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PRIMER CUADERNO EL CAMINO DE LA PODREDUMBRE
SEGUNDO CUADERNO EN MARCHA HACIA EL PRESIDIO
TERCER CUADERNO PRIMERA FUGA
CUARTO CUADERNO PRIMERA FUGA (CONTINUACIÓN)
QUINTO CUADERNO RETORNO A LA CIVILIZACIÓN
SEXTO CUADERNO LAS ISLAS DE LA SALVACION
SÉPTIMO CUADERNO LAS ISLAS DE LA SALVACIÓN
OCTAVO CUADERNO REGRESO A ROYALE
NOVENO CUADERNO SAN JOSÉ
DÉCIMO CUADERNO LA ISLA DEL DIABLO
UNDÉCIMO CUADERNO EL ADIÓS AL PRESIDIO
DUODÉCIMO CUADERNO GEORGETOWN
DECIMOTERCER CUADERNO VENEZUELA
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Henri Charriere - Papillon - Español

Henri Charriere - Papillon - Español

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PAPILLON
HENRY CHARRIERE
 
HENRY CHARRIERE PAPILLON 
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ÍNDICE
PRESENTACIÓN.........................................................................................3PRIMER CUADERNO EL CAMINO DE LA PODREDUMBRE.............5SEGUNDO CUADERNO EN MARCHA HACIA EL PRESIDIO...........20TERCER CUADERNO PRIMERA FUGA ...............................................35CUARTO CUADERNO PRIMERA FUGA (CONTINUACIÓN)............58QUINTO CUADERNO RETORNO A LA CIVILIZACIÓN....................91SEXTO CUADERNO LAS ISLAS DE LA SALVACION.....................126SÉPTIMO CUADERNO LAS ISLAS DE LA SALVACIÓN.................159OCTAVO CUADERNO REGRESO A ROYALE..................................181NOVENO CUADERNO SAN JOSÉ .......................................................200DÉCIMO CUADERNO LA ISLA DEL DIABLO ..................................216UNDÉCIMO CUADERNO EL ADIÓS AL PRESIDIO.........................244DUODÉCIMO CUADERNO GEORGETOWN......................................247DECIMOTERCER CUADERNO VENEZUELA ...................................268
 
HENRY CHARRIERE PAPILLON 
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PRESENTACIÓN
Este libro, sin duda, nunca habría existido si, en julio de 1967, en los periódicos de Caracas, unaño después del terremoto que la había asolado, un joven de sesenta años no hubiese oído hablar deAlbertine Sarrazin. Ese pequeño diamante negro, todo fulgor, risa y coraje, acababa de morir. Habíaadquirido celebridad en el mundo entero por haber publicado, en poco más de un año, tres libros, dosde ellos sobre sus fugas y sus prisiones.Aquel hombre se llamaba Henri Charriere y regresaba de lejos. Del presidio, para ser exactos,de Cayena, donde “subiera” en 1933; un hombre del hampa, sí, pero por un crimen que no habíacometido y condenado a cadena perpetua, es decir, hasta su muerte. Henri Charriére, alias Papillonen otro tiempo entre el hampa, nacido francés de una familia de maestros de escuela de Ardite, en1906, es venezolano. Porque este pueblo ha preferido su mirada y su palabra a sus antecedentespenales, y porque trece años de evasiones y de lucha por escapar del infierno del presidio perfilanmás un porvenir que un pasado.Así, pues, en julio de 1967, Charriére va a la librería francesa de Caracas y compra Elastrágalo. En la faja del libro, una cifra: 123 000 ejemplares. Lo lee y, después, se dice sencillamente:“Es bueno, pero si la chavala, con su hueso roto, yendo de escondite en escondite, ha vendido123.000 ejemplares, yo, con mis treinta años de aventuras, venderé tres veces más.Razonamiento lógico, pero de lo más peligroso y qué, después del éxito de Albertine, abarrotalas mesas de los editores de miles de manuscritos sin esperanzas. Pues la aventura, la desgracia, lainjusticia más extremosas no hacen forzosamente un buen libro. Es necesario también saberlosescribir, es decir, tener ese don injusto que hace que un lector vea, sienta, viva, como si estuviera allí,todo cuanto ha visto, sentido y vivido el escritor.Y, en eso, Charriére tiene una gran suerte. Ni una sola vez ha pensado en escribir una línea desus aventuras: es un hombre de acción, de vida, de celo, una generosa tempestad de miradamaliciosa, de voz meridional, cálida y ligeramente ronca, que puede ser escuchada durante horas,pues narra como nadie, es decir, como todos los grandes narradores. Y el milagro se produce: ahorrode todo contacto y de toda ambición literarios (me escribirá: “Le mando mis aventuras, hágalasescribir por alguien del oficio”), lo que escribe es “tal como os lo cuenta se ve, se siente, se vive, y sipor casualidad se quiere parar al final de una página, cuando él está contando que va al retrete (lugar de múltiple y considerable papel en el presidio), se siente uno obligado a volver la página, porque yano es él quien va allí, sino uno mismo.Tres días después de haber leído El astrágalo, escribe los dos primeros cuadernos de un tirón,cuadernos de colegial, con espiral. Tras haber recogido dos o tres opiniones sobre esa nuevaaventura, quizá más asombrosa que todas las demás, emprende la continuación a principios de 1968.En dos meses termina los trece cuadernos.Y al igual que pasó con Albertine, su manuscrito me llega por correo, en septiembre. Tressemanas después, Charriére estaba en París. Con Jean-Jacques Pauvert, yo había lanzado aAlbertine: Charriére me confía su libro.Este libro, escrito al filo aún candente del recuerdo, copiado por entusiastas, versátiles y nosiempre muy francesas mecanógrafas, como quien dice no lo he tocado. No he hecho más queenmendar la puntuación, transformar ciertos hispanismos demasiado oscuros, corregir ciertasconfusiones de sentido y ciertas inversiones debidas a la práctica cotidiana, en Caracas, de tres ocuatro lenguas aprendidas de oído.En cuanto a la autenticidad, doy fe sobre el fondo. Por dos veces, ha venido Charriére París yhemos hablado extensamente. Durante días, y algunas noches también. Es evidente que, treintaaños después, ciertos detalles pueden haberse difuminado, modificado por la memoria. Carecen deimportancia. En cuanto al fondo, basta con remitirse a la obra del profesor Devize, Cayenne (Julliard,col. Archives, 1965), para comprobar en seguida que Charriére no ha exagerado un ápice sobre lascostumbres del presidio ni sobre su horror. Muy al contrario.Por principio, hemos cambiado todos los nombres de los presidiarios, vigilantes y comandantesde la Administración penitenciaria, pues el propósito de este libro no es atacar a personas, sino fijar 
 
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tipos y un mundo. Lo mismo vale respecto a las fechas: algunas son exactas, otras indican épocas.Es suficiente. Pues Charriére no ha querido escribir un libro de historiador, sino relatar, tal como lo havivido directamente, con dureza, con fe, lo que se antoja como la extraordinaria epopeya de unhombre que no acepta lo que puede haber de desmesurado hasta el exceso, entre la comprensivadefensa de una sociedad contra sus hampones y una represión indigna, hablando con propiedad, deuna nación civilizada.Quiero dar las gracias a Jean-François Revel quien, entusiasmado por este texto del que fueuno de los primeros lectores, se ha dignado decir el porqué de la relación que, según él, guarda conla literatura de ayer y de hoy.
 
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PRIMER CUADERNOEL CAMINO DE LA PODREDUMBRE
Audiencia de lo criminalLa bofetada fue tan fuerte, que sólo he podido recobrarme de ella al cabo de trece años. Enefecto, no era un guantazo corriente, y, para sacudírmelo, se habían juntado muchas, personas.Estamos a 26 de octubre de 1931. A las ocho de la mañana, me sacan de la celda que ocupoen la Conciergerie desde hace un año. Voy recién afeitado, bien vestido; mi traje impecablementecortado me da un aspecto elegante; camisa blanca y corbata de lazo de color azul claro, que da laúltima pincelada al conjunto.Tengo veinticinco años y aparento veinte. Los gendarmes, un poco frenados por mi aspecto degentleman, me tratan con cortesía. Hasta me han quitado las esposas. Estamos los seis, cincogendarmes y yo, sentados en dos bancos en una sala desmantelada. Fuera, la luz es gris. Frente anosotros, una puerta que debe comunicar, seguramente, con la sala de audiencia, pues estamos enel Palacio de Justicia del Sena, en París.Dentro de unos instantes, seré acusado de asesinato. Mi defensor, Raymond Hubert, ha venidoa saludarme: “No existe ninguna prueba seria contra usted, tengo confianza, nos absolverán.” Mesonrío de este “nos”. Diríase que también él, el abogado Hubert, comparece en la Audiencia comoinculpado, y que si hay condena, también él habrá de cumplirla.Un ujier abre la puerta y nos invita a pasar. Por las dos grandes hojas abiertas de par en par,encuadrado por cuatro gendarmes y el brigada al lado, hago mi entrada en una sala inmensa. Parasacudírmela, la bofetada, lo han revestido todo de rojo sangre: alfombra, cortinas de los ventanales yhasta las togas de los magistrados que, dentro de poco, me juzgarán.— ¡El Tribunal!Por una puerta, a la derecha, aparecen uno detrás de otro seis hombres. El presidente y, luegocinco magistrados, tocados con el birrete. El presidente se para frente a la silla del centro; a derechae izquierda, se sitúan sus asesores.Un silencio impresionante reina en la sala, donde todo el mundo se ha puesto en pie, inclusoyo. El Tribunal se sienta, y con él todo el mundo.El Presidente, de mofletes rosados y aspecto austero, me mira en los ojos sin expresar ningúnsentimiento. Se llama Bevin. Más adelante, dirigirá los informes con imparcialidad y, con su actitud,hará comprender a todo el mundo que, magistrado de carrera, él no está muy convencido de lasinceridad de testigos y policías. No, él no tendrá ninguna responsabilidad en la bofetada, él selimitará a servírmela.El fiscal es el magistrado Pradel. Es muy temido por todos los abogados colegiados. Tiene latriste reputación de ser el principal proveedor de la guillotina y de las penitenciarías de Francia y deultramar.Pradel representa a la vindicta pública. Es el acusador oficial, no tiene nada de humano.Representa a la Ley, la Balanza; él es quien la maneja y hará todo lo que pueda para que se inclinede su lado. Tiene ojos de gavilán, baja un poco los párpados y me mira intensamente, desde toda sualtura. En primer lugar, desde la altura de la tarima' que le sitúa más arriba que yo y, luego, la de supropia estatura, metro ochenta al menos, que lleva con arrogancia. No se quita la muceta colorada,pero deja el birrete delante de él. Se apoya con sus dos manos grandes como palas. Una sortija deoro indica que está casado y, en el meñique, por anillo, lleva un clavo de herradura muy pulimentado.Se inclina un poco hacia mí, como para dominarme mejor. Parece que quiere decirme:“Muchacho, si crees que vas a escaparte de mí, estás equivocado. No se nota que mis manos seangarras, pero los zarpazos que te despedazarán están prestos dentro de mí. Y si soy temido por todoslos abogados, y cotizado en la magistratura como un fiscal peligroso, es porque jamás dejo escapar ami presa.“No tengo por qué saber si eres culpable o inocente, tan sólo debo hacer uso de todo cuantotengo en contra de ti: tu vida bohemia en Montmartre, los testimonios provocados por la Policía y lasdeclaraciones de los propios policías. Con esa balumba asquerosa acumulada por el juez deinstrucción, debo transformarte en un hombre suficientemente repelente para que el jurado te hagadesaparecer de la sociedad. “
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En verdad, me parece oírle decir, con mucha claridad, a menos que esté soñando, pues me haimpresionado muy de veras ese “devorador de hombres:“Ríndete, acusado; sobre todo, no trates de defenderte: te conduciré al "camino de lapodredumbre”. ¿Supongo que no esperarás nada del jurado, verdad? No te hagas ilusiones. Esosdoce hombres no saben nada de la vida.“Míralos, alineados frente a ti. ¿Los ves bien, a esos doce enchufados, traídos a París de unlejano pueblo de provincias? Son pequeños burgueses, jubilados, comerciantes. No es necesario quete los describa. Supongo que tampoco tendrás la pretensión de que comprendan tus veinticinco añosy la vida que llevas en Montmartre... Para ellos, Pigalle y la plaza Blanche es el Infierno, y todas lasgentes que llevan una vida nocturna son enemigos de la sociedad. Todos están más que orgullososde pertenecer al jurado de la Audiencia del Sena. Además, sufren, te lo aseguro, de su postura depequeño burgués envarado.“Y llegas tú, joven y guapo. Comprenderás que no me andaré con chiquitas para describirtecomo un donjuán de las noches de Montmartre. Así, de salida, convertiré a ese jurado en un enemigotuyo. Vistes demasiado bien, hubieses debido venir con ropas humildes. En eso, te has equivocadograndemente de táctica. ¿No ves que envidian tu traje? Ellos se visten en “La Samaritaine” y nunca,ni en sueños, les ha vestido un sastre.Son las diez y ya estamos listos para abrir la sesión. Ante mí, están seis magistrados, entreellos un fiscal agresivo que pondrá a contribución todo su poder maquiavélico, toda su inteligencia, enconvencer a esos doce tipos de que, ante todo, soy culpable, y de que tan sólo el presidio o laguillotina pueden ser el veredicto del día.Van a juzgarme por el asesinato de un chulo, chivato del hampa de Montmartre. No hayninguna prueba, pero la bofia —que gana galones cada vez que descubre al autor de un delito—sostendrá que el culpable soy yo. A falta de pruebas, dirá que posee informaciones “confidenciales”que no dejan lugar a dudas. Un testigo preparado por ellos, verdadero disco registrado en el 36 delQuai des Orfévres, llamado Polein, será la pieza de convicción más eficaz de la acusación. Comosigo manteniendo que no le conozco, llega un momento en que el presidente, con muchaimparcialidad, me pregunta:—Dice usted que ese testigo miente. Bien. Pero, ¿por qué habría de mentir?—Señor presidente, si paso noches en blanco desde que me detuvieron, no es por elremordimiento de haber asesinado a Roland le Petit, puesto que no fui yo. Precisamente lo que buscoes el motivo que ha impulsado a ese testigo a ensañarse conmigo de semejante modo y a aportar,cada vez que la acusación se debilita, nuevos elementos para fortalecerla. He llegado a la conclusión,señor presidente, de que los policías le han pillado cometiendo un delito importante y han hecho untrato con él: haremos la vista gorda, a condición de que declares contra Papillon.No creí haber atinado tanto. El Polein, presentado en la Audiencia como un hombre honrado ysin antecedentes penales, fue detenido algunos años después y condenado por tráfico de cocaína.El abogado Hubert intenta defenderme, pero no tiene la talla del fiscal. Sólo el abogado Botiffaylogra, con su vehemente indignación, poner en dificultad algunos instantes al fiscal. Mas, ¡ay!, por poco rato, y la habilidad de Pradel no tarda en ganar ese duelo. Por si esto fuera poco, lisonjea a losmiembros del jurado, orondos de orgullo al verse tratados como iguales y colaboradores por tanimpresionante personaje.A las once de la noche, la partida de ajedrez ha terminado. Mis defensores han quedado enposición de jaque mate. Y yo, que soy inocente, condenado. La sociedad francesa, representada por el fiscal Pradel, acaba de eliminar para toda la vida a un joven de veinticinco años. ¡Y nada derebajas, por favor! El plato fuerte me es servido por la voz sin timbre del presidente Bevin.—Levántese el acusado.Me levanto. En la sala reina un silencio total, se han cortado las respiraciones, mi corazón lateligeramente más de prisa. Los miembros del jurado me miran o bajan la cabeza; parecenavergonzados.—Acusado, el jurado ha contestado “sí” a todas las preguntas salvo a una, la de premeditación;por lo tanto, es usted condenado a cumplir una condena de trabajos forzados a perpetuidad. ¿Tienealgo que alegar?No he rechistado, mi actitud es normal, tan sólo aprieto un poco más la barandilla del box en laque me apoyo.—Sí, señor presidente; debo decir que soy inocente y víctima de una maquínación policíaca.Del rincón de las mujeres elegantes, invitadas de postín que están sentadas detrás delTribunal, me llega un murmullo. Sin gritar, les digo:

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—Silencio, mujeres con perlas que venís aquí a gustar de emociones insanas. La farsa haterminado. Un asesinato ha sido solucionado felizmente por vuestra Policía y vuestra Justicia, ¡Podéisestar satisfechas!—Guardias dice el presidente—, llévense al condenado.Antes de desaparecer, oigo una voz que grita:—No te apures, querido, iré a buscarte allí.Es mi buena y noble Nénette que grita su amor. Los hombres del hampa que están en la salaaplauden. Ellos saben a qué atenerse sobre aquel homicidio, y de este modo me manifiestan queestán orgullosos de que no haya cantado de plano ni denunciado a nadie.De vuelta a la salita donde estuvimos antes de abrirse la sesión los gendarmes me ponen lasesposas y uno de ellos se sujeta a mí con una cadenilla, mi muñeca derecha unida a su muñecaizquierda. Ni una palabra. Pido un cigarrillo. El brigada me alarga uno y lo enciende. Cada vez queme lo quito o me lo llevo a la boca, el gendarme tiene que levantar el brazo o bajarlo para acompañar mi movimiento.Fumo de pie casi tres cuartos del cigarrillo. Nadie dice nada. Soy yo quien, mirando al brigada,le digo:—Andando.Tras haber bajado las escaleras, escoltado por una docena de gendarmes, llego al patio interior del Palacio de Justicia. El coche celular que nos espera está ahí. No es celular, nos sentamos enbancos, somos unos diez, aproximadamente. El brigada dice:—A la Conciergerie.La ConciergerieCuando llegamos al último castillo de María Antonieta, los gendarmes me entregan al oficial deprisiones, quien firma un papel, el comprobante. Se van sin decir palabra, pero, antes,asombrosamente, el brigada me estrecha las dos manos esposadas. El oficial de prisiones mepregunta: —¿Cuánto te han endilgado? —Cadena perpetua. —¿De veras? Mira a los gendarmes ycomprende que es la pura verdad. Este carcelero de cincuenta años que ha visto tantas cosas yconoce muy bien mi caso, tiene para mí estas reconfortantes palabras:—¡Ah, los muy canallas! ¡Están chalados!Me quita las esposas con suavidad y tiene la gentileza de acompañarme Personalmente a unacelda acolchada, habilitada ex profeso para los condenados a muerte, los locos, los muy peligrosos olos destinados a trabajos forzados.—Animo, Papillon —me dice al cerrarme la puerta—. Ahora, te traerán algunas prendas tuyas yla comida que tienes en la otra celda. ¡Animo!—Gracias, jefe. Puede creerme, estoy animado y espero que la cadena perpetua se lesatragante.Unos minutos después, rascan en la puerta.—¿Qué pasa?Una voz me contesta:—Nada. Soy yo, que clavo un letrero.—¿Para qué? ¿Qué dice?—“Trabajos forzados a perpetuidad. Vigilancia estrecha.”Pienso: “Están majaretas perdidos. ¿Acaso creen que la montaña que me ha caído encimapuede trastornarme hasta el punto de inducirme al suicidio? Soy y seré valiente. Lucharé con y contratodos. A partir de mañana, actuaré.”Por la mañana, tomando café, me pregunté: “¿Voy a apelar? ¿Para qué? ¿Tendré más suerteante otro tribunal? ¿Cuánto tiempo perderé en ello? Un año, quizá dieciocho meses... Y, para qué:¿Para tener veinte años en vez de la perpetua? “Como he tomado la decisión de evadirme, la cantidad no cuenta y me viene a la mente la frasede un condenado que pregunta al presidente de la Audiencia: “Señor, ¿cuánto duran los trabajosforzados a perpetuidad en Francia?Doy vueltas en torno a mi celda. He mandado un telegrama a mi mujer para consolarla y otro ami hermana, quien ha tratado de defender a su hermano, sola contra todos.

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HENRY CHARRIERE PAPILLON 
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Se acabó, el telón ha bajado. Los míos deben sufrir más que yo, y a mi pobre padre, en elcorazón de su provincia, debe hacérsele muy cuesta arriba llevar una cruz tan pesada.Me sobresalto: pero, ¡si soy inocente! Lo soy, pero, ¿para quién? Sí, ¿para quién lo soy? Medigo: “Sobre todo, no pierdas el tiempo diciendo que eres inocente, se reirían demasiado de ti.Pagarla a perpetuidad por un chulo de putas y encima decir que fue otro quien se lo cargó, seríademasiado gracioso. Lo mejor es achantarse.”Como nunca, durante mi detención previa, tanto en la Santé como en la Conciergerie, habíapensado en la eventualidad de recibir una condena tan grave, nunca tampoco me había preocupado,antes, de saber lo que podía ser el “camino de la podredumbre”.Bien. Primera cosa que hay que hacer: tomar contacto con hombres condenados ya,susceptibles en lo porvenir de ser compañeros de evasión.Escojo a un marsellés, Dega. En la barbería, seguramente, le veré. Va todos los días a que leafeiten. Pido ir. En efecto, cuando llego, le veo arrimado a la pared. Le percibo en el momento justoen que hace pasar subrepticiamente a otro antes que él para poder esperar más tiempo su turno. Mepongo directamente e a su lado apartando a otro. Le suelto de sopetón:—Hola, Dega, ¿qué tal te va?—Bien, Papi. Tengo quince años, ¿y tú? Me han dicho que te habían cascado.—Sí, a perpetuidad.—¿Apelarás?—No. Lo que hace falta es comer bien y hacer cultura física.Procura estar fuerte, Dega, pues, seguramente, necesitaremos tener buenos músculos. ¿Vascargado?—Sí, tengo diez “sacos”
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en libras esterlinas. ¿Y tú?—No.—Un buen consejo: cárgate pronto. ¿Es Hubert tu abogado?Es un bobo, nunca te traerá el estuche. Manda a tu mujer con el estuche cargado a casa deDante. Que se lo entregue a Domini— que el Rico y te garantizo que te llegará.—Chitón, el guardián nos mira.—¿Qué? ¿Se aprovecha la ocasión para charlar?—¡Oh! De nada importante —responde Dega . Me dice que está enfermo.—¿Qué tiene? ¿Una indigestión de tribunal?Y aquel memo de guardián suelta una carcajada.Es así la vida. El “camino de la podredumbre”, ya estoy en el. Se ríen a carcajadas,guaseándose de un chaval de veinticinco años condenado para toda su existencia.He recibido el estuche. Es un tubo de aluminio, maravillosamente pulido, que se abredesenroscándolo por la mitad. Tiene una parte macho y una parte hembra. Contiene cinco milquinientos francos en billetes nuevos. Cuando me lo entregan, beso ese trozo de tubo de seiscentímetros de longitud, grueso como el pulgar; sí, lo beso antes de metérmelo en el ano. Respirohondo para que me suba hasta el colon. Es mi caja de caudales. Pueden dejarme en pelotas,hacerme separar las piernas, hacerme toser, doblarme, que no podrán saber si tengo algo. Ha subidomuy arriba en el intestino grueso. Forma parte de mí mismo. Es mi vida, mi libertad lo que llevo dentrode mí... el camino de la venganza. ¡Porque pienso vengarme! Es más, sólo pienso en eso.Afuera, es de noche. Estoy solo en esta celda. Una gran bombilla en el techo permite alguardián verme por la mirilla de la puerta. Esa luz potente me deslumbra. Me pongo el pañuelodoblado sobre los ojos, pues la verdad es que me los lastima., Estoy tumbado sobre un colchón, enuna cama de hierro, sin, almohada, y paso revista a todos los detalles del horrible proceso.Llegado a este punto, para que pueda comprenderse la continuación de este largo relato, paraque se comprendan las bases que me servirán para perseverar en mi lucha, quizás es menester quesea un poco prolijo y cuente todo lo que me vino y realmente vi en mi mente los primeros días queestuve enterrado vivo:¿Cómo me las apañaré, una vez me haya evadido? Pues ahora que tengo el estuche, no dudoni un instante que me evadiré.
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10 000 francos de 1932, o sea, aproximadamente, 5000 francos de 1969.
 

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HENRY CHARRIERE PAPILLON 
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En primer lugar, vuelvo cuanto antes a París. Mi primera víctima: ese falso testigo de Polein.Luego, los dos polizontes que llevaron el asunto. Pero con dos polizontes no basta, es con todos lospolizontes que debo habérmelas. Al menos, con cuantos más mejor. ¡Ah!, ya sé. Una vez en libertad,vuelvo a París. En un baúl meteré todos los explosivos que pueda. No sé cuántos, exactamente: diez,quince, veinte kilos. Y trato de calcular qué cantidad de explosivos serían necesarios para hacer muchas víctimas.¿Dinamita? No, la chedita es mejor. ¿Y por qué no nitroglicerina? Bueno, conforme, pediréconsejo a los que, allá, saben más que yo. Pero lo que es la bofia, pueden creerme, echaré el resto eirán servidos.Sigo con los ojos cerrados y el pañuelo sobre los párpados para comprimirlos. Veo claramenteel baúl, de apariencia inofensiva, repleto de explosivos, y el despertador, puesto en hora, queaccionará el fulminante. Cuidado, tiene que estallar a las diez de la mañana, en la sala de informaciónde la Policía Judicial, Quai des Orfévres, 36, primer piso. A esta hora, hay por lo menos cientocincuenta polis reunidos para recibir órdenes y escuchar el parte. ¿Cuántos peldaños hay que subir?No debo equivocarme.Habrá que cronometrar el tiempo exacto para que el baúl llegue desde la calle a su destino enel mismo segundo que debe hacer explosión. ¿Y quién llevará el baúl? Veamos, hago gala de mimejor tupé. Llego en taxi y me detengo frente a la puerta de la Policía judicial, y a los dos polizontesde guardia les digo con voz autoritaria: “Súbanme este baúl a la sala de información; yo les seguiré.Digan al comisario Dupont que esto lo manda el inspector-jefe Dubois y que en seguida subo.”Pero, ¿obedecerán? ¿Y si, por casualidad, en aquella caterva de imbéciles, topo con los dosúnicos Ú s inteligentes de la corporación? Entonces, fallaría el golpe. Tendré que dar con otra cosa. Ybusco, busco. En mi mente, no puedo admitir que no logre encontrar un medio seguro al ciento por ciento. Me levanto para beber un poco de agua. De tanto pensar, la cabeza me duele.Me acuesto de nuevo, sin la venda. Los minutos transcurren lentamente. Y esa luz, esa luz,¡Dios de Dios! Mojo el pañuelo y me lo pongo otra vez. El agua fresca me hace bien y, debido al pesodel agua, el pañuelo se pega mejor a mis párpados. En adelante, siempre usaré ese medio.Estas largas horas en que bosquejo mi futura venganza son tan penetrantes que me veoobrando exactamente como si el proyecto estuviese en vías de ejecución. Cada noche y hasta partedel día, viajo por París, como si mi evasión fuese cosa hecha. Es seguro, me evadiré y volveré aParís. Y, por supuesto, antes que nada, lo primero que haré será presentar la cuenta a Poleín y,luego, a los polis. ¿Y los del jurado? Esos memos, ¿seguirán viviendo tranquilos? Deben de estar yaen sus casas, esos carcamales, muy satisfechos de haber cumplido con su Deber, con mayúscula.Llenos de importancia, henchidos de orgullo ante sus vecinos y la parienta que les espera,desgreñada, para comer la sopa.Bien. Los jurados, ¿qué he de hacer con ellos? Nada. Son unos pobres memos. No estánpreparados para ser jueces. Si es un gendarme jubilado o un aduanero, reacciona como ungendarme o como un aduanero. Y si es lechero, como un carbonero cualquiera. Han seguido la tesisdel fiscal, quien no ha tenido dificultad para metérselos en el bolsillo. Verdaderamente, no sonresponsables. Así, pues, está decidido, juzgado y arreglado: no les haré ningún daño.Al escribir todos estos pensamientos que tuve hace ya muchos años y que acuden agolpados,asaltándome con tremenda claridad, me pregunto hasta qué punto el silencio absoluto, el aislamientocompleto, total, infligido a un hombre joven, encerrado en una celda, puede provocar, antes deconvertirse en locura, una verdadera vida imaginativa. Tan intensa, tan viva, que el hombre,literalmente, se desdobla. Echa a volar y, en verdad, vagabundea donde le viene en gana. Su casa,su padre, su madre, su familia, su infancia, las diferentes etapas de su vida. Además, y sobre todo,los castillos en el aire que su fecundo cerebro inventa, que él inventa con una imaginación tanincreíblemente viva que, en ese formidable desdoblamiento, llega a creer que está viviendo todo loque está soñando.Han pasado treinta y seis años y, sin embargo, mi pluma corre para describir lo que realmentepensé en aquella época de mi vida sin el menor esfuerzo de memoria.No, no les haré ningún daño a los jurados. Pero, ¿y al fiscal? ¡Ah! Ese no debe escapárseme.Para él, además, tengo una receta a—punto, dada por Alejandro Dumas. Obrar exactamente comoen El conde de Montecristo, con el tipo al que metieron en la cueva y al que hacían morir de hambre.Ese magistrado sí es responsable. Ese buitre entarascado de rojo se merece una muerte de lasmás horribles. Sí, eso es, después de Polein y sus polizontes, me ocuparé exclusivamente de esaave de rapiña. Alquilaré un chalet. Deberá tener una cueva muy profunda, con muros gruesos y unapuerta muy pesada. Si la puerta no es lo bastante gruesa, yo mismo la cerraré herméticamente conun colchón y estopa. Cuando tenga el chalet, le localizo y le rapto. Como previamente ya habré fijado

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HENRY CHARRIERE PAPILLON 
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unas anillas en la pared, le encadeno en seguida nada más llegar. Entonces, ¡vaya panzada me voy adar!Estoy delante de él. Lo veo con una extraña precisión bajo mis párpados cerrados. Sí, le mirodel mismo modo que me miraba él en la Audiencia. La escena es clara y nítida, hasta tal punto quenoto el calor de su aliento en mi rostro, pues estoy muy cerca de él, cara a cara, casi nos tocamos.Sus ojos de gavilán, están deslumbrados y asustados por la luz de una lámpara muy potenteque dirijo hacia él. Suda gordas gotas que resbalan sobre su rostro congestionado. Sí, oigo mispreguntas, escucho sus respuestas. Vivo intensamente ese momento.—Canalla,¿me reconoces? Soy yo, Papillon, a quien mandaste tan alegremente, para siempre,a trabajos forzados. ¿Crees que merecía la pena haber empollado tantos años para llegar a ser unhombre superiormente instruido, haberte pasado las noches en blanco sobre los códigos romanos ydemás; haber aprendido latín y griego, sacrificado años de juventud para ser un gran orador? ¿Parallegar a qué, so memo? ¿Para crear una nueva y buena ley social? ¿Para convencer a las gentes quela paz es lo mejor del mundo? ¿Para predicar una filosofía de una maravillosa religión? ¿O,sencillamente, para influir en los demás con la superioridad de tu preparación universitaria, para quesean mejores o dejen de ser malvados? Dime, ¿has empleado tu saber en salvar hombres o enahogarlos?“Nada de eso. Sólo te mueve una aspiración. Subir y subir. Subir los peldaños de tu asquerosacarrera. La gloria, para ti, es ser el mejor proveedor del presidio, el abastecedor desenfrenado delverdugo y de la guillotina.“Si Deibler' fuese un poco agradecido, debería mandarte cada fin de año una caja del mejor champaña. ¿Acaso no es gracias a ti, so cerdo, que ha podido cortar cinco o seis cabezas más, esteaño? De todas formas, ahora soy yo quien te tiene aquí, encadenado a esa pared, muy sólidamente.Vuelvo a ver tu sonrisa, sí, veo la expresión triunfal que tuviste cuando leyeron mi sentencia tras tusconclusiones definitivas. Me hace el efecto de que fue tan sólo ayer y, sin embargo, hace años.¿Cuántos años? ¿Diez años? ¿Veinte años?Pero, ¿qué me pasa? ¿Por qué diez años? ¿Por qué veinte años? Pálpate, Papillon, estásfuerte, eres joven y en tu vientre tienes cinco mil quinientos francos. Dos años, sí, cumpliré dos añosde la cadena perpetua, no más, lo juro.¡Vaya, hombre! ¡Te estás volviendo tonto, Papillon! Esta celda, este silencio te llevan a lalocura. No tengo cigarrillos. Me fumé el último ayer. Voy a caminar un poco. Al fin y al cabo, nonecesito tener los ojos cerrados ni el pañuelo sobre los ojos para seguir viendo lo que ocurrirá. Así,pues, me levanto. La celda tiene cuatro metros de largo, es decir, cinco pasitos, desde la puerta hastala pared. Empiezo —a andar, con las manos a la espalda. Y prosigo:—Bueno. Como te iba diciendo, veo de nuevo muy claramente tu sonrisa triunfal. Pues bien, ¡tela voy a transformar en rictus! Tú tienes una ventaja sobre mí: yo no podía gritar, pero tú sí. Grita,grita todo lo que quieras, tan fuerte como puedas. ¿Que qué voy a hacerte? ¿La receta de Dumas?No, no es suficiente. En primer lugar, te arranco los ojos. ¿Eh? Parece que vuelves a creertevictorioso, piensas que si te arranco los ojos por lo menos tendrás la ventaja de no verme y, por otrolado, también yo me veré privado del placer de leer tus reacciones en tus pupilas. Sí, tienes razón, nodebo arrancártelos, por lo menos en seguida. Lo dejaremos para más tarde.“Te voy a cortar la lengua, esa lengua tan terrible, cortante como un cuchillo, no, más que uncuchillo, ¡como una navaja de afeitar! Esa lengua prostituida para tu gloriosa carrera. La mismalengua que dice palabras tiernas a tu mujer, a tus chicos y a tu amante. ¿Una amante, tú? Unamante, más bien, eso es. No puedes ser sino un pederasta pasivo y abúlico. En efecto, he deempezar por eliminarte la lengua, pues, después de tu cerebro, es la principal ejecutora. Gracias aella, como sabes manejarla tan bien, has convencido al jurado de que conteste “sí” a las preguntasque se le han hecho.“Gracias a ella, has presentado a la bofia como gente honesta, sacrificada a su deber; graciasa ella, se aguantaba la fulastre historia del testigo. Gracias a ella, a los ojos de los doce enchufados,yo era el hombre más peligroso de París. Si no hubieses tenido esa lengua tan astuta, tan hábil, tanconvincente, tan adiestrada en deformar a las personas, los hechos y las cosas, yo aún estaríasentado en la terraza del “Grand Café" de la plaza Blanche, de donde no hubiese debido movermenunca. Así es que, seguro, te voy a arrancar la lengua. Pero, ¿con qué instrumento?Camino, camino, la cabeza me da vueltas, pero sigo cara a cara con él... cuando, de pronto, laluz se apaga y un resplandor muy débil consigue infiltrarse en mi celda a través de las tablas de laventana.¿Cómo? ¿Ya es de día? ¿He pasado la noche vengándome? ¡Qué hermosas horas acabo depasar! Esa noche tan larga, ¡qué corta ha sido!

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Escucho, sentado en la cama. Nada. El más absoluto silencio. De vez en cuando, un leve “tic”en la puerta. Es el vigilante que, calzado con zapatillas para no hacer ruido, viene a pegar el ojo en lamirilla que le permite verme sin que yo le perciba.La máquina concebida por la República francesa ha llegado a su segunda etapa. Funciona demaravilla puesto que, durante la primera, ha eliminado a un hombre que podía causarle molestias.Pero no basta. Ese hombre no debe morir demasiado de prisa, no debe escapársele por un suicidio.Se tiene necesidad de él. ¿Qué harían en la Administración penitenciaria si no hubiese presos? Elridículo. Así, pues, vigilémosle. Es menester que vaya a presidio, donde servirá para hacer que vivanotros funcionarios. El “tic” se oye de nuevo. Me sonrío.No te hagas mala sangre, cascaciruelas, que no me escaparé de ti. Por lo menos, no de laforma que temes: el suicidio.Sólo pido una cosa, seguir viviendo con la mayor salud posible y salir cuanto antes hacia esaGuayana francesa donde, gracias a Dios, cometéis la imbecilidad de enviarme.Sé que tus colegas, amigo vigilante de prisión que produces ese “tic” a cada instante, no sonunos monaguillos. Tú eres un abuelito, al lado de los guardianes de allá. Lo sé desde hace muchotiempo, pues Napoleón, cuando fundó el presidio y le preguntaron: “¿Por quién haréis vigilar a esosbandidos?”, respondió: “Por quienes son más bandidos que ellos.” Posteriormente, pude comprobar que el fundador del presidio no había mentido.Tris, tras, una ventanilla de veinte por veinte centímetros se abre en la mitad de mi puerta. Mealargan el café y un pan de setecientos cincuenta gramos. Como estoy condenado, ya no tengoderecho al restaurante, pero, pagando, puedo comprar cigarrillos y algunos víveres en una modestacantina. Unos cuantos días más y, luego, ya no habrá nada: La Conciergerie es la antesala de lareclusión. Fumo con deleite un “Lucky Strike”, a seis francos sesenta el paquete. He comprado dos.Me gasto el peculio porque me lo van a requisar para pagar los gastos de la justicia.Dega, por medio de una nota que he encontrado metida en el pan, me dice que vaya adesinsectación: “En una caja de fósforos hay tres piojos.” Saco los fósforos y encuentro los piojos,gordos y sanos. Sé lo que eso significa. Los enseñaré al vigilante, y así, mañana, me enviará contodos mis trastos, colchón incluido, a una sala de vapor para matar a todos los parásitos (salvo anosotros, por supuesto). En efecto, el día siguiente, encuentro a Dega allí. Ningún vigilante en la salade vapor. Estamos solos.—Gracias, Dega. Merced a ti, he recibido el estuche.—¿No te causa molestias?—No.—Cada vez que vayas al retrete, lávalo bien antes de volver a metértelo.—Sí. Es hermético, creo, pues los billetes doblados en acordeón están en perfecto estado. Sinembargo, hace ya siete días que lo llevo.—Entonces, señal de que es bueno.—¿Qué piensas hacer, Dega?—Me voy a hacer el loco. No quiero ir a presidio. Aquí, en Francia, quizá cumpla ocho o diezaños. Tengo relaciones y, por lo menos, podré conseguir cinco años de indulto.—¿Qué edad tienes?—Cuarenta y dos años.—¡Estás loco! Si te tragas diez años de los quince, saldrás viejo. ¿Te da miedo estar con losforzados?—Sí, el presidio me da miedo, no me avergüenza decírtelo, Papillon. La vida es terrible en laGuayana. Cada año hay una pérdida del ochenta por ciento. Una cadena de presos sustituye a otra ylas cadenas son de mil ochocientos a dos mil hombres. Si no coges la lepra, te da la fiebre amarilla ounas disenterías que no perdonan, o tuberculosis, paludismo, malaria. Si te salvas de todo eso, tienesmucha suerte si no te asesinan para robarte el estuche o no la espichas en la fuga. Créeme, Papillon,no te lo digo para desanimarte, sino porque he conocido a muchos presidiarios que han vuelto aFrancia tras haber cumplido penas cortas, de cinco o siete años, y sé a qué atenerme. Sonverdaderas piltrafas humanas. Se pasan nueve meses del año en el hospital, y en cuanto a eso de lafuga, dicen que no es tan fácil como cree mucha gente.—Te creo, Dega, pero confío mucho en mí. No duraré mucho allí, puedes estar seguro. Soymarinero, conozco el mar y puedes tener la certeza de que no tardaré en darme el piro. Y tú, ¿te vescumpliendo diez años de reclusión? Si te quitan cinco, lo cual no es seguro, ¿crees que podrásaguantarlos, no volverte loco por el completo aislamiento? Yo, ahora, en esa celda donde estoy solo,

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sin libros, sin salir, sin poder hablar con nadie, no es por sesenta minutos que deben multiplicarse lasveinticuatro horas del día, sino por seiscientos, y aún te quedarías corto.—Es posible, pero tú eres joven y yo tengo cuarenta y dos años.—Oye, Dega, francamente, ¿qué es lo que más temes? ¿No será a los otros presidiarios?—Sí, francamente, Papi. Todo el mundo sabe que soy millonario, y de ahí a asesinarme porquepuede creerse que llevo encima cincuenta o cien mil francos, hay poco trecho.—Oye, ¿quieres que hagamos un pacto? Tú me prometes no irte a la loquera y yo mecomprometo a estar siempre a tu lado. Nos arrimaremos el uno al otro. Soy fuerte y rápido, aprendí apelearme de muy joven y sé manejar muy bien la faca. Así que, en lo referente a los otrospresidiarios, está tranquilo: seremos más que respetados, seremos temidos. Y, para darnos el piro,no necesitamos a nadie. Tú tienes pasta, yo tengo pasta, sé servirme de la brújula y conducir unaembarcación. ¿Qué más quieres?Me mira fijamente a los ojos... Nos abrazamos. El pacto queda firmado.Algunos instantes después, se abre la puerta. El se va por su lado, con su impedimenta, y yo,con la mía. No estamos muy lejos uno de otro y, de vez en cuando, podremos vernos en la barbería,en la enfermería o en la capilla, los domingos.Dega se metió en el asunto de falsificación de bonos de la Defensa Nacional. Un falsificador loshabía hecho de modo muy original. Decoloraba los bonos de 500 francos y volvía a imprimir encima,perfectamente, títulos de 10 000 francos. Como el papel era igual, Bancos y comerciantes losaceptaban con toda confianza. Aquello duraba hacía muchos años y la Sección financiera delMinisterio Fiscal no sabía a qué atenerse hasta el día en que detuvieron a un tal Brioulet en flagrantedelito. Louis Dega estaba muy tranquilo al frente de su bar de Marsella, donde cada noche se reuníala flor y nata del hampa del Sur y donde, como a una cita internacional, acudían los grandesdepravados del mundo.En 1929, era millonario. Una noche, una mujer bien vestida, guapa y joven se presenta en elbar. Pregunta por Monsieur Louis Dega.—Soy yo, señora, ¿qué desea usted? Haga el favor de pasar al otro salón.—Soy la mujer de Brioulet. Está encarcelado en París, por haber vendido bonos del Tesorofalsos. He conseguido verle en el locutorio de la Santé, me ha dado las señas de este bar y me hadicho que venga a pedirle a usted veinte mil francos para pagar al abogado.Entonces, Dega, uno de los mayores depravados de Francia, ante el peligro de una mujer enterada de su papel en el asunto de los bonos, encuentra tan sólo la única respuesta que no debíadar:—Señora, no conozco en absoluto a su marido, y si necesita usted dinero, vaya a hacer deputa. Con su palmito, ganará más del que necesita.La pobre chica, ultrajada, se va corriendo, hecha un mar de lágrimas. Le cuenta la escena a sumarido. Brioulet, indignado, al día siguiente le contó al juez de instrucción todo cuanto sabía,acusando formalmente a Dega de ser el individuo que facilitaba los bonos falsos. Un equipo de losmás listos policías de Francia se puso tras la pista de Dega. Un mes después, Dega, el falsificador, elgrabador y once cómplices eran detenidos a la misma hora en diferentes sitios y encarcelados.Comparecieron ante el Tribunal del Sena y el proceso duró catorce días. Cada acusado era defendidopor un gran abogado. Resultado, que por veinte mil míseros francos y unas palabras propias de unidiota, el hombre más depravado de Francia, arruinado, envejecido diez años, cargaba con quince detrabajos forzados. Aquel hombre era el hombre con quien yo acababa de firmar un pacto de vida y demuerte.El abogado Raymond Hubert ha venido a verme. No estaba muy inspirado. No se lo echo encara.... Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta... Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Llevoya varias horas dando vueltas, desde la ventana a la puerta de la celda. Fumo, me siento consciente,equilibrado y apto para soportar lo que sea. Me prometo no pensar, por el momento, en la venganza.El fiscal, dejémoslo en el punto donde lo dejé, atado a las anillas de la pared, frente a mí, sinque yo haya decidido aún cómo mandarle al otro mundo.De golpe, un grito, un grito de desesperación, agudo, horriblemente angustioso, logra atravesar la puerta de mi celda. ¿Qué pasa? Diríase que un hombre es torturado y grita. Sin embargo, aquí noestamos en la Policía judicial. No hay medio de saber qué ocurre. Esos gritos en la noche me hansobrecogido. ¡Y qué potencia deben tener para atravesar esta puerta acolchada! Quizá se trate de unloco. Es tan fácil volverse loco en estas celdas donde a uno no le llega nunca nada. Hablo solo, envoz alta. Me pregunto: “¿Qué puede importarme eso? Piensa en ti, sólo en ti y en tu nuevo socio, en

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Dega.” Me agacho, luego me levanto, después me doy un puñetazo en el pecho. Me he hecho muchodaño, señal de que todo marcha bien: los músculos de mis brazos funcionan perfectamente. ¿Y mispiernas? Felicítalas, pues llevas más de dieciséis horas caminando y ni siquiera te sientes fatigado.Los chinos inventaron la gota de agua que te va cayendo, una a una, sobre la cabeza. Encuanto a los franceses, han inventado el silencio. Suprimen todo medio de divertirse. Ni libros, nipapel, ni lápiz; la ventana de gruesos barrotes está tapada con tablas, y sólo unos cuantos agujeritosdejan pasar un poco de luz muy tamizada.Muy impresionado por aquel grito desgarrador, doy vueltas vueltas como una fiera enjaulada.En verdad tengo la plena sensación de estar literalmente enterrado vivo.Sí, estoy muy solo, todo lo que me llegue no será nunca más que un grito.Abren la puerta. Aparece un viejo cura. No estás solo, hay un cura, ahí, delante de ti.—Buenas noches, hijo mío. Perdóname que no haya venido antes, pero estaba de vacaciones.¿Cómo te encuentras?Y el bueno del viejo cura entra a la pata llana en la celda y se sienta, sin más preámbulos, enmi catre.—¿De dónde eres?—De Ardéche.—¿Qué hacen tus padres?—Mamá murió cuando yo tenía once años. Mi padre me quiso mucho.—¿Qué era?—Maestro de escuela.—¿Vive?—Sí.—¿Porqué hablas de él en pasado, si aún vive?—Porque si él vive, yo he muerto.—¡Oh! No digas eso. ¿Qué has hecho?En un relámpago pienso en lo ridículo que resultaría decir que soy inocente, y contesto de untirón:—La Policía dice que maté a un hombre, y cuando lo dice debe de ser verdad.—¿Era un comerciante?—No, un chulo.—¿Y por una cuestión entre hampones te han condenado a trabajos forzados de por vida? Nolo comprendo. ¿Fue un asesinato?—No, un homicidio.—Increíble, hijo mío. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres rezar conmigo?—Señor cura, perdóneme, no he recibido ninguna educación religiosa, no sé rezar.—Eso no importa, hijo mío, rezaré yo por ti. Dios ama a todos sus hijos, estén bautizados o no.Repetirás cada palabra. que yo diga, ¿te parece bien?Sus ojos son tan dulces, su cara redonda muestra tal luminosa bondad, que me da vergüenzanegarme y, como él se arrodilla, yo también lo hago. “Padre nuestro que estás en los Cielos.” Se mellenan los ojos de lágrimas y el buen cura que las ve, recoge de mi mejilla, con uno de sus dedosrollizos, una lágrima gordota, se la lleva a los labios y la sorbe.—Tu llanto, hijo mío, es para mí la mayor recompensa que Dios podía otorgarme hoy a travésde ti. Gracias.Y, levantándose, me besa en la frente.Estamos nuevamente sentados en la cama, uno al lado del otro.—¿Cuánto tiempo hacía que no llorabas?—Catorce años.—¿Catorce años? ¿Desde cuándo?—Desde el día en que murió mamá.Me coge la mano y me dice:—Perdona a quienes te han hecho sufrir.Me suelto de él y, de un brinco, me encuentro sin querer en medio de la celda.

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—¡Ah, no, eso no! jamás perdonaré. Y, ¿quiere que le confiese una cosa, padre? Pues bien,cada día, cada noche, cada hora, cada minuto lo paso meditando cuándo, cómo, de qué forma podréhacer que mueran todas las personas que me han mandado aquí.—Dices y crees eso, hijo mío. Eres joven, muy joven. Con los años, renunciarás a castigar y ala venganza.Al cabo de treinta años, pienso como él.—¿Qué puedo hacer por ti? —repite el cura.—Un delito, padre.—¿Cuál?—Ir a la celda 37 y decirle a Dega que mande hacer por su abogado una solicitud para ser enviado a la central de Caen y que yo la he hecho ya hoy. Hay que irse pronto de la Conciergeríe auna de las centrales donde forman las cadenas de penados para la Guayana. Pues si se pierde elprimer barco, hay que esperar dos años más, encerrado, antes de que haya otro. Después de haberlevisto, señor cura, tiene que volver aquí.—¿Con qué motivo?—Por ejemplo, diga que se le ha olvidado el breviario. Aguardo la respuesta.—¿Y por qué tienes tanta prisa por ir a ese horrendo sitio que es el presidio?Miro a este cura, verdadero viajante de comercio de Dios y, seguro de que no me delatará, ledigo:—Para fugarme más pronto, padre.—Dios te ayudará, hijo mío, estoy seguro, y reharás tu vida, lo presiento. Ves, tienes ojos debuen chico y tu alma es noble. Voy a la 37. Espera la respuesta.Ha vuelto muy pronto. Dega está de acuerdo. El cura me ha dejado su breviario hasta mañana.¡Qué rayo de sol he tenido hoy! Mi celda ha sido iluminada toda ella por él. Gracias a ese santovarón.¿Por qué, si Dios existe, permite que en la tierra hayas seres humanos tan diferentes? ¿Elfiscal, los policías, tipos como Polein y, en cambio, el cura, el cura de la Conciergerie?Me ha hecho mucho bien la visita de este santo varón, y también me ha hecho favor.El resultado de las solicitudes no se demoró. Una semana después, a las cuatro de la mañana,alineados en el pasillo de la Conciergerie, nos reunimos siete hombres. Los celadores estánpresentes, en pleno.—¡En cueros!Nos desnudamos despacio. Hace frío y se me pone la piel de gallina.Dejad las ropas delante de vosotros. ¡Media vuelta, un paso atrás!Y cada uno se encuentra delante de un paquete.—¡Vestíos!La camisa de hilo que llevaba unos momentos antes es sustituida por una gran camisa de telacruda, tiesa, y mi hermoso traje por un blusón y un pantalón de sayal. Mis zapatos desaparecen y ensu lugar pongo los pies en un par de zuecos. Hasta entonces, habíamos tenido aspecto de hombrenormal. Miro a los otros seis: ¡qué horror! Se acabó la personalidad de cada uno: en dos minutos nostransforman en presidiarios.—¡Derecha, de frente, marchen!Escoltados por una veintena de vigilantes llegamos al patio donde, uno detrás de otro, nosmeten a cada cual en un compartimiento angosto del coche celular. En marcha hacia Beauheu,nombre de la central de Caen.La central de CaenApenas llegamos, nos hacen pasar al despacho del director quien alardea de su superioridaddesde detrás de un mueble “Imperio”. sobre un estrado de un metro de alto.—¡Firmes! El director os va a hablar.—Condenados, estáis aquí en calidad de depósito en espera de vuestra salida para el presidio.Esto es una cárcel. Silencio obligatorio en todo momento, ninguna visita que esperar, ni carta denadie. O se obedece o se revienta. Hay dos puertas a vuestra disposición: una para conduciros al

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presidio si os portáis bien; otra para el cementerio. En caso de mala conducta, sabed que la máspequeña falta será castigada con sesenta días de calabozo a pan y agua. Nadie ha aguantado dospenas de calabozo consecutivas. A buen entendedor, pocas palabras bastan.Se dirige a Pierrot el Loco, cuya extradición había sido pedida, y concedida, de España:—¿Cuál era su profesión en la vida?—Torero, señor director.Furioso por la respuesta, el director grita:—¡Llevaos a ese hombre, militarmente!En un abrir y cerrar de ojos, el torero es golpeado, aporreado por cuatro o cinco guardianes yllevado rápidamente lejos de nosotros. Se le oye gritar:—So maricas, os atrevéis cinco contra uno y, además, con porras. ¡Canallas!Un “¡ay!” de bestia mortalmente herida y, luego, nada más Sólo el roce sobre el cemento dealgo que es arrastrado por e suelo.Después de esta escena, si no se ha comprendido, nunca se comprenderá. Dega está a milado. Mueve un dedo, sólo uno para tocarme el pantalón. Comprendo lo que quiere decirme: “Aguantafirme, si quieres llegar al presidio con vida.” Diez minutos después, cada uno de nosotros (salvoPierrot el Loco, quien ha sido encerrado en un infame calabozo de los sótanos) se encuentra en unacelda del pabellón disciplinario de la Central.La suerte ha querido que Dega ocupe la celda lindante con la mía. Antes, hemos sidopresentados a una especie de monstruo pelirrojo de un metro noventa o más, tuerto, que lleva unvergajo nuevo, flamante, en la mano derecha. Es el cabo de vara, un preso que ejerce la función deverdugo a las órdenes de los vigilantes. Es el terror de los condenados. Los vigilantes, con él tienen laventaja de poder apalear y flagelar a los hombres, de una parte sin cansarse y, si hay muertes,eximiendo de responsabilidades a la Administración.Posteriormente, durante una breve estancia en la enfermería conocí la historia de esa bestiahumana. Felicitemos al director de la Central por haber sabido escoger tan bien a su verdugo. Elindividuo en cuestión era cantero de oficio. Un buen día, en la pequeña ciudad del Norte donde vivía,decidió suicidarse suprimiendo al mismo tiempo a su mujer. Para ello, utilizó un cartucho de dinamitabastante grande. Se acuesta al lado de su mujer, que está descansando en el segundo piso de unedificio de seis. Su mujer duerme. El enciende un cigarrillo y, con éste, prende fuego a la mecha delcartucho de dinamita que sostiene en la mano izquierda, entre su cabeza y la de su mujer. Laexplosión fue espantosa. Resultado: su mujer queda hecha papilla y casi hay que recogerla concuchara. Una parte del edificio se derrumba y tres niños perecen aplastados por los escombros, asícomo una anciana de setenta años. Los demás quedan, más o menos, gravemente heridos.En cuanto a Tribouillard, ha perdido parte de la mano izquierda, de la que sólo le queda el dedomeñique y medio pulgar, y el ojo y la oreja izquierdos. Tiene una herida en la cabeza losuficientemente grave para necesitar que se la trepanen. Desde su condena, es cabo de vara de lasceldas disciplinarias de la Central. Ese semiloco puede disponer como le venga en gana de losdesventurados que van a parar a sus dominios. Un, dos, tres, cuatro, cinco.. ., media vuelta... Un,dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta... y comienza el incesante ir y venir de la pared a la puerta de lacelda.No tenemos derecho a acostarnos durante el día. A las cinco de la mañana, un toque de silbatoestridente despierta a todo el mundo. Hay que levantarse, hacer la cama, lavarse, y o bien andar osentarse en un taburete fijado a la pared. No tenemos derecho a acostarnos durante el día. Comocolmo del refinamiento del sistema penitenciario, la cama se levanta contra la pared y quedacolgada., Así, el preso no puede tumbarse y puede ser vigilado mejor.* * Un, dos, tres, cuatro, cinco... Catorce horas de caminata. Para adquirir el automatismo deese movimiento continuo, hay que aprender a bajar la cabeza, poner las manos a la espalda, noandar ni demasiado de prisa ni demasiado despacio, dar los pasos exactamente iguales y girar automáticamente, en un extremo de la celda, sobre el pie izquierdo, y en el otro extremo, sobre el piederecho.Un, dos, tres, cuatro, cinco... Las celdas están mejor alumbradas que en la Conciergerie y seoyen los ruidos exteriores, los del pabellón disciplinario y también algunos procedentes del campo.Por la noche, se perciben los silbidos o las canciones de los labradores que vuelven a sus casascontentos de haber bebido un buen trago de sidra.He recibido mi regalo de Navidad: por un resquicio de las tablas que tapan las ventanas,percibo el campo, todo nevado y algunos árboles altos, negros, iluminados por la luna llena. Diríaseuna de esas postales típicas de Navidad. Agitados por el viento, los árboles se han despojado de su

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manto de nieve y, gracias a esto, se les distingue bien. Se recortan en grandes manchas oscurassobre todo lo demás. Es Navidad para todo el mundo, hasta es Navidad en una parte de la prisión.Para los presidiarios en depósito, la Administración ha hecho un esfuerzo: hemos tenido derecho acomprar dos tabletas de chocolate. Digo dos tabletas, no dos barras. Estos dos pedazos de chocolatede Aiguebelle han sido mi cena de Nochebuena de 1931.... Un, dos, tres, cuatro, cinco... La represión de la justicia me ha convertido en péndola, el ir yvenir en una celda es todo mi universo. Todo está matemáticamente calculado. En la celda no debehaber nada, absolutamente nada. Sobre todo, es menester que el condenado no pueda distraerse. Sime sorprendieran mirando por esa hendidura de los maderos de la ventana, recibiría un severocastigo. Sin embargo, ¿acaso no tienen razón, puesto que para ellos no soy más que un muerto envida? ¿Con qué derecho podría permitirme gozar de la contemplación de la naturaleza?Vuela una mariposa; tiene un color azul claro, con una pequeña lista negra; una abeja zumbano lejos de ella, junto a la ventana. ¿Qué vienen a buscar esos bichos en este lugar? Parece como siestuviesen locas por ese sol de invierno, a menos que tengan frío y quieran entrar en la prisión. Unamariposa en invierno es una resucitada. ¿Cómo no ha muerto todavía? Y esa abeja, ¿por qué haabandonado su colmena? ¡Qué inconsciente atrevimiento acercarse aquí! Afortunadamente, el cabode vara no tiene alas, de lo contrario no vivirían mucho tiempo.Ese Tribouillard es un horrible sádico y presiento que algo me ocurrirá con él. Por desgracia, nome había equivocado. El día siguiente de la visita de los dos encantadores insectos, me declaroenfermo. No puedo más, me ahoga la soledad, necesito ver una cara, oír una voz, aunque seadesagradable, pero en suma una voz, oír alguna cosa.Completamente desnudo en el frío glacial del pasillo, cara a la pared, con la nariz a cuatrodedos de ésta, era el penúltimo de una fila de ocho, en espera de mi turno de pasar ante el doctor.¿Quería ver gente? ¡Pues ya lo he conseguido! El cabo de vara nos sorprende en el momento en quele murmuraba unas palabras a Julot, conocido como el hombre del martillo. La reacción de aquelsalvaje pelirrojo fue terrible. De un puñetazo en la nuca, me dejó casi sin sentido y, como no habíavisto venir el golpe, me di de narices contra la pared. Empecé a manar sangre y, tras habermeincorporado, pues me había caído, me rehago y trato de comprender lo ocurrido. Cuando hago unademán de protesta, el coloso, que no esperaba otra cosa, de una patada en el vientre me tumba otravez en el suelo y comienza a golpearme con su vergajo. Julot ya no puede aguantarse. Se echaencima de él, se entabla una terrible pelea y, como Julot lleva todas las de perder, los vigilantesasisten, impasibles, a la batalla. Nadie se fija en mí, que acabo de ponerme en pie. Miro a mialrededor, tratando de descubrir algún arma. De golpe, percibo al doctor, inclinado sobre su sillón,que trata de ver desde la sala de visita lo que ocurre en el pasillo y, al mismo tiempo, la tapadera deuna marmita que brinca empujada por el vapor. Esa gran marmita esmaltada está encima de la estufade carbón que calienta la sala del doctor. Su vapor debe purificar el aire.Entonces, con un rápido reflejo, agarro la marmita por las asas, me quemo, pero no la suelto y,de una sola vez, arrojo el agua hirviendo a la cara del cabo de vara, quien no me había visto,ocupado como estaba con Julot. De su garganta sale un grito espantoso. Ha cobrado lo suyo. Serevuelca en el suelo y, como lleva tres jerseys de lana, se los quita con dificultad, uno después deotro. Cuando llega al tercero, la piel salta con éste. El cuello del jersey es estrecho y, en su esfuerzopor hacerlo pasar, la piel del pecho, parte de la del cuello y toda la de la mejilla siguen pegadas aljersey. También tiene quemado su único ojo y, ahora está ciego. Por fin, se pone en pie, repelente,sanguinolento, en carne viva, y Julot aprovecha el momento para asestarle una terrible patada en lostestículos. El gigante se derrumba y empieza a vomitar y a babear. Ha recibido su merecido Nosotrosnada perdemos con esperar.Los dos vigilantes que han asistido a la escena no tienen suficientes arrestos para atacarnos.Tocan la alarma para pedir refuerzos. Llegan de todos lados. Los porrazos llueven sobre nosotroscomo una fuerte granizada. Tengo la suerte de perder pronto el sentido, lo cual no me impide recibir más golpes.Despierto dos pisos más abajo, completamente desnudo, en un calabozo inundado de agua.Lentamente recobro los sentidos. Recorro con la mano mi cuerpo dolorido. En la cabeza tengo por lomenos doce o quince chichones. ¿Qué hora será? No lo sé. Aquí no es de día ni de noche, no hayluz. Oigo golpes en la pared, vienen de lejos.Pam, pam, pam, pam, pam, pam. Estos golpes son la llamada del “teléfono”. Debo dar dosgolpes en la pared si quiero recibir la comunicación. Golpear, pero, ¿con qué? En la oscuridad, nodistingo nada que pueda servirme. Con los puños es inútil, los golpes no repercuten bastante. Meacerco al lado donde supongo que está la puerta, pues hay un poco menos de oscuridad. Topo conbarrotes que no había visto. Tanteando, me doy cuenta de que el calabozo está cerrado por unapuerta que dista más de un metro de mí, a la cual la reja que toco me impide llegar. Así, cuando

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alguien entra donde hay un preso peligroso, éste no puede tocarle, pues está enjaulado. Puedenhablarle, escupirle, tirarle comida e insultarle sin el menor peligro. Pero hay una ventaja: no puedenpegarle sin correr peligro, pues, para pegarle, hay que abrir la reja.Los golpes se repiten de vez en cuando. ¿Quién puede llamarme? Quien sea merece que leconteste, pues arriesga mucho, si le pillan. Al caminar, por poco me rompo la crisma. He puesto el piesobre algo duro y redondo. Palpo, es una cuchara de palo. En seguida, la agarro y me dispongo acontestar. Con la oreja pegada a la pared, aguardo. Pam, pam, pam, pam, pam—stop, pam, pam.Contesto: pam, pam. Estos dos golpes quieren decir a quien llama: “Adelante, tomo la comunicación.”Empiezan los golpes: pam, pam, pam... las letras del alfabeto desfilan rápidamente...abcchdefghijklmnñop, stop. Se para en la letra p. Doy un golpe fuerte: pam. Así, él sabe que heregistrado la letra p, luego viene una a, otra p, una i, etc. Me dice: “Papi, ¿qué tal? Tú has recibido lotuyo, yo tengo un brazo roto.” Es Julot.Nos “telefoneamos” durante dos horas sin preocuparnos de si pueden sorprendernos. Estamosliteralmente rabiosos por cruzarnos frases. Le digo que no tengo nada roto, que mi cabeza está llenade chichones, pero que no tengo heridas.Me ha visto bajar, tirado por un pie, y me dice que a cada peldaño mi cabeza caía del anterior yrebotaba. El no perdió el conocimiento en ningún momento. Cree que el Tribo ha quedadogravemente quemado y que, con la lana de los jerseys, las heridas son profundas: tiene para rato.Tres golpes dados muy rápidamente y repetidos me anuncian que hay follón. Me paro. Enefecto, algunos instantes después, la puerta se abre. Gritan:—¡Al fondo, canalla! ¡Ponte al fondo del calabozo en posición de firmes!Es el nuevo cabo de vara quien habla.—Me llamo Batton.
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Como ves, tengo el apellido de mi menester.Con una gran linterna sorda, alumbra el calabozo y mi cuerpo desnudo.—Toma, para que te vistas. No te muevas de donde estás. Ahí tienes agua y pan
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. No te locomas todo de una vez, pues no recibirás nada más antes de veinticuatro horas.Chilla como un salvaje y, luego, levanta la linterna hasta su cara. Veo que sonríe, pero nomalévolamente. Se lleva un dedo a la boca y me señala las cosas que me ha dejado. En el pasillodebe de estar un vigilante y él, de este modo, ha querido hacerme comprender que no es unenemigo.En efecto, en el chusco encuentro un gran pedazo de carne hervida y, en el bolsillo delpantalón, ¡qué maravilla, un paquete de cigarrillos y un encendedor de yesca. Aquí esos regalosvalen un Perú. Dos camisas en vez de una y unos calzoncillos de lana que me llegan hasta lasrodillas. Siempre me acordaré de ese Batton. Todo eso significa que ha querido recompensarme por haber eliminado a Tribouíllard. Antes del incidente, él sólo era ayudante de cabo de vara. Ahora,gracias a mí, es el titular. En suma, que me debe el ascenso y me ha testimoniado su agradecimiento.Como hace falta una paciencia de sioux para localizar de dónde proceden los “telefonazos” ysólo el cabo de vara puede hacerlo, pues los vigilantes son demasiado gandules, nos damos unaspanzadas con Julot, tranquilos en lo que atañe a Batton. Todo el día nos mandamos telegramas. Por él me entero de que la salida para el presidio es inminente: tres o cuatro meses.Dos días después, nos sacan del calabozo y, a cada uno de nosotros encuadrado por dosvigilantes, nos llevan al despacho del director. Frente a la entrada, detrás de un mueble, estánsentadas tres personas. Es una especie de tribunal. El director hace las veces de presidente; elsubdirector y el jefe de vigilantes, de asesores.—¡Ah! ¡Ah! ¡Sois vosotros, mis buenos mozos! ¿Qué tenéis que decir?Julot está muy pálido, con los ojos hinchados, seguramente tiene fiebre. Con el brazo rotodesde hace tres días, debe sufrir horrores.Quedamente, Julot responde:—Tengo un brazo roto.—Bueno, usted quiso que se lo rompieran, ¿no? Eso le enseñará a no agredir a la gente.Cuando venga el doctor, le visitará. Confío que sea dentro de una semana. Esa espera serásaludable, pues tal vez el dolor le sirva a usted de algo. No esperará que haga venir a un médicoespecialmente para un individuo de su calaña, ¿verdad? Espere, pues, a que el doctor de la Central
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Baron (con una “t”) significa Palo.
 
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Cuatrocientos cincuenta gramos de pan y un litro de agua.
 

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tenga tiempo de venir y le cure. Eso no impide que os condene a los dos a seguir en el calabozohasta nueva orden.Julot me mira a la cara, en los ojos: “Ese caballero bien vestido dispone muy fácilmente de lavida de los seres humanos”, parece querer decirme.Vuelvo la cabeza de nuevo hacia el director y le miro. Cree que quiero hablarle. Me pregunta:—Y a usted, ¿no le gusta esa decisión? ¿Qué tiene que oponer a ella?—Absolutamente nada, señor director. Sólo siento la necesidad de escupirle, pero no lo hago,pues me daría miedo de ensuciarme la saliva.Se queda tan estupefacto que se pone colorado y, de momento, no comprende. Pero el jefe devigilantes, sí. Grita a sus subordinados:—¡Lleváoslo y cuidadle bien! Dentro de una hora espero verle pedir perdón, arrastrándose por el suelo. ¡Vamos a domarle! Haré que limpie mis zapatos con la lengua, por arriba y por abajo. Nogastéis cumplidos, os lo confío.Dos vigilantes me agarran del brazo derecho y otros dos del izquierdo. Estoy de bruces en elsuelo, con las manos alzadas a la altura de los omoplatos. Me ponen las esposas con empulguerasque me atan el índice izquierdo con el pulgar derecho y el jefe de vigilantes me levanta como a unanimal tirándome de los pelos.Huelga que os cuente lo que me hicieron. Baste saber que estuve esposado así once días.Debo la vida a Batton. Cada día echaba en mi calabozo el chusco reglamentario, pero, privado de mismanos yo no podía comerlo. Ni siquiera conseguía, apretándolo con la cabeza en las rejas,mordisquearlo. Pero Batton también me echaba, en cantidad suficiente para mantenerme vivo, trozosde pan del tamaño de un bocado. Con mi pie hacía montoncitos, luego me ponía de bruces y loscomía como un perro. Masticaba bien cada pedazo, para no desperdiciar nada.El duodécimo día, cuando me quitaron las esposas, el acero se había hincado en las carnes yel hierro, en algunos sitios, estaba cubierto de piel tumefacta. El jefe de vigilantes se asustó, tantomás cuanto me desmayé de dolor. Tras haberme hecho volver en mí, me llevaron a la enfermería,donde me lavaron con agua oxigenada— El enfermero exigió que me pusiesen una inyecciónantitetánica. Tenía los brazos anquilosados y no podían recobrar su posición normal. Al cabo de másde media hora de friccionarlos con aceite alcanforado, pude bajarlos a lo largo del cuerpo.Bajo de nuevo al calabozo y el jefe de vigilantes, al ver los doce chuscos, me dice:—¡Vaya festín te vas a dar! Aunque no has enflaquecido mucho tras once días de ayuno. Esraro...—He bebido mucha agua, jefe._¡Ah!, será eso. Ahora, come mucho para reanimarte.Y se va.¡Pobre idiota! Me lo ha dicho convencido de que no he comido nada en once días y de que siahora como demasiado. de golpe moriré de indigestión. Tendrá una decepción. Al anochecer, Battonme pasa tabaco y papel. Fumo, fumo, soplando el humo en el agujero de la calefacción que nofunciona nunca, por supuesto. Por lo menos, tiene esa utilidad.Más tarde, llamo a Julot. Cree que no he comido desde hace once días y me aconseja quevaya con cuidado. Me da miedo decirle la verdad, por temor de que algún canalla pueda descifrar eltelegrama al mandarlo. El tiene el brazo escayolado, la moral elevada y me felicita por haber aguantado.Según él, el convoy se avecina. El enfermero le ha dicho que las ampollas de vacunasdestinadas a los presidiarios antes de la marcha han llegado. Por lo general, suelen estar aquí unmes antes de la salida. Es imprudente, Julot, pues también me pregunta si he salvado mi estuche.Sí, lo he salvado, pero lo que he debido hacer para guardar esa fortuna no puede describirse.Tengo crueles heridas en el ano.Tres semanas después, nos sacan de los calabozos. ¿Qué va a pasar? Nos hacen tomar unaducha sensacional con jabón y agua caliente. Me siento revivir. Julot se ríe como un chiquillo y Pierrotel Loco irradia alegría de vivir.Como salimos del calabozo, no sabemos nada de lo que ocurre. El barbero no ha queridocontestar a mi breve pregunta, murmurada entre dientes:—¿Qué pasa?Un desconocido de mala pinta me dice:—Creo que estamos amnistiados del calabozo. Quizá temen la llegada de algún inspector. Loesencial es seguir con vida.

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Cada uno de nosotros es conducido a una celda normal. A mediodía, en mí primer ranchocaliente desde hace cuarenta y tres días, encuentro un trozo de madera. En él, leo: “Salida ocho días.Mañana vacuna. “¿Quién me lo manda?Nunca lo he sabido. Sin duda, un recluso que ha tenido la amabilidad de avisarnos. El mensaje,seguramente, me ha llegado a mí por pura casualidad.En seguida, aviso por teléfono a Julot: “Transmítelo. Durante toda la noche he oído telefonear.Yo, una vez mandado mi mensaje, he callado.Me encuentro demasiado bien en la cama. No quiero líos. Volver al calabozo no me haceninguna gracia. Y hoy, menos que nunca.

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SEGUNDO CUADERNOEN MARCHA HACIA EL PRESIDIO
Saint-Martin-de-Ré1Por la noche, Batton me pasa tres “Gauloises” y un papel en el que leo: Papillon, sé que te irásllevándote un buen recuerdo de mí. Soy cabo de vara, pero trato de hacer el menor daño posible a loscastigados. He tomado el puesto porque tengo nueve hijos y me apremia que me indulten. Trataré,sin hacer demasiado daño, de ganarme el indulto. Adiós. Buena suerte. El convoy sale pasadomañana.En efecto, al día siguiente nos reúnen por grupos de treinta en el pasillo del pabellóndisciplinario. Enfermeros venidos de Caen nos vacunan contra las enfermedades tropicales. Paracada uno, tres vacunas y dos litros de leche. Dega está a mi lado, pensativo. Ya no se respetaninguna regla de silencio, pues sabemos que no pueden meternos en el calabozo recién vacunados.Charlamos en voz baja ante las narices de los guardianes, quienes no se atreven a decir nada acausa de los enfermeros de la ciudad. Dega me pregunta:—¿Tendrán bastantes coches celulares para llevarnos a todos de una vez?—Creo que no queda lejos, Saint-Martin-de-Ré, y si llevan a sesenta cada día, la cosa durarádiez días, pues sólo aquí somos casi seiscientos.—Lo esencial es que nos vacunen. Eso quiere decir que estamos en lista y que pronto nosencontraremos en los duros.' Animo, Dega, está a punto de empezar otra etapa. Cuenta conmigocomo yo cuento contigo.Me mira con sus ojos brillantes de satisfacción, me pone una mano en el brazo y repite:—En la vida y en la muerte, Papi.En el convoy, pocos incidentes dignos de mención, a no ser que nos ahogábamos, cada unoen su angosto compartimento del furgón celular. Los vigilantes se negaron a que pasase el aire, nisiquiera entreabriendo un poco las portezuelas. Al llegar a la Rochelle, dos de nuestros compañerosde furgón fueron encontrados muertos por asfixia.Los curiosos que estaban apiñados en el muelle, pues Saint Martin-de-Ré es una isla ydebíamos embarcarnos para cruzar el brazo de mar, presenciaron el descubrimiento de los dos pobrediablos. Pero no dijeron nada respecto a nosotros. Y como los gendarmes debían entregarnos en laCiudadela, muertos o vivos cargaron los cadáveres con nosotros en el barco.La travesía no fue larga, pero pudimos respirar un rato el aire marino. Le digo a Dega:—Esto huele a fuga.Se sonríe. Y Julot, que estaba a nuestro lado, nos dijo:—Sí. Esto huele a pirárselas. Yo vuelvo allá, de donde me fugué hace cinco años. Me hiceprender como un idiota cuando estaba a punto de cargarme al chivato que me había delatado hacediez años. Procuremos quedarnos juntos, pues en Saint-Martin nos meten a bulto en grupos de diezen cada celda.Se equivocaba, el Julot. Al llegar allí, le llamaron, con otros dos, y les pusieron aparte. Erantres evadidos del presidio, vueltos a prender en Francia, y que iban allá por segunda vez.En celdas por grupos de a diez, comienza para nosotros una vida de espera. Tenemos derechoa hablar, a fumar, estamos muy bien alimentados. Este período sólo es peligroso para el estuche. Sinque se sepa por qué, de repente te llaman, te ponen en cueros y te registran minuciosamente.Primero, los recovecos del cuerpo hasta la planta de los pies; luego las ropas y enseres.—¡Vestíos!Y nos vamos por donde hemos venido.La celda, el refectorio, el patio donde pasamos largas horas caminando en fila. ¡Un, dos! ¡Un,dos! ¡Un, dos! Caminamos por grupos de ciento cincuenta presos. La fila es larga, los zuecosrestallan. Silencio absoluto obligatorio. Luego viene el “ ¡Rompan filas! “. Todos nos sentamos en elsuelo, formamos grupos, por categorías sociales. Primero, los verdaderos hombres del hampa, paraquienes el origen importa poco: corsos, marselleses, tolosanos, bretones, parisienses, etcétera. Hasta

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hay un ardechés, que soy yo. Y debo decir, a favor de Ardéche, que sólo hay dos en este convoy demil novecientos hombres: un guarda rural que mató a su mujer, y yo. Conclusión, los ardecheses sonbuenas personas. Los otros grupos se forman de cualquier modo, pues al presidio suben máscabritos que chulos. Estos días de espera se denominan días de observación. Y, verdaderamente,nos observan desde todos los rincones.Una tarde, estoy sentado tomando el sol cuando un hombre se me acerca. Lleva gafas, esbajito, flaco. Intento hacerme una idea de quién es, pero con nuestra ropa de uniforme resulta muydifícil.—¿Eres tú Papillon?Tiene un acusado acento corso.—Sí, yo soy. ¿Qué quieres de mí?—Vente a los retretes —me dice.Y se va.—Ese es un cabrito corso —me dice Dega—. Seguramente, un bandido de las montañas.¿Qué querrá de ti?—Voy a enterarme.Me dirijo a los retretes que están instalados en medio del patio y, una vez allí, finjo orinar. Elhombre está a mi lado, en igual postura. Me dice, sin mirarme:—Soy cuñado de Pascal Matra. En el locutorio, me dijo que si necesitaba ayuda, me dirigiese ati de su parte.—Sí, Pascal es amigo mío. ¿Qué quieres?—Ya no puedo llevar el estuche: tengo disentería. No sé en quién confiar y tengo miedo de queme lo roben o que los guardianes lo encuentren. Te lo ruego, Papi, llévalo algunos días por mí.Y me enseña un estuche mucho más; grande que el mío. Temo que me tienda un lazo y queme pida eso para saber si llevo alguno: si digo que no estoy seguro de poder llevar dos, se enterará.Entonces, fríamente, le pregunto:—¿Cuánto hay dentro?—Veinticinco mil francos.Sin más, tomo el estuche, por otra parte muy limpio y delante de él, me lo introduzco en el ano,preguntándome si un hombre puede llevar dos. No lo sé. Me incorporo, me abrocho el pantalón...Todo va bien, no siento ninguna molestia.—Me llamo Ignace Galgani —me dice antes de irse Gracias, Papillon.Vuelvo al lado de Dega y, aparte, le cuento el asunto.—¿No te cuesta demasiado llevarlo?—No.—Entonces, no hablemos más.Intentamos entrar en contacto con los exfugados, de ser posible Julot o el Guittou. Estamossedientos de informaciones: cómo es aquello; cómo le tratan a uno; qué se puede hacer para estar junto con un amigo, etc. La casualidad hace que topemos con un tipo curioso, un caso raro. Es uncorso nacido en presidio. Su padre era vigilante allí y vivía con su madre en las Islas de la Salvación.El nació en la isla Royale, una de las tres islas; las otras dos son San José y del Diablo e, ironías deldestino, volvía allá no como hijo de vigilante, sino como presidiario.Le esperaban diez años de trabajos forzados por un robo con fractura. Contaba diecinueveaños y tenía un semblante abierto, de ojos claros y límpidos. Con Dega, no tardamos en ver que setrataba de un aficionado. Apenas sabe nada del hampa, pero nos será útil facilitándonos todos losinformes posibles sobre lo que nos espera. Nos cuenta la vida en las Islas, donde él ha vivido catorceaños. Nos enteramos, por ejemplo, de que su nodriza, en las Islas, era un presidiario, un famoso duroimplicado en el caso de riña a navajazos en la Butte' por los ojos bonitos de Casque d'Or.Nos da valiosos consejos: hay que darse el piro desde Tierra Firme, pues desde las Islas esimposible; además, procurar no ser catalogado como peligroso, pues con esa calificación, tan prontodesembarcado en Saint-Laurent-du-Maroni, puerto de arribada, le internan a uno por un tiempo o depor vida, según el grado de su calificación. Por lo general, menos del cinco por ciento de lostransportados son internados en las Islas. Los demás se quedan en Tierra Firme. Las Islas sonsanas, pero Tierra Firme, como ya me contara Dega, es una —porquería que chupa poco a poco alpresidiario con toda clase de enfermedades, muertes diversas, asesinatos, etcétera.

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Con Dega, esperamos no ser internados en las Islas. Pero se me hace un nudo en la garganta:¿y si me califican de peligroso? Con mí perpetua, la historia de Tribouillard y la del director, estoyaviado.Cierto día, cunde un rumor: no ir a la enfermería bajo ningún pretexto, pues, allí, los que estándemasiado débiles o demasiado enfermos para soportar el viaje son envenenados. Debe tratarse deun bulo. En efecto, un parisiense, Frands la Passe, nos confirma que es un cuento. Sí, ha habido unenvenenado, pero un hermano suyo, empleado en la enfermería, le ha explicado lo que pasó.El individuo que se suicidó, gran especialista en cajas de caudales, al parecer había robado enla Embajada de Alemania, en Ginebra o Lausana, durante la guerra, por cuenta de los serviciosfranceses de espionaje. Se llevó documentos muy importantes que entregó a los agentes franceses.Para aquella operación, la bofia le sacó de la cárcel, donde purgaba una pena de cinco años. Y desde1920, a razón de una o dos operaciones por año, vivía tranquilo. Cada vez que le prendían, hacía supequeño chantaje al Deuxiéme Bureau
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, que se apresuraba a intervenir. Pero, aquella vez, la cosa nofuncionó. Le cayeron veinte años y tenía que irse con nosotros. Para perder el convoy, fingió estar enfermo e ingresó en la enfermería. Una pastilla de cianuro —siempre según el hermano de Francisla Passe— acabó con el asunto. Las cajas de caudales y el Deuxiéme Bureau podían dormir tranquilos.Por este patio corren multitud de historias, unas ciertas, otras falsas. De todas formas, lasescuchamos; ayudan a pasar el tiempo.Cuando voy al retrete, en el patio o en la celda, es menester que me acompañe Dega, a causade los estuches. Mientras opero, se pone delante de mí, y me hurta a las miradas demasiadocuriosas. Un estuche ya es toda una complicación, pero sigo llevando dos, pues Galgani está cadavez más enfermo. Y respecto a eso, un enigma: el estuche que introduzco en último lugar es siempreel último en salir, y el primero, siempre el primero. Cómo daban la vuelta en mi vientre no lo sé, peroasí era.Ayer, en la barbería, han intentado matar a Clousiot mientras le afeitaban. Dos cuchilladas entorno del corazón. Milagrosamente, no ha muerto. He sabido su historia por un amigo suyo. Escuriosa, y algún día la narraré. Aquel intento de homicidio era un ajuste de cuentas. Quien falló elgolpe morirá seis años después, en Cayena, al engullir bicromato de potasa en sus lentejas. Murió enmedio de espantosos dolores. El enfermero que ayudó al doctor en la autopsia nos trajo un trozo deintestino de unos diez centímetros. Tenía diecisiete perforaciones. Dos meses más tarde, su asesinofue encontrado estrangulado en su lecho de enfermo. Nunca se supo por quién.Hace ya doce días que estamos en Saint-Martin-de-Ré La fortaleza está llena a rebosar. Día ynoche, los centinelas montan guardia en el camino de ronda.En las duchas ha estallado una reyerta entre dos hermanos. Se han peleado como perros, y auno de ellos lo meten en nuestra celda. Se llama André Baillard. Me dice que no pueden castigarleporque la culpa es de la Administración: los vigilantes tienen orden de no permitir que los doshermanos se junten, bajo ningún pretexto. Cuando se sabe su historia, se comprende por qué.André había asesinado a una rentista, y su hermano, Emile, escondía la pasta. Emile esdetenido por robo y le caen tres años. Un día, estando en el calabozo con otros castigados,encalabrinado contra su hermano porque no le ha mandado dinero para cigarrillos, desembucha ydice que André se las pagará: pues André es quien, explica, mató a la vieja, y el Emile, quienescondió el dinero. Por lo que, cuando salga, no le dará nada. Un preso corre a contar lo que ha oídoal director de la prisión. El asunto no se demora. André es detenido y ambos hermanos condenados amuerte. En el pabellón de los condenados a muerte de la Santé, ocupan celdas contiguas. Cada unoha presentado petición de indulto. El de Emile es aceptado a los cuarenta y tres días, pero el deAndré es rechazado. Entretanto, por una medida de humanidad para con André, Emile sigue en elpabellón de los condenados a muerte, y los dos hermanos dan cada día su paseo, uno detrás de otro,con los grilletes puestos.A los cuarenta y seis días, a las cuatro y media, se abre la puerta de André. Todos estánreunidos: el director, el escribano, el fiscal que ha pedido su cabeza. Es la ejecución. Pero cuando eldirector se dispone a hablar, llega corriendo el abogado defensor, seguido por otra persona queentrega un papel al fiscal. Todo el mundo se retira por el pasillo. A André se le ha hecho tal nudo enla garganta, que no puede tragar saliva. No es posible, jamás se suspende una ejecución en curso. Y,sin embargo, así es. Hasta el día siguiente, tras horas de angustia y de interrogación, no se enteraráde que, la víspera de su ejecución, el presidente Doumer fue asesinado por Gorgulov. Pero Doumer no murió en el acto. Toda la noche, el abogado había montado guardia ante la clínica tras haber 
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Servicio de espionaje. (Nota del traductor)
 

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informado al ministro de justicia que si el presidente moría antes de la hora de la ejecución (de cuatroy media a cinco), solicitaba un aplazamiento por vacante de jefe de poder ejecutivo. Dotimer murió alas cuatro y dos minutos. El tiempo necesario para avisar a la Cancillería, de tomar un taxiacompañado por el portador de la orden de sobreseimiento. Aun así, llegó tres minutos demasiadotarde para impedir que abriesen la puerta de la celda de André. La pena de ambos hermanos fueconmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad. Pues, en efecto, el día de la elección del nuevopresidente, el abogado fue a Versalles, y tan pronto fue elegido Albert Lebrun, el abogado le presentósu petición de indulto. Ningún presidente ha rechazado jamás el primer indulto que le es solicitado.“Lebrun firmó —terminó André—, y aquí me tienes, macho, vivito y coleando, camino de la Guayana.”Contemplo a este superviviente de la guillotina y me digo que, realmente, todo lo que yo he sufrido nopuede compararse con el calvario por el que ha pasado él.Sin embargo, no tengo tratos con él. Saber que ha matado a una pobre vieja para robarle meda náuseas. Por lo demás, tendrá toda la suerte del mundo. Más tarde, en la isla de San José,asesinará a su hermano. Varios presidiarios lo vieron. Emile pescaba con caña, de pie sobre unaroca, pensando solamente en su pesca. El ruido del oleaje, muy fuerte, amortiguaba todos los demásruidos. André se acercó a su hermano por detrás, con una gruesa caña de bambú de tres metros delargo en la mano y, de un empujón en la espalda, le hizo perder el equilibrio. El paraje estabainfestado de tiburones. Emile no tardó en servirles de plato del día. Ausente a la lista de la noche, fuedado por desaparecido en un intento de evasión. No se habló más de él. Sólo cuatro o cincopresidiarios que recogían cocos en las alturas de la isla habían presenciado la escena. Desde luego,todos los hombres se enteraron, salvo los guardianes. André Bainard nunca fue molestado.Le sacaron del internamiento por “buena conducta” y, en Saint-Laurent-du-Maroni, gozaba deun régimen de favor. Tenía una celdita para él solo. Un día, tras una riña con otro presidiario, invitósolapadamente a éste a entrar en su celda y le mató de una cuchillada en medio del corazón.Considerando que lo había hecho en legítima defensa, fue absuelto. Cuando fue suprimido elpresidio, siempre por su “buena conducta” le indultaron.Saint-Martin-de-Ré está abarrotado de presos. Hay dos categorías muy diferentes: ochocientoso mil presidiarios y novecientos relegados. Para ser presidiario, hay que haber hecho algo grave o,por lo menos, haber sido acusado de haber cometido un delito importante. La pena menos fuerte esde siete años de trabajos forzados; el resto está escalonado hasta la cadena perpetua. Un indultadode la pena de muerte es condenado automáticamente a cadena perpetua. Con los relegados, esdiferente. Con tres o más condenas, un hombre puede ser relegado. Es cierto que todos son ladronesincorregibles y se comprende que la sociedad deba defenderse de ellos. Sin embargo, es vergonzosopara un pueblo civilizado tener la pena accesoria de relegación. Hay ladronzuelos, bastante torpes,puesto que se hacen prender a menudo, que son relegados —lo cual equivalía, en mis tiempos, a ser condenado a perpetuidad— y que en toda su vida de ladrones no han robado diez mil francos. Ahíestá el mayor contrasentido de la civilización francesa. Un pueblo no tiene derecho a vengarse ni aeliminar de una forma demasiado rápida a las personas que causan molestias a la sociedad. Estaspersonas son más merecedoras de cuidados que de un castigo inhumano. Hace ya diecisiete díasque estamos en Saint-Martin-de-Ré. Sabemos el nombre del barco que nos llevará a presidio, es LaMartinilre. Transportará a mil ochocientos setenta condenados. Esta mañana, los ochocientos onovecientos presidiarios están reunidos en el patio de la fortaleza. Hace casi una hora que estamosen pie en filas de a diez, ocupando el rectángulo del patio. Se abre una puerta y vemos aparecer aunos hombres vestidos de modo distinto a los vigilantes que hemos conocido. Llevan un traje de cortemilitar azul celeste, muy elegante. Es diferente de un gendarme y también de un soldado. Todosllevan su ancho cinto, del que pende una funda de pistola. Se ve la culata del arma.Aproximadamente, son ochenta. Algunos lucen galones. Todos tienen la piel tostada por el sol, sonde varias edades, de treinta y cinco a cincuenta años. Los más viejos son más simpáticos que losjóvenes, que abomban el pecho con aire de superioridad e importancia. El estado mayor de esoshombres va acompañado por el director de Saint-Martín-de-Ré, un coronel de gendarmería, tres ocuatro galenos con ropas coloniales y dos curas con sotana blanca. El coronel de gendarmería cogeun megáfono y se lo acerca a los labios. Esperamos que diga: “¡Firmes!”, pero no hay tal. Grita:—Escuchad todos con atención. A partir de este momento, pasáis a depender de lasautoridades del ministerio de justicia que representa a la Administración penitenciaria de la Guayanafrancesa cuyo centro administrativo es la ciudad de Cayena. Comandante Barrot, le hago entrega delos ochocientos dieciséis condenados aquí presentes, cuya lista es ésta. Le ruego que compruebe siestán todos.Inmediatamente, pasan lista: “Fulano, presente; Zutano, etc.” dura dos horas y todo estáconforme. Luego asistimos al cambio de firmas entre las dos administraciones en una mesita traídaex profeso.

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El comandante Barrot, que tiene tantos galones como el coronel, pero dorados y no plateadoscomo en la gendarmería, toma, a su vez, el megáfono:—Deportados, en adelante ésa es la palabra con la que seréis designados: deportado —Fulanode tal o deportado Zutano con el número correspondiente. A partir de ahora, estáis sujetos a las leyesespeciales del presidio, a sus reglamentos, a sus tribunales internos, que tomarán, cuando seanecesario, las decisiones pertinentes. Esos tribunales autónomos pueden condenaros, por losdiferentes delitos cometidos en el presidio, desde la simple prisión a la pena de muerte. Por supuesto,dichas penas disciplinarias, prisión y reclusión, se cumplen en diferentes locales que pertenecen a laAdministración. Los agentes que tenéis delante son denominados vigilantes. Cuando os dirijáis a unode ellos, diréis: “Señor vigilante.” Después del rancho, cada uno de vosotros recibirá un sacomarinero con las ropas del presidio. Todo está previsto, no necesitaréis otras prendas. Mañana,embarcaréis a bordo de La Martiniére. Viajaremos juntos. No os desespere marcharos, estaréis mejor en el presidio que recluidos en Francia. Podréis hablar, jugar, cantar y fumar, no temáis ser maltratados si os portáis bien. Os pido que esperéis a estar en el presidio para solventar vuestrasdiferencias personales. La disciplina durante el viaje debe ser muy severa. Espero que locomprendáis. Si entre vosotros hay hombres que no se sienten en condiciones físicas para hacer elviaje, que se presenten en la enfermería, donde serán visitados por los capitanes médicos queacompañan al convoy. Os deseo buen viaje.Ha terminado la ceremonia.—Dega,¿qué te parece eso?—Papillon, amigo mío, veo que tenía razón cuando te dije que el mayor peligro son los otrospresidiarios. Esa frase en la que ha dicho: “Esperad a estar en el presidio para solventar vuestrasdiferencias”, tiene mucho meollo. ¡La de homicidios y asesinatos que debe de haber allí!—No te preocupes por eso, confía en mí.Busco a Francis la Passe y le digo:—¿Tu hermano sigue siendo enfermero?—Sí, el no es un duro, es un relegado.—Ponte en contacto con él cuanto antes y pídele que te dé un bisturí. Si quiere cobrar por eso,dime cuánto. Pagaré lo que haga falta.Dos horas después, estuve en posesión de un bisturí con mango, de acero muy fuerte. Suúnico defecto era su excesivo grosor, pero resultaba un arma temible.Me he sentado muy cerca de los retretes del centro del patio y he mandado a buscar a Galganipara devolverle su estuche, pero debe costar encontrarle en ese tropel movedizo que es el inmensopatio lleno de ochocientos hombres. Ni Julot, ni el Guittou, ni Suzini han sido vistos desde nuestrallegada.La ventaja de la vida en común es que se vive, se habla, se pertenece a una nueva sociedad,si es que a eso se le puede llamar sociedad. Hay tantas cosas que decir, que escuchar y que hacer,que no queda tiempo para pensar. Al comprobar cómo el tiempo se difumina y pasa a segundotérmino con relación a la vida cotidiana, pienso que una vez llegado a los duros casi debe olvidarsequién se ha sido, por qué se ha ido a parar allí y cómo, para pensar tan sólo en una cosa: evadirse.Me equivocaba, pues lo más absorbente e importante es, sobre todo, mantenerse con vida. ¿Dóndeestán la bofia, el jurado, la Audiencia, los magistrados, mi mujer, mi padre, mis amigos? Están todosaquí, muy vivos, cada uno ocupando su lugar en mi corazón, pero diríase que a causa de la fiebre dela marcha, del gran salto a lo desconocido, de esas nuevas amistades y de esos diferentes tratos,diríase que no tiene tanta importancia como antes. Pero eso no es más que una simple impresión.Cuando quiera, en el momento que mi cerebro se digne abrir el cajón que a cada uno le corresponde,están de nuevo todos presentes.Ahí viene Galgani, me lo traen, pues ni siquiera con sus enormes lentes puede ver bien. Pareceque está mejor de salud. Se acerca y, sin decirme palabra, me estrecha la mano. Le digo:—Me gustaría devolverte tu estuche. Ahora, te encuentras mejor, puedes llevarlo y guardarlo.Es una responsabilidad demasiado grande para mí durante el viaje, y, además, ¿quién sabe síestaremos cerca el uno del otro y si nos veremos en el presidio? Así, pues, vale más que te loquedes.Galgani me mira con expresión entristecida.—Anda, vente al retrete y te devolveré tu estuche.—No, no lo quiero, quédate con él, te lo regalo, es tuyo.—¿Por qué dices eso?

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HENRY CHARRIERE PAPILLON 
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—No quiero que me maten por el estuche. Prefiero vivir sin dinero que espicharla por culpa deél. Te lo doy, pues, al fin y al cabo, no hay razón de que arriesgues la vida por guardarme la pasta. Entodo caso, si la arriesgas, que sea en tu provecho.—Tienes miedo, Galgani. ¿Te han amenazado ya? ¿Sospechan que vas cargado?—Sí, tres árabes acechan constantemente. Por eso nunca he venido a verte, para que nosospechen que estamos en contacto. Cada vez que voy al retrete, tanto si es de noche como de día,uno de los tres chivos viene a ponerse a mi lado. Ostensiblemente les he hecho ver, como quien noquiere la cosa, que no voy cargado, pero ni aun así dejan de vigilarme. Piensan que el estuche debetenerlo otro, pero no saben quién, y van detrás de mí para ver cuándo me es devuelto.Miro a Galgani y me percato de que está aterrado, verdaderamente acosado. Le pregunto:—¿En qué lado del patio suelen estar?—Hacia la cocina y los lavaderos —me dice.—Está bien, quédate aquí, ahora vuelvo. Es decir, no, vente conmigo.Me dirijo con él donde están los chivos. He sacado el bisturí del gorro y lo sostengo con la hojametida en la manga derecha y el mango empuñado. En efecto, al llegar adonde él me había dicho losveo. Son cuatro: tres árabes y un corso, un tal Girando. He comprendido en seguida: es el corsoquien, dejado de lado por los hombres del hampa, ha soplado el caso a los chivos. Debe saber queGalgani es cuñado de Pascal Matra y que es imposible que no tenga estuche.—¿Qué tal, Mokrane?—Bien, Papillon. Y tú, ¿qué tal?—Cabreado, porque esto no va como debiera. Vengo a veros para deciros que Galgani esamigo mío. Si le pasa algo, el primero en diñarla serás tú, Girando; los otros vendrán luego. Tomadlocomo queráis.Mokrane se levanta. Es tan alto como yo, metro setenta y cinco aproximadamente, y fornidopor igual. La provocación le ha afectado y hace ademán de comenzar la pelea cuando, rápidamente,saco el bisturí, flamante, y empuñándolo bien, le digo:—Si te mueves, te mato como a un perro.Desorientado al verme armado en un sitio donde le cachean a uno constantemente,impresionado por mi actitud y por la longitud del arma, dice:—Me he puesto en pie para discutir, no para pelearme.Sé que no es verdad, pero me conviene hacerle quedar bien delante de sus amigos. Le hagoun quite elegante:—Está bien. Puesto que te has levantado para discutir...—No sabía que Galgani fuese amigo tuyo. Creí que era un cabrito, y debes comprender,Papillon, que como estamos sin blanca, tendremos que hacernos con parné si queremos darnos elpiro.—Está bien, es normal. Tienes derecho, Mokrane, de luchar por tu vida. Pero ahora que yasabes que aquí es lugar sagrado, busca en otro sitio.Él me tiende la mano, se la estrecho. ¡Uf! La jugada me ha salido bien, pues, en el fondo, simataba a ese individuo, mañana me quedaba en tierra. Aunque un poco tarde, me he dado cuenta deque había cometido un error. Galgani se va conmigo. Le digo. “No hables a nadie de ese incidente.No quiero que el viejo Dega me meta una bronca.” Trato de convencer a Galgani de que se quedecon el estuche, pero me dice: “Mañana, antes de la salida.” El día siguiente se ocultó tan bien, queembarqué hacia los duros con los dos estuches.Por la noche en esta celda donde estamos once hombres aproximadamente, nadie habla. Esporque todos, más o menos' piensan que éste es el último día que pasan en tierras de Francia. Cadauno de nosotros está más o menos conmovido por la nostalgia de dejar Francia para siempre por unatierra desconocida en un régimen desconocido por destino.Dega no habla. Está sentado junto a mí, cerca de la puerta enrejada que da al pasillo y dondesopla un poco más de aire que en los otros sitios. Me siento literalmente desorientado. Tenemosinformaciones tan contradictorias sobre lo que nos espera, que no sé si debo estar contento, triste odesesperado.Los hombres que me rodean en esta celda son todos gente del hampa. Sólo el pequeño corsonacido en el presidio no es verdaderamente del hampa. Todos esos hombres se encuentran en unestado amorfo. La gravedad e importancia del momento les ha vuelto casi mudos. El humo de loscigarrillos sale de esta celda como una nube atraída por el aire del pasillo, y si uno no quiere que losojos le piquen, hay que sentarse por debajo de los nubarrones de humo. Nadie duerme, salvo André

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HENRY CHARRIERE PAPILLON 
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Baifiard, lo cual se justifica porque él había perdido la vida. Para él, todo lo demás no puede ser sinoun paraíso inesperado.La película de mi vida se proyecta rápidamente ante mis ojos: mi infancia al lado de la familiallena de cariño, de educación, de buenas maneras y de nobleza; las flores de los campos, elmurmullo de los arroyos, el sabor de las nueces, los melocotones y las ciruelas que nuestro huertonos daba copiosamente; el perfume de la mimosa que, cada primavera, florecía delante de nuestrapuerta; la fachada de nuestra casa y el interior con las actitudes de los míos; todo eso desfilarápidamente ante mis ojos. Esta película sonora en la que oigo la voz de mi pobre madre que tantome quiso, y, luego la de mi padre, siempre tierno y acariciador, y los ladridos de Clara, la perra decaza de papá, que me llama desde el jardín para juguetear; las chicas, los chicos de mi infancia,compañeros de juegos de los mejores momentos de mi vida; esta película que veo sin haber decididoverla, esa proyección de una linterna mágica encendida contra mi voluntad por mi subconsciente,llena de una dulce emoción esta noche de espera para el salto hacia la gran incógnita de lo por venir.Es hora de puntualizar. Vamos a ver: Tengo veintiséis años, me siento muy bien, en mi vientrellevo cinco mil quinientos francos míos y veinticinco mil de Galgani— Dega, que está a mi lado, tienediez mil— Creo que puedo contar con cuarenta mil francos, pues si Galgani no es capaz de defender esa suma aquí, menos lo será a bordo del barco y en la Guayana. Por lo demás, él lo sabe, por esono ha venido a buscar su estuche. Por lo tanto, puedo contar con ese dinero, claro está quellevándome conmigo a Galgani; él debe aprovecharlo, pues suyo es y no mío. Lo emplearé para subien, pero, al mismo tiempo, también me aprovecharé yo. Cuarenta mil francos es mucho dinero, asíes que podré comprar fácilmente cómplices, presidiarios que estén cumpliendo pena, liberados yvigilantes.La puntualización resulta positiva. Nada más llegar, debo fugarme en compañía de Dega yGalgani: sólo eso debe preocuparme. Palpo el bisturí, satisfecho de sentir el frío de su mango deacero. Tener un arma tan temible conmigo me da aplomo. Ya he probado su utilidad en el incidentede los árabes. Sobre las tres de la mañana, unos reclusos han alineado delante de la reja de la celdaonce sacos de marinero de lona gruesa, llenos a rebosar, cada uno con una gran etiqueta. Puedo ver una que cuelga dentro de la reja. Leo “C... Pierre, treinta años, metro setenta y tres, talla 42, calzado41, número X ... “ Ese Pierre C... es Pierrot el Loco, un bordelés condenado por homicidio en París aveinte años de trabajos forzados.Es un buen chico, un hombre del hampa recto y correcto, le conozco bien. La ficha, sinembargo, me muestra lo minuciosa y bien organizada que es la Administración que dirige el presidio.Es mejor que en el cuartel, donde te hacen probar las prendas a bulto. Aquí, todo está registrado ycada uno recibirá prendas de su talla. Por un trozo de traje de faena que asoma del saco, veo que esblanco, con listas verticales rosas. Con ese traje no se debe pasar inadvertido.Deliberadamente, trato que mi mente recomponga las imágenes de la Audiencia, del jurado, delfiscal, etc. Pero se niega a obedecerme y sólo logro obtener de ella imágenes normales. Comprendoque para vivir intensamente, como las he vivido, las escenas de la Conciergerie o de Beaulieu, hayque estar solo, completamente solo. Siento alivio al comprobarlo, y comprendo que la vida en comúnque me espera provocará otras necesidades, otras reacciones, otros proyectos.Pierot el Loco se acerca a la reja y me dice:—¿Qué tal, Pápi?—¿Y tú?—Pues yo siempre he soñado con irme a las Américas; pero, como soy jugador, nunca hepodido ahorrar lo necesario para pagarme el viaje. La bofia ha pensado en ofrecerme ese viajegratuito. Está bien, no hay ningún mal en ello, ¿verdad, Papillon?Habla con naturalidad, no hay ninguna baladronada en sus palabras. Se le notaverdaderamente seguro de sí mismo.—Este viaje gratuito que me ha ofrecido la bofia para ir a las Américas tiene sus ventajas.Prefiero ir a presidio que tirarme quince años de reclusión en Francia.Queda por saber el resultado final, Pierrot. ¿No crees? Volverse majareta en la celda, o morir de descomposición en el calabozo de una cárcel cualquiera de Francia, aún es peor que espicharlapor culpa de la lepra o de la fiebre amarilla, me parece a mí.—También a mí, dice el.—Mira, Pierrot, esa ficha es la tuya.Se asoma, la mira muy atentamente para leerla, la deletrea.—Quisiera ponerme ese traje. Tengo ganas de abrir el saco y vestirme. No me dirán nada. Alfin y al cabo, esas prendas Me Pertenecen.

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