HENRY CHARRIERE PAPILLON
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En primer lugar, vuelvo cuanto antes a París. Mi primera víctima: ese falso testigo de Polein.Luego, los dos polizontes que llevaron el asunto. Pero con dos polizontes no basta, es con todos lospolizontes que debo habérmelas. Al menos, con cuantos más mejor. ¡Ah!, ya sé. Una vez en libertad,vuelvo a París. En un baúl meteré todos los explosivos que pueda. No sé cuántos, exactamente: diez,quince, veinte kilos. Y trato de calcular qué cantidad de explosivos serían necesarios para hacer muchas víctimas.¿Dinamita? No, la chedita es mejor. ¿Y por qué no nitroglicerina? Bueno, conforme, pediréconsejo a los que, allá, saben más que yo. Pero lo que es la bofia, pueden creerme, echaré el resto eirán servidos.Sigo con los ojos cerrados y el pañuelo sobre los párpados para comprimirlos. Veo claramenteel baúl, de apariencia inofensiva, repleto de explosivos, y el despertador, puesto en hora, queaccionará el fulminante. Cuidado, tiene que estallar a las diez de la mañana, en la sala de informaciónde la Policía Judicial, Quai des Orfévres, 36, primer piso. A esta hora, hay por lo menos cientocincuenta polis reunidos para recibir órdenes y escuchar el parte. ¿Cuántos peldaños hay que subir?No debo equivocarme.Habrá que cronometrar el tiempo exacto para que el baúl llegue desde la calle a su destino enel mismo segundo que debe hacer explosión. ¿Y quién llevará el baúl? Veamos, hago gala de mimejor tupé. Llego en taxi y me detengo frente a la puerta de la Policía judicial, y a los dos polizontesde guardia les digo con voz autoritaria: “Súbanme este baúl a la sala de información; yo les seguiré.Digan al comisario Dupont que esto lo manda el inspector-jefe Dubois y que en seguida subo.”Pero, ¿obedecerán? ¿Y si, por casualidad, en aquella caterva de imbéciles, topo con los dosúnicos Ú s inteligentes de la corporación? Entonces, fallaría el golpe. Tendré que dar con otra cosa. Ybusco, busco. En mi mente, no puedo admitir que no logre encontrar un medio seguro al ciento por ciento. Me levanto para beber un poco de agua. De tanto pensar, la cabeza me duele.Me acuesto de nuevo, sin la venda. Los minutos transcurren lentamente. Y esa luz, esa luz,¡Dios de Dios! Mojo el pañuelo y me lo pongo otra vez. El agua fresca me hace bien y, debido al pesodel agua, el pañuelo se pega mejor a mis párpados. En adelante, siempre usaré ese medio.Estas largas horas en que bosquejo mi futura venganza son tan penetrantes que me veoobrando exactamente como si el proyecto estuviese en vías de ejecución. Cada noche y hasta partedel día, viajo por París, como si mi evasión fuese cosa hecha. Es seguro, me evadiré y volveré aParís. Y, por supuesto, antes que nada, lo primero que haré será presentar la cuenta a Poleín y,luego, a los polis. ¿Y los del jurado? Esos memos, ¿seguirán viviendo tranquilos? Deben de estar yaen sus casas, esos carcamales, muy satisfechos de haber cumplido con su Deber, con mayúscula.Llenos de importancia, henchidos de orgullo ante sus vecinos y la parienta que les espera,desgreñada, para comer la sopa.Bien. Los jurados, ¿qué he de hacer con ellos? Nada. Son unos pobres memos. No estánpreparados para ser jueces. Si es un gendarme jubilado o un aduanero, reacciona como ungendarme o como un aduanero. Y si es lechero, como un carbonero cualquiera. Han seguido la tesisdel fiscal, quien no ha tenido dificultad para metérselos en el bolsillo. Verdaderamente, no sonresponsables. Así, pues, está decidido, juzgado y arreglado: no les haré ningún daño.Al escribir todos estos pensamientos que tuve hace ya muchos años y que acuden agolpados,asaltándome con tremenda claridad, me pregunto hasta qué punto el silencio absoluto, el aislamientocompleto, total, infligido a un hombre joven, encerrado en una celda, puede provocar, antes deconvertirse en locura, una verdadera vida imaginativa. Tan intensa, tan viva, que el hombre,literalmente, se desdobla. Echa a volar y, en verdad, vagabundea donde le viene en gana. Su casa,su padre, su madre, su familia, su infancia, las diferentes etapas de su vida. Además, y sobre todo,los castillos en el aire que su fecundo cerebro inventa, que él inventa con una imaginación tanincreíblemente viva que, en ese formidable desdoblamiento, llega a creer que está viviendo todo loque está soñando.Han pasado treinta y seis años y, sin embargo, mi pluma corre para describir lo que realmentepensé en aquella época de mi vida sin el menor esfuerzo de memoria.No, no les haré ningún daño a los jurados. Pero, ¿y al fiscal? ¡Ah! Ese no debe escapárseme.Para él, además, tengo una receta a—punto, dada por Alejandro Dumas. Obrar exactamente comoen El conde de Montecristo, con el tipo al que metieron en la cueva y al que hacían morir de hambre.Ese magistrado sí es responsable. Ese buitre entarascado de rojo se merece una muerte de lasmás horribles. Sí, eso es, después de Polein y sus polizontes, me ocuparé exclusivamente de esaave de rapiña. Alquilaré un chalet. Deberá tener una cueva muy profunda, con muros gruesos y unapuerta muy pesada. Si la puerta no es lo bastante gruesa, yo mismo la cerraré herméticamente conun colchón y estopa. Cuando tenga el chalet, le localizo y le rapto. Como previamente ya habré fijado