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Terror y represión contra la mujer (y el
hombre) “Y la verdad os hará libres”... Para mentalidades, reprimidas,
morbosas, el castigo corporal -practicado en los conventos desde siempre-
curiosamente servía, entre otras cosas, para expiar 'pecados sexuales'. El
deseo del castigado, trasfondo de penitencias, sufrimientos, expiaciones o
'martirios' sólo persigue, en realidad, obtener placer, calmar sádicamente
la propia libido, lo que con frecuencia lleva al 'infeliz' que está siendo
azotado a la eyaculación (o en las mujeres, al orgasmo). Algunos maestros y clérigos disfrutan
tanto 'zurrando la badana' o 'dando tundas' a sus alumnos, que ya no
pueden mantener relaciones sexuales. El 'goce' era a veces recíproco, ya
que la flagelación pasiva, en especial entre los jóvenes, provoca la
erección del pene o del clítoris y a veces, en pleno azote de nalgas, una
agridulce 'corrida'. Estas prácticas sado-masoquistas se
hayan documentadas desde hace siglos en Europa. Los conventos llegaban a
plantar ortigas únicamente con esa finalidad, siendo desde la Antigüedad,
azotarse con matas de dicha planta, un recurso afrodisiaco. Todavía en el
siglo XVIII, los burdeles franceses que utilizaban tal práctica con sus
clientes, siempre disponían de gran cantidad de esas plantas, destinadas a
las prácticas sado-masoquistas. Un grabado medieval en madera muestra a
una abadesa que azota el trasero desnudo de un obispo con una vara de
abedul, con evidente complacencia por ambas partes. En el monasterio mixto
de Fontevrault, cuya jurisdicción estaba en manos de una abadesa, las
hermanas mandaban y los monjes se prestaban gustosos a ser azotados en la
espalda, el trasero o los genitales, para que las monjas se despachasen
con los 'desgraciados' a su absoluta discreción. Si el monje se quejaba,
además le zurraba la abadesa. Aunque, por regla general, la severidad
nunca era excesiva, disciplinándose juntos frailes y monjas, actuando el
confesor y la abadesa como 'dispensadores de mercedes'. 'Disciplinar' a las mujeres, incluso
las aristócratas, se convirtió en un juego de sociedad, especialmente
entre los grandes 'ideólogos' (o 'ideo-locos') del naZional-catolici$mo
e$P/pañoli$ta, los jesuitas -por suerte el buen Xavier colgó los hábitos-,
porque según sus estatutos, constituía un deber 'imitar la pureza de los
ángeles mediante la radiante limpieza de cuerpo y espíritu'; así que no
sólo fustigaban a sus alumnos, sino también a las muchachas que se
confesaban, para poder verlas desnudas. En E$P/paña las penitencias corporales
después de la confesión fueron de uso corriente. Los jesuitas hacían con
ellas las delicias de damas de la corte, princesas extranjeras o esposas e
hijas de ministros, que las recibían desnudas en la misma antecámara de la
reina. G. Frusta escribe en el S. XIX: '...los jesuitas y los dominicos,
quienes como confesores se convertían en asiduos y casi imprescindibles
visitantes de toda casa que fuera un poco distinguida, practicaban muchas
cosas como las mencionadas y que, avisados de antemano, asistían, unas
veces ocultos y otras no, a las disciplinas prescritas, en particular en
los conventos donde se solía encerrar a mujeres rebeldes o frívolas,
muchachas enamoradas y otras tales (como aún hoy sigue sucediendo). Cuando
la dama era especialmente atractiva, dirigían la ejecución ellos
mismos'. El instinto constreñido disfruta de la
vida mediante la perversión, que no es sino un reflejo distorsionado de la
moral cristiana. Mortificaciones, tormentos o penitencias de los
religiosos, desde la Inquisición hasta el oP/pu$-death, revelan su
función: ¡han sido y son tentativas sin éxito de frustrados en busca de
una satisfacción sexual masoquista!. Casi todo puede ser objeto de
mortificación, como bien saben las monjas de clausura; ellas, que se
tenían que dejar castigar por otros, se castigaban, como los monjes, ‘por
los pecados pasados, por los que algún día se cometerían, además de por
sus semejantes todavía vivos, por las ánimas del purgatorio –ahora
declarado simbólico, ¡tras siglos torturándose por la redención de sus
‘pecadores!- a la mayor honra de Dios y por otras mil razones, pues la
excusa era lo de menos, tratándose de buscar algún alivio a las
‘calenturas’ de aquellas mentes reprimidas, desquiciadas: si una
disciplina de cuarenta azotes está permitida y es buena, en ese caso,
concluye San Pedro Damián, cardenal y Doctor de la Iglesia, con mayor
razón lo será, en su lógica demenciada, una disciplina de sesenta, de
cien, de doscientos golpes, por qué no de mil. Con la pasmosa lógica de la
deshumanización, Damián califica de irracional (¡?) censurar la mayor
parte de una cosa cuya menor parte se considera buena. Y es que las aberraciones
autodestructivas, envileciendo la libido para obtener placer, no conocían
límite. Santa María Magdalena del Pazzi, carmelita de Florencia, se
revolcaba entre espinas, dejaba caer la cera ardiendo sobre su piel, se
hacía insultar, patear la cara, azotada y humillada mostrando sus
arrobamientos, como priora, en presencia de todas las demás. Mientras
duraba el ‘suplicio’ gemía: ¡basta, no atices más esta llama que me
consume , esta especie de muerte que deseo; que está unida a un placer y a
una dicha excesivos!’. Clásico ejemplo de una flagelante sexualmente
pervertida. La salesiana Margaritte Marie Alacoque
se grabó con un cuchillo en el pecho el monograma de Jesús, mas al ver que
la herida se iba cerrando la reabrió a fuego con una vela. Realizando
repulsivas penitencias, sólo bebía agua de lavar temporadas enteras, comía
pan enmohecido y fruta podrida; una vez limpió el esputo de un paciente
lamiéndolo y en su autobiografía nos describe la dicha que sintió cuando
llenó su boca con los excrementos de un hombre que padecía de diarrea. Pio
IX, claro, la proclamo ‘santa’. Orden, devoción y fiesta del Corazón de
Jesús se remontan a las ‘revelaciones’ de esta monja. Podríamos recordar también a Catalina
de Génova, que masticaba la porquería de los harapos de los mendigos,
tragándose el barro y los piojos. O a la santa Angela de Foligno que
consumía el agua del baño de los leprosos. ‘Nunca había bebido con tanto
deleite’, reconoce. ‘ Un trozo de la costra de las heridas de los leprosos
se quedó atravesado en mi garganta. En lugar de escupirlo, hice un gran
esfuerzo por terminar de tragarlo y también lo conseguí. Era como si
hubiese comulgado, ni más ni menos. Nunca seré capaz de expresar el
deleite que me sobrevino’. O la monja Catalina de Cardona, la cual huyó de
la Corte española a un lugar despoblado, habitando durante ocho años en
una gruta y durmiendo, hasta en invierno, sobre el suelo desnudo. Llevaba
un cilicio penitencial (que a menudo les producía gangrena), cubriendo su
cuerpo con cadenas y empleando contra sí misma los más variados
instrumentos de tortura. Finalmente, aquella desgraciada se volvió
rumiante. Se doblaba sobre la tierra y comía hierba como un animal. En
fin, ¡para qué seguir con toda la galería de monstruos!: la propia Teresa
de Avila, tan ensalzada, coincide en que en la vida no hay ‘nada más que
inmundicia’. ‘todo lo terrenal es asqueroso’, el agua, los campos, las
flores; ‘todo esto me parece basura’. El mundo, la ‘carne’, el
demonio... Si antaño se sacralizó el placer
sexual, en el cristianismo fue satanizado., hizo de él el mayor de todos
los ‘pecados’. Su ideal no era la felicidad, sino el sufrimiento y la
mortificación. Radicalmente hostil a la vida, a la humana biologia:
antinaturalidad en vez de naturalidad, represión en lugar de liberación de
los sentidos, placer perseguido para, de forma hipócrita, perseguir
vesánicamente el placer. Autor anónimo (Del Foro de Satanismo) |