfrentamiento
práctico y de superación del sufrimiento y el mal que oprime al hombre.
Esto es lo que venimos viendo en el día de hoy, en las ponencias de los profesores Delameillieure y Sörgel.
Aunque lo religioso se caracteriza por esto, hoy en
día, en una sociedad moderna y crítica, nos seguimos preguntando: ¿Cómo
es posible tanto mal? La hermana de mi iglesia: ¿Por qué esa
tragedia de sufrimiento y muerte que envuelve la vida humana?
Hemos de reconocer que en nuestra sociedad
moderna el mal se convierte, en expresión del dramaturgo alemán
GeorgBüchner, en la roca del ateismo; el mal es el fundamento sólido del
ateísmo en nuestra sociedad.
Fijaos si han cambiado las cosas respecto a sociedades anteriores. Santo Tomás podía decir «si malumest, Deusest»,
(«si hay mal, existe Dios»); es decir, el problema del mal, para santo
Tomás, podía llevar a Dios. Y aunque nos parezca extraño tenía razón
santo Tomás. ¿Qué gana el hombre moderno al quitar a Dios y quedarse
sólo ante la tragedia del mal? «La muerte de Dios» deja al hombre
moderno «desamparado» frente al mal. Este es el dilema de la modernidad:
«Parece imposible, a la vista de tanto sufrimiento, que exista Dios; y
sería terrible, a la vista de tanto dolor, que no existiera Dios».
No es ni más ni menos que el famoso dilema de
Epicuro, que aún hoy conserva su mordiente. Ya cuatro siglos antes de
nuestra era, la razón planteaba la cuestión con una claridad y una
contundencia que aún hoy parece no tener respuesta:
—O bien, Dios quiere eliminar el mal del mundo, pero
no puede; luego no es omnipotente. O bien, puede eliminar el mal del
mundo, pero no quiere; luego no es bueno.
Vemos que la presencia del mal en el mundo es
incompatible con la existencia de un Dios bueno y omnipotente. Si fuera
bueno y omnipotente, no habría mal en el mundo, concluye la razón.
Ha sido para enfrentar este dilema que ha surgido la
teodicea, la justificación de Dios, en la modernidad. (Teodicea: Del
griego θεός, Dios, y δίκη, justicia).
Como estamos en una jornada «académica» quisiera
llamar vuestra atención sobre el punto en que se encuentra el debate en
torno a la teodicea en el ámbito de la teología española, que no vive
aislada —como no puede ser de otro modo en una sociedad globalizada— y
por lo tanto en la teología española se recogen los planteamientos de
los principales teólogos actuales.
Dos posturas:
«La imposible teodicea», de Juan Antonio Estrada.
«La inevitable y posible teodicea», en diferentes obras de Andrés Torres Queiruga.
(Ver bibliografía al final de la ponencia.)
La imposible teodicea
Permitidme que intente hacer una breve presentación
de un tema que ha tratado en diversos artículos y al cual ha dedicado un
libro de 412 páginas. Intentaré ser fiel a su pensamiento y no
«distorsionarlo» en mi apretada síntesis.
Cómo os decía, La imposible teodicea es el título de un libro de Juan Antonio Estrada. ¿Qué nos dice?
- Desde una perspectiva antropológica, racional y
filosófica, el mal tiene que ser asumido. La única respuesta posible es
la lucha contra él. El mundo es como es, no podemos evitarlo porque
somos parte de él, pero sí transformarlo.
- La praxis transformadora en que convergen la
ciencia, la filosofía, el arte y la religión, es la respuesta común al
problema del mal. Lo único racional es luchar contra él, incluso aunque
tengamos conciencia de la derrota inevitable ante un mal que pervierte
los ideales más nobles y que frustra cualquier proyecto liberador.
- El siglo XX ha mostrado que los sueños de la razón
producen monstruos… el fracaso del progreso como panacea frente al mal;
los desastres causados por el hombre, han posibilitado filosofías
existenciales del absurdo.
- El problema se radicaliza cuando se cree en un Dios personal. De ahí surge la teodicea,
los intentos de justificar a Dios ante el mal. Que remontándose a
Epicuro, retoma Leibniz en el siglo XVII. Es el intento —digo— de
explicar racionalmente el porqué y el para qué del mal y de justificar a
Dios ante él. El hombre llama a Dios ante el tribunal de la razón para
enjuiciar la creación y dilucidar si es bueno y justo, y explicar el mal
desde la perspectiva divina.
- La solución se basa en lo que Dios puede o no
hacer. El Dios bondadoso crea el mejor de los mundos posibles y el mal
forma parte de su acción creadora, ya que la imperfección de lo creado
lo hace inevitable.
- ¿Qué piensa Estrada de todo esto? Que estos
conocimientos intentan explicar racionalmente el mal, integrándolo en un
sistema total de sentido, pero que para la mayoría de las personas,
estos conocimientos son insuficientes, y a veces una manera teórica de
huir del sinsentido que el mal plantea.
- Pero es más, esta visión entró en crisis con el
terremoto de Lisboa de 1755, que cuestionó la tesis optimista de Leibniz
de ser éste el mejor de los mundos posibles, al ser creación de Dios.
La filosofía declaró imposible la teodicea. No se puede englobar en una
teoría a Dios y al mundo, para desde ahí explicar el mal. Dios no puede
ser parte de un sistema. El Dios divino, si es que existe, no puede
integrarse en una construcción racional. Y añade: Hoy triunfa la
teología negativa, el «si lo conoces no es Dios» de san Agustín; y
triunfa la crítica al Dios de los filósofos, que no sería más que una
mera construcción humana.
- Estrada, teniendo en cuenta a Kant, dice que
cuando la razón especula sobre Dios, sin base empírica en qué apoyarse,
cae en una divagación sin contenido. Dios sólo puede ser un postulado de
la razón, objeto de la fe racional del hombre.
- La existencia del mundo es problemática y nos
plantea la pregunta por Dios, pero no podemos teorizar sobre él, sobre
su esencia o sus intenciones.
- De ahí que concluya Estrada que la teodicea es
imposible y que el silencio y la pasividad de Dios ante un mundo
supuestamente creado por él, es lo que hace del mal la roca fuerte del
ateísmo y también lo que problematiza la fe del cristiano que ni sabe ni puede responder ante la queja sobre tanto mal.
Ahora bien, ¿hace alguna propuesta positiva J.A. Estrada?.
Sí. Invita al creyente a vivir apoyándose en su fe y
tomando conciencia de que hay preguntas que la teología ni sabe ni
puede responder, son las preguntas irresueltas de la teología.
Y es que racionalmente no podemos decir quién y cómo
es Dios. No hay que confundir nuestras representaciones con la realidad
divina; y hay que mantener la negación como más verdadera que lo que
afirmamos sobre Dios.
Sin embargo, más allá del intento de la razón por
llegar a Dios y conocer su esencia, están las religiones y sus
pretensiones de conocimiento en base a experiencias y
revelaciones. Y de ahí que siga preguntando: ¿Es posible una
teodicea teológica en base a la revelación? Y si no lo fuera, ¿se puede
seguir siendo cristiano con una teodicea irresuelta? Estas son preguntas
que en el siglo XX se han vuelto determinantes para la fe, la teología
fundamental y la misma apologética, como consecuencia del fracaso de las
teodiceas filosóficas.
Como decía, Estrada nos invita a vivir como
cristianos con una teodicea irresuelta, apoyándonos en nuestra
tradición. En ella encontramos dos grandes crisis vinculadas al problema
del mal: la de Job, en el A.T.; y la que provoca la cruz de Jesús.
- En la cruz de Jesús, ésta crisis se agudiza hasta
el extremo. Jesús apura el cáliz del sinsentido, y en ese cáliz se
mezclan el dolor físico y el mal moral, la injusticia y el sufrimiento.
Pide a Dios que le evite el mal, confesando que está triste hasta la
muerte; pero sólo recibe fuerzas en la oración para afrontarlo. No
hay intervención divina que le evite ese cáliz. La historia de Jesús se
inscribe en la de tantos vencidos, víctimas injustas que fracasaron en
sus proyectos a favor de una humanidad que supere el mal.
- Jesús fue probado y tentado en la experiencia del mal, como nos ocurre a todos, y sin comprender,
murió como vivió, perdonando a sus agresores y poniéndose en las
manos de Dios. Sus preguntas son las de tantos: ¿Dónde está Dios? ¿En
qué queda su providencia? ¿Por qué no interviene si es el Señor de la
historia?
Son preguntas típicas de una teodicea irresuelta,
como la de Jesús. Su no saber y su conciencia de abandono lo acercan a
nosotros, que tenemos que asumir un mal incomprensible sin desfallecer
ante él.
Ahora bien, la clave de la respuesta cristiana al
problema del mal está en la resurrección, y en esto coinciden ambos
autores. La resurrección hace posible la esperanza a pesar del mal. Pero
vayamos concluyendo…
Nos dice Estrada, el anuncio de la resurrección
confirma la presencia de Dios en y desde el crucificado. Dios se revela
en un escenario que revela su impotencia ante el mal humano; la
autonomía de los acontecimientos históricos y el mal que Dios no quiere
son los elementos esenciales de ese escenario; en él se pone de
manifiesto la ausencia de una fuerza divina, que desde fuera de la
historia, contrarrestara el mal en la historia y limitara la libertad
humana. Es el hombre, no Dios, el agente de la historia. Pero Dios se
hace presente inspirando, motivando y actuando a través de personas que
se convierten en sus testigos.
- El Dios cristiano es incomprensible porque se
manifiesta desde el no poder, incapaz de proteger a los suyos de los
efectos del mal e identificado con las víctimas.
- No hay que pretender saber más que los no
creyentes acerca del mal. Hay que aprender a vivir con una experiencia
del mal que genera preguntas a Dios y a los demás, sin que haya
respuestas. La solución no está en que se tenga una teodicea
explicativa, sino en que desde la historia de Jesús ya se sabe cómo
afrontar el mal y vivir con esperanza.
Y termino la exposición de Estrada con esta frase:
«Lo específico cristiano no es un saber global sobre el mal, sino la
identificación con una vida, la de Jesús, y la esperanza en una promesa,
la del resucitado. Se puede ser cristiano sin una teodicea resuelta.»
La inevitable y posible teodicea
Andrés Torres Queiruga piensa que la teodicea es
necesaria para mantener la coherencia de la fe cristiana, que es
inevitable y que es posible:
«Porque si realmente el mal mostrase que la idea que nos formamos de Dios es incoherente…, la fe se convertiría en fideísmoacrítico, y en última instancia, en un fideísmo absurdo».
Es posible una nueva teodicea, no una que
justifique a Dios —excesivo como pretensión de la razón, pues ni Dios lo
necesita ni nosotros somos quiénes para juzgarlo— pero sí una que
justifique la coherencia de nuestra idea de Dios ante el desafío que representa el mal del mundo.
- Y es que conviene no refugiarse apresuradamente en
lo inadecuado de nuestros conceptos acerca de Dios, o en que Dios es un
misterio. Ambas cosas son ciertas, desde luego. Pero que nuestros
conceptos sean inadecuados no significa sin más que sean falsos; ni
reconocer el «misterio» puede impedirnos afirmar algo cierto respecto de
él. Conviene tenerlo en cuenta, pues si no fuese así, igual daría decir
de Dios que es bueno o malvado, que le preocupa nuestra existencia o
que le es indiferente…
Pues bien, para elaborar esa teodicea habría que
comenzar por desmontar un presupuesto fundamental que está en la base de
nuestro dilema, el que venimos llamando el dilema de Epicuro. ¿Cuál es
este supuesto?.
- Se da por supuesto que es posible un mundo sin mal.
Dios pudo hacer un mundo sin mal y podría hacer que no existiera mal en
el mundo, pero, por motivos misteriosos, lo permite. Se sigue dando por
supuesto que Dios podría, si quisiese, evitar el mal del mundo.
Si esto fuera así, no parece posible mantener de
forma coherente la fe en Dios. Porque, cuando se toma en serio lo
horrible del mal en el mundo, parece que nadie puede honestamente
sostener la bondad de alguien que pudiendo eliminarlo, no lo haga.
¿Quién querría ser amigo de una persona que, llevada a
un hospital y estando en su mano curar todo el sufrimiento que allí
hay, se negase a hacerlo, por los motivos que fuese? ¿Qué persona
honesta no evitaría, si pudiese, toda el hambre, toda la violencia, todo
el dolor, todas las tragedias que existen en el mundo? Pero entonces la
pregunta aparece inevitable: ¿Seremos nosotros mejores que Dios? En
definitiva: ¿Podría honestamente mantenerse la fe en un dios que se
comportase de esa manera?
- Habla Torres Q. de una vía corta de la teodicea.
La de aquellos cristianos que creyendo y confiando en el amor infinito
de Dios, tienen la seguridad de que no puede haber nada que desmienta
ese amor. Están seguros de que Dios no quiere ni puede querer el mal de sus criaturas, y que por tanto, si ese mal está ahí, es porque no puede ser de otra manera.
Es como el que ve a una madre al lado de su hijo
enfermo. No se necesita ser graduado en lógica para deducir que eso
sucede porque no depende de la madre que pueda ser de otra manera. Se
apoya en una percepción vivencial de la invalidez de los argumentos en
contra de ese amor.
Ahora bien, una fe viva y real no puede sustraerse a
los desafíos de la crítica ni renunciar a dar razón de su esperanza. De
ahí que sea necesario revisar el dilema de Epicuro, pues si no
conseguimos desmontarlo, mostrando que oculta algún falso presupuesto,
se impone reconocer que lleva al ateísmo.
Y justo este es el planteamiento de Torres Q., su vía larga de la teodicea. En ella nos habla de:
- La finitud como condición de posibilidad del mal.
La experiencia nos dice que el mal resulta inevitable
en este mundo, ¿significa que lo es en cualquier mundo? ¿No sería
posible un mundo distinto, constituido de tal modo que en él no se
diesen conflictos, rupturas, crímenes y sufrimiento: un mundo sin mal?
¿Es posible un mundo sin mal?
La imaginación nos mete en una trampa, porque
tendemos a responder afirmativamente a la pregunta, y decimos: «Es
posible imaginar un mundo sin mal». Pero que lo podamos decir no
significa que sea coherente, que sea pensable. Y aquí la cosa cambia. No
es posible un mundo sin mal, un mundo perfecto: Entonces sería Dios y
no mundo; Creador y no criatura. En efecto, si la raíz del mal está en
la finitud, dado que cualquier mundo que pueda existir será
necesariamente finito, resulta imposible pensar un mundo sin mal.
Pensar un mundo finito sin mal es como pensar en un
círculo cuadrado; o en un hierro de madera. Estas afirmaciones son
abstractas y resultan difíciles, pero no es imposible lograr una cierta
intuición de lo que ahí se enuncia.
Quizás resulte más fácil verlo, partiendo del ejemplo
sencillo que ofrece la expresión «círculo cuadrado». ¿Por qué aparece
absurda ya a primera vista? La respuesta es clara: porque una cosa
contradice la otra; si es círculo, no puede ser cuadrado, y viceversa.
Pero cabe dar un paso más: ¿Dónde está el fundamento de la
contradicción? Evidentemente, en el carácter limitado, finito, de toda
figura como tal. Ser una figura determinada implica necesariamente no
ser otra. Tener la perfección del círculo significa intrínsecamente no
poder tener la del cuadrado, y viceversa. Se pueden juntar, ciertamente,
las palabras y hablar de «círculo cuadrado», pero no se dice nada.
La raíz fundamental de la incompatibilidad intrínseca
está en la finitud. Eso mismo vale con idéntica fuerza para
cualquier realidad finita. Ser una cosa implica no ser otra; y tener una
cualidad supone carecer de la contraria. Ser varón implica no ser
mujer, y viceversa.
Las consideraciones podrían alargarse mucho más, pero pueden bastar para allanar el camino a la intuición fundamental:
que lo finito no puede ser perfecto. La finitud es siempre perfección a
costa de otra perfección: perfección imperfecta, por definición.
Concluye esta argumentación diciendo que «el rigor del concepto deja ver con claridad suficiente que, en definitiva, un mundo-sin-mal equivaldría a un círculo-cuadrado».
Ahora bien, es importante hacer una observación: Que
el mal sea inevitable en la realidad finita, no significa que ésta sea
mala, significa tan solo que es buena, pero no de modo total y acabado;
es finitamente buena, es buena-afectada-por-el-mal, pues tiene que
contar con su mordedura, irse realizando en lucha contra él, sin lograr
nunca la victoria plena y sin poder, siquiera, excluir la posibilidad
del fracaso.
Si estas conclusiones son válidas, obligan a
replantear a fondo todo el problema. Porque ahora aparece con claridad
el prejuicio con que de ordinario se razona. Si es imposible que el
mundo exista sin que en él aparezca el mal, muchos planteamientos
carecen literalmente de sentido. Cuando el no-creyente arguye que,
puesto que hay mal, no puede existir Dios, está dando por supuesto que
podría existir un mundo sin mal, lo cual, como hemos visto, es
contradictorio. Y cuando el creyente pregunta a Dios por qué consiente
el mal o por qué no ha creado un mundo perfecto, incurre en idéntica
contradicción.
- El Dios de la fe cristiana.
Decíamos que si estas conclusiones son válidas,
obligan a replantear a fondo todo el problema, y nos obligan a repensar
nuestra concepción de Dios y de su relación con el mundo, con su
creación.
Ante el sufrimiento o la desgracia, el presupuesto
ordinario nos llevaba espontáneamente a preguntar a Dios por qué lo
manda, o por qué lo consiente y no lo remedia; en definitiva, a
preguntarle por qué ha hecho un mundo en el que existe el mal. Ahora, en
cambio, aparece lo absurdo de tal pregunta. Sería como preguntarle por
qué no ha hecho círculos-cuadrados. La única pregunta con sentido sólo
puede ser esta: ¿Por qué, sabiendo que si creaba el mundo, éste estaría
expuesto a los horrores del mal, Dios lo creó a pesar de todo?
Con lo cual no desaparecen, ciertamente, ni el mal ni
las tremendas cuestiones que suscita. Pero se ha producido un cambio
decisivo en ellas, quedan rotos los tópicos en que llegan envueltas,
para examinarlas a otra luz y ahondarlas en una nueva dirección.
Si Dios es amor, si lo definitivo que hemos ido
descubriendo en la larga marcha de la Revelación es su total entrega
salvadora… la única respuesta correcta sólo puede ser que ha creado el
mundo porque a pesar de todo —a pesar del mal— valía la pena.
Y entonces el mal es percibido como lo que Dios no
quiere, como lo que se opone a la plenitud de su creación, como aquello
contra lo que lucha. En una palabra, Dios aparece así como el Anti-mal
por definición.
Dios crea por amor; al hacerlo, crea necesariamente
lo distinto de sí: un mundo finito; este no es posible sin que en él
aparezca también el mal, con todo lo que comporta de sufrimiento, culpa y
angustia. Pero Dios se vuelca con todo su ser y su bondad para
ayudarnos en la lucha, como se revela de manera plena en Jesús; y, al
final, nos asegura la salvación plena y definitiva.
De hecho, en el destino de Jesús se revela muy bien,
por un lado, el carácter inevitable del mal: ni siquiera para él, como
ser histórico y finito, fue evitable. Por otro, como parábola de Dios,
lo muestra como el Anti-mal, siempre a nuestro lado contra el
sufrimiento físico y la angustia moral. Lo cual, por cierto, nos
recuerda dos cosas fundamentales. Primera, que cualquier aclaración
teórica del mal sólo tiene legitimidad en cuanto fundamenta una praxis
activa contra él. Segunda, que no existe un mal absoluto, ni siquiera el
de la muerte, y que incluso en ella (esta es la gran lección de la
cruz) se puede vivir en la confianza de que Dios está siempre ayudando a
ordenar las cosas para nuestro bien (cf.Ro 8,28) y en la esperanza de la victoria definitiva. Esta es la gran luz de la resurrección.
Todo esto tiene también consecuencias para nuestro
modo de entender la omnipotencia divina. Un mínimo de atención muestra
exactamente que la nueva visión rompe el dilema de Epicuro. Sólo el
prejuicio anterior, al no caer en la cuenta del carácter inevitable del
mal, obligaba a elegir entre la bondad y la omnipotencia. Una vez
superado este prejuicio, esa necesidad se revela como una trampa del
lenguaje. No debe decirse: «Dios no puede hacer un mundo-sin-mal», sino que éste es imposible.
Es decir, no se afirma que haya algo que Dios no pueda hacer, sino que
eso que parecía algo, es nada. Dios no deja de ser omnipotente, porque
no haga círculos-cuadrados. Que una madre buena y docta no pueda enseñar
trigonometría a su hijito de seis meses, ni niega su amor ni merma su
sabiduría; simplemente enuncia una incapacidad del niño. En definitiva,
al afirmar que un mundo-sin-mal es imposible, en absoluto se habla de
una impotencia de Dios, sino de que, como diría Zubiri, el ser-finito
del mundo «no da más de sí».
Lo cual es más importante de lo que puede creerse a
simple vista. La teología actual hace muy bien en reaccionar contra la
idea de un dios apático e impasible. Incluso hay que admitir una cierta
responsabilidad de Dios en el mal, en cuanto a que este no aparecería,
si él no hubiese creado el mundo. Pero puesto que lo ha creado, y no por
egoísmo sino por amor, hemos de pensar —hablamos así humanamente— que
lo ha hecho de manera responsable, sabiendo que podía remediarlo. Por
eso hay que tener cuidado cuando se exagera y se habla de la impotencia
de Dios. Como advierte X. Tilliette, ese tipo de afirmaciones «parten de
una intención conmovedora, pero de una reflexión rápida», puesto que
«es preciso saber a qué se expone un antropomorfismo que a la miseria
del hombre añade la impotencia de Dios».
- Dios «quiere y puede» evitar el mal.
Hay una última y decisiva objeción que debe enfrentar
este planteamiento, y que parece que lo va a derribar desde sus mismas
bases. Podríamos formularlo así: si Dios al final de la historia nos
promete una nueva creación sin mal, si nos promete la salvación
definitiva, parece que es posible una realidad finita sin mal. ¿O es que
los bienaventurados dejarán de ser finitos? Es obvio que no cabe
esperar una respuesta evidente, sino únicamente indicaciones que sean
suficientes para liberar de la contradicción e insinuar de algún modo el
camino de una cierta coherencia.
La bienaventuranza o salvación escatológica pertenece
a la respuesta religiosa y, por tanto, presupone la fe. No es un dato
obvio del que se parte para poner en cuestión una evidencia filosófica,
sino, por el contrario, un misterio al que se llega y que es más bien él
mismo el que tiene que tantear difícil y oscuramente en busca de su
posible inteligibilidad. Pero, entiéndase bien, es un misterio en sí
mismo, es decir, para cualquier interpretación, no sólo para la
propuesta hasta aquí.
Para mayor claridad, conviene distinguir dos
aspectos: ¿Por qué Dios no nos ha creado ya en la salvación final? y:
¿Cómo es posible esa salvación, dada la finitud?
a) Curiosamente, la respuesta inicial a la primera
pregunta se remonta ya a san Ireneo. Ante una cuestión afín —¿Por qué
tardó tanto la venida del Salvador?— responde con la necesaria mediación
del tiempo en la constitución de la realidad finita. Lo que es posible
al final no siempre lo es al principio: La madre, por mucho cariño que
ponga, no puede dar carne al niño de pecho (Adv. Haer. IV, 38, 1). Esto
tiene una consecuencia decisiva: Cuando se piensa en toda su radicalidad
que la persona es lo que ella se hace, lo que llega a ser en el lento y
libre madurar de su propia historia, se intuye la imposibilidad de que
pueda ser creada, no ya en la plenitud de la gloria, sino simplemente
como consciente y adulta. Un hombre y una mujer, creados adultos de
repente, constituidos de golpe en la claridad de la conciencia, no
serían ellos mismos sino algo fantasmal: auténticos aparecidos sin
consistencia incluso para sí mismos. Serían una contradicción.
La cultura moderna, con su énfasis en la libertad, ha
hecho esto evidente. Más impresionante es ver que la gran tradición,
desde el comienzo de la patrística hasta Tomás y también después él,
negó la posibilidad de que Dios pudiera crear una libertad finita y ya
perfecta. El tiempo de la historia, pues, no es una opción de Dios, que
podría habernos creado felices, pero no quiso. Es simplemente la
necesidad intrínseca de nuestra constitución como seres finitos. O somos
así o no podemos ser en absoluto. En una palabra, si Dios actuando por
amor, y por lo tanto exclusivamente para nuestra felicidad, no nos ha
creado ya completamente felices, es sencillamente porque no era posible.
b) Pero entonces surge la segunda pregunta: En estas
condiciones ¿resulta concebible una salvación perfecta? Es claro que
aquí nos acercamos a las últimas estribaciones de la razón, allí donde
ésta, en el seno de la experiencia religiosa, acaba acogiendo
intuiciones que la sobrepasan hacia el misterio.
Verdaderamente, la reflexión toca aquí las últimas
estribaciones del ser. Pero de alguna manera intuimos que el amor de
Dios puede realizar lo en apariencia imposible: Una cierta
infinitización de la persona finita, pues en la gloria ella puede decir:
«Todo lo de Dios es mío».
Al final aparece, pues, que lo que un mal uso del
lenguaje —por adelantar a las condiciones de la historia lo que sólo
será posible en su superación— convertía en contradicción que hacía
peligrar o la grandeza o bien la bondad de Dios, se revela como la gran
verdad de la superación del mal: Dios puede y quiere vencer el mal. Solo
que su amor tiene que soportar —por nosotros y con nosotros— la
paciencia de la historia. Esta resulta muchas veces dura y terrible,
pero desde la fe aparece ya iluminada por la gran victoria final, pues
entonces ya «no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena» (Ap
21,4), y «Dios será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
Entonces comprenderemos plenamente lo que yo decía al principio:
Que Dios no nos ha salvado del mal, sino que nos ha salvado en el
mal, acompañándonos y sosteniéndonos todos los días de nuestro finito
caminar, de una manera tan íntima y solidaria, que apenas si somos
capaces de vislumbrar.
Bibliografía
J. A. ESTRADA, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Trotta, Madrid 1997; "De la teodicea a la esperanza", Iglesia Viva 225 (2006) 31-43.
A. TORRES QUEIRUGA, "Mal, Conceptos Fundamentales del Cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 753-761; "El mal inevitable: replanteamiento desde la teodicea", Iglesia Viva 175-176 (1995) 37-69; "La inevitable y posible teodicea", Iglesia Viva 225 (2006) 9-30; «Esperanza a pesar del mal», Sal Terrae, Santander 2005.
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