Profundizando en la búsqueda de sentido al fenómeno OVNI
Escribe
Gustavo Fernández
Virtualmente todos los problemas de los seres humanos modernos podrían
ser atribuibles a lo que MacLean denomina la esquizofisiología entre la
subcorteza filogenéticamente antigua y yang, y la corteza evolutivamente
reciente y yin. Nosotros, los seres humanos, nos hemos fascinado en
demasía con nuestro nuevo juguete biológico, nuestras enormes cortezas
cerebrales, con lo cual frecuentemente perdemos contacto con la
ascendencia biológica de nuestros cerebros internos de reptil y
paleomamífero. Al apartarnos de nuestro contacto con la naturaleza vía la
cerebración ultrayin, hemos perdido el sentido de nosotros mismos como
seres biológicos y nos enfrentamos con un peligro muy real de
autodestrucción y extinción como especie.
Todas las formas de
psicoterapia y práctica religiosa pueden ser vistas psicológicamente como
intentos de salvar la brecha entre nuestros cerebros antiguos y nuevo. Por
ejemplo, en el análisis de sueños, los mensajes arquetípicos generados por
nuestro cerebro de reptil son llevados a la conciencia e integrados por la
razón y la comprensión neomamíferas. (Es interesante destacar que muchas
formas simbólicas de la mitología son reptiles: la serpiente del Edén, la
diosa Kundalini del hinduismo, los dragones de la alquimia cristiana,
etc). De igual modo, cuando se emplean mantrams u oraciones durante la
meditación, se están dirigiendo conscientemente los procesos neomamíferos
hacia la repetición, funcionamiento psíquico que corresponde a nuestro más
antiguo impulso de reptil.
Roland Fischer, un psicofarmacólogo erudito
que se autodenomina "biólogo del instante fugaz y cartógrafo del espacio
interior", sugiere que la experiencia de la unidad mística con uno mismo
es, en el nivel biológico, una proyección del sincronismo interno entre
los procesos corticales y subcorticales.
“La Alquimia del sistema
nervioso”
Phil Lansky
A lo largo de numerosos artículos y libros, he defendido la postura que
lo que llamamos “fenómeno OVNI” y todas las manifestaciones de reales o
supuestos “planos espirituales” no son más que dos caras de la misma
moneda, en ambos casos racionalizados tal vez erróneamente por la
percepción y la cultura humanas, pertenecientes ambos hechos a una
dimensión, mundo o realidad paralela a la nuestra. Por supuesto, esto sin
mácula en mi fuero íntimo de sospechar que parte de la fenomenología OVNI
sí es de origen netamente extraterrestre. Remito al lector a esos trabajos
para mayor información, si bien a título ilustrativo permítame recordarle
mis anotaciones sobre “Simbología OVNI y sus implicancias”.
Aquí, en
tanto, me propongo abordar la reunión de evidencias desde otra óptica;
señalando cómo ciertas técnicas históricamente aceptadas para desarrollar
percepciones de orden superior pueden en realidad estar abriéndonos las
puertas a esas dimensiones paralelas, así como su eventual aplicación en
la investigación OVNI. Con todo el respeto que me merecen –y es mucho- la
“investigación de campo” y la “investigación de escritorio” en esta
disciplina, vamos a ensayar algunos tímidos pasos detrás de nuevas formas
de acercarnos al mismo.
Toda teoría o hipótesis, más allá de su grado
–o no- de verosimilitud, tiene generalmente en un hecho aislado un
disparador. El mío fue repasar las instancias de uno de los casos que
entiendo más interesantes pero menos estudiados de la casuística OVNI en
mi país; Argentina: el incidente Villegas – Peccinetti, quienes el viernes
30 de agosto de 1968, poco después de abandonar su trabajo como empleados
del Casino local, se dieron de narices con un objeto y cinco particulares
tripulantes quienes, en el proceso, les extrajeron muestras de sangre, así
como les exhibieron una especie de “pantalla” con diversas imágenes y
trataron de comunicar telepáticamente con los azorados testigos.
Debo
haber leído decenas de veces el relato de estos hombres pero sólo
recientemente me detuve en una línea más tiempo del necesario. Es cuando
Peccinetti, para describir el proceso de observación de las entidades,
señala que, pese a saber que no tenía miedo, sentía que estaba como
paralizado, y que en ningún momento pudo mirarle directamente al rostro.
Era como que “algo” le hacía desviar la mirada levemente a un lado e
inclusive, cuando los seres salieron de su campo visual, debió seguir el
desarrollo de los hechos con el rabillo del ojo. Rabillo sumamente
eficiente, deberíamos decir, porque la cosa fue para largo.
Me quedé
pensando. ¿A qué me hacía recordar esto?. Pronto lo supe. A los relatos
bíblicos donde los testigos de apariciones sobrenaturales confiesan no
poder mirar directamente la “faz resplandeciente” de las apariciones (no
por exceso de luminosidad; ya que en otros párrafos hacen explícitas
referencias a ellos, sino, otra vez, porque algo (¿tal vez el simple miedo
o sumisión?) les obliga a desviar la mirada. Y en cuanto a mirar con el
“rabillo del ojo” (técnicamente: visión periférica) desde tiempos remotos
es una eficiente técnica de las disciplinas orientales para desarrollar en
primera instancia atisbos de clarividencia.
Pero había algo más. Creía
recordar –y les propongo a ustedes la misma experiencia- que en los
sueños, nuestros sueños, no solemos mirar directamente a los ojos de las
personas, conocidas o no, que en ellos aparecen. Pensando en principio que
podía tratarse simplemente de timidez de mi inconsciente, consulté con
muchos conocidos. Lógicamente, encontré el obstáculo que, por lo general,
el común de la gente no suele prestar mucha atención a sus sueños y menos
aún a detalles tan nimios de éstos como la forma en que observan en los
mismos, pero un poco de perseverancia y bastante de insistencia de mi
parte me permitió recoger fragmentos de recuerdos y relatos donde,
efectivamente, muchos, si no todos los consultados, reconocían esta
particularidad. Entonces inicié una segunda etapa de comprobación donde, a
lo largo de varias semanas, fui llevando detallada notas de mis propias
ensoñaciones al despertarme, hasta que generé un cierto “biofeedback” que
me permitía dormirme con la convicción de recordar las imágenes claramente
a la mañana siguiente. Programación de sueños, que le dicen, si bien en
este caso no me interesaba tanto recordar qué soñaría sino cómo lo haría.
Y nuevamente la constante: en la generalidad de los casos, aunque sabemos
claramente quién es nuestro interlocutor onírico y podríamos describir su
rostro, este reconocimiento es más una “impresión”, una certeza intuitiva;
siempre, en el mundo de los sueños, la mirada se desvía a un lado o
permanece fija en otra dirección, cayendo el rostro del ser soñado hacia
un lado del campo visual. Sabemos quién es, aún cuando sabemos que no lo
miramos. Esta relación entre “mirada desplazada”, visión periférica, mundo
de los sueños y testimonios OVNI –porque el que he citado es sólo un
ejemplo de los muchos que podría encontrarse en la casuística
internacional- no podía ser casual.
El problema del no-tiempo
Percibo –si bien, justamente, lo que estamos poniendo en duda en este
artículo es la validez de nuestras percepciones- que aquello que llamamos
“tiempo” (o lo que entendemos como tal) es el árbol que nos oculta el
bosque, lo que nos impide una visión global y más profunda del problema.
Por ejemplo, sospecho que el abstruso concepto de “paso a otra dimensión”
se nos haría mucho más asequible si no estuviera complicado por el “factor
tiempo”. Hasta el problema probatorio y filosófico de la reencarnación
(contra la cual la Iglesia Católica parece oponerse tanto, no
comprendiendo cuánto le convendría defenderla o, cuando menos, explorarla,
pues es lo único que le da sentido a la idea del “pecado original”) se
resolvería sencillamente si aceptamos que tal vez exista un “tiempo
negativo”, donde los hechos ocurridos “antes” tienen “causas” en los
hechos del “después”, de forma tal que –para decirlo simplonamente- gente
“buena” tendría encarnaciones “peores” porque, en realidad –en la realidad
del no-tiempo o tiempo negativo- gente “buena” se ha transformado en
“mala”.
Pero convivimos con una riquísima casuística que nos hace dudar
de que nuestro concepto del tiempo sea el más acabado, o, cuando menos, de
nuestra inexorable dependencia de él. En Miami, hace años, ocurrió un
célebre episodio donde el doctor Henry Bravo puso a la doctora Silvia
Bustamante en hipnosis y le hizo regresar dos años atrás, cuando aún
estudiaba Biología en la Universidad Autónoma de Madrid y vivía en una
pensión para estudiantes. Mientras le interrogaba sobre lo que veía a su
alrededor y le preguntaba si había alguien en la habitación, ella
naturalmente dijo que no, pero repentinamente gritó: “¡Oiga!. ¡¿Y usted
qué hace aquí?!”.
Sorprendido, Bravo comprendió por la pregunta que él
se había “materializado” en la pensión. Ella: “¿Cómo ha entrado usted
aquí?. ¿Cómo le han dejado pasar a la residencia si está
prohibido?”.
Entonces Silvia oyó como Bravo (un desconocido en esa
época) le decía con afabilidad: “Mi nombre es Henry Bravo, soy doctor en
Psicología. Dentro de dos años tú me vas a encontrar muy lejos de aquí,
vas a trabajar conmigo, serás mi alumna y colaboradora”. Ella le respondió
que seguramente estaba loco y otra vez de dónde había salido (era evidente
que, en el trance, Silvia no reconoció a su hipnoterapeuta, pues estaba
mentalmente ubicada en “aquella” época, donde Bravo era un desconocido).
Pero Bravo simplemente se dio vuelta y desapareció por el pasillo.
Nada
se comentó al terminar una sesión de la que Silvia emergió sin recordar
nada. Tampoco lo había hecho cuando meses antes conoció a Bravo: era
lógico, en ese momento, Bravo era un desconocido, pues sólo después él –o
su proyección- viajaron en el tiempo –cuando menos mental de Silvia- y
pasó a formar parte de su propio pasado. Tiempo después, Silvia Bustamante
comentaba con terceros de la manera más natural cómo se parecía el doctor
Bravo a un desconocido que con el mismo apellido se había apersonado en su
pensión estudiantil. Aquí ya no se trataba de la clásica situación de los
relatos de ciencia ficción donde el protagonista enfrenta dos o más
“futuros probables”. Aquí se trata de haber cambiado de carril entre dos
“pasados probables”.
Esta discusión respecto del “tiempo negativo” me
lleva ladinamente a recordar ciertas polémicas alrededor de la posible
existencia de un universo de antimateria donde en él el tiempo,
obviamente, sería un “antitiempo”. Ese universo de antimateria lógicamente
no podría estar contenido en el nuestro, ni siquiera en inconcebiblemente
lejanas regiones cósmicas, porque la obvia zona de límites estaría en
permanente cataclismo. Pero tal vez ese antiuniverso sí podría existir en
un “plano” distinto al de este universo, coexistente y sin embargo
intocables entre sí.
Por otro lado, reflexionar más que en un “tiempo negativo” haciéndolo
en un “no tiempo” plantea opciones interesantes: por ejemplo, asumir que
el paso del tiempo es una creación sólo de nuestra mente conciente. Es mi
conciencia la que percibe que al día le sigue la noche, a la primavera el
verano, la entropía del envejecimiento de mi cuerpo, el movimiento de las
manecillas del reloj... es ella la que se da cuenta del paso del tiempo.
De hecho, empleamos en forma similar las expresiones “darse cuenta” y
“tomar conciencia”. Yo me doy cuenta que el tiempo pasa. Yo tomo
conciencia que el tiempo pasa. Ergo, si no tuviera conciencia, no
percibiría el paso del tiempo; para mí, todo sería un eterno presente. Y
me pregunto si poder desprendernos de la cárcel del tiempo será una forma
de acceder, mediante un aún infuso salto, a otros planos paralelos.
Desplazando nuestro paradigma cerebral
Sabemos hasta el hartazgo que la mayoría de las funciones de
raciocinio, pensamiento lógico y habla son de lateralidad izquierda, es
decir, radican en zonas de la corteza cerebral izquierda, mientras que
nuestra capacidad creativa, artística, nuestra percepción extrasensorial,
parecen trabajar a través del hemisferio cerebral derecho. Por supuesto,
desde que sabemos que las neuronas no son las pobres células incapaces de
regenerarse que creíamos hasta hace unos pocos años sino que en realidad
pueden reconstituirse (claro que mucho más lentamente) que cualquier otro
conjunto celular orgánico (impresión equivocada devenida de que un proceso
cualquiera de deterioro cerebral, por ejemplo mediante la ingesta excesiva
de alcohol, destruye neuronas con más rapidez de la que éstas emplean para
regenerarse, dando la errónea sensación que su número está limitado desde
el nacimiento) y desde que se ha demostrado que muchas funciones orgánicas
privativas de una zona específica del neocórtex pueden ser desplazadas a
otras (según resultados obtenidos después de prolongadas rehabilitaciones
de accidentados) se acrecienta la certeza de que no toda la mente es una
función del cerebro. Seguramente sí lo que llamamos “mente conciente”
depende de la corteza cerebral; seguramente no aquella que llamamos “mente
inconsciente”. Percibo al cerebro más como un “sintonizador”, un
“transductor” de fenómenos (que manifestados en nosotros racionalizamos
como mentales) que en un órgano “productor” de los mismos. La memoria es
un claro ejemplo.
Memoria: el archivo del universo
En el mundo de la ciencia, la unidad de información es llamada “bit”.
Podemos representarlo con dos dígitos: el cero y el uno. Un alfabeto de
cuatro letras podríamos representarlo con cuatro bits. Veamos: A= 00; B=
01; C= 10; D= 11. Nuestras 27 letras del alfabeto pueden representarse con
5 bits. Así, por ejemplo, la letra T correspondería al 10101.
De este
modo podemos analizar cualquier configuración que exista en el universo,
dividiéndola en unidades bit. La estructura de una estrella, una bella
pintura de Goya o una deliciosa melodía de Mozart tocada al piano. Nos
sería fácil, por ejemplo, dictar por teléfono a un amigo que reside en
Montevideo la imagen de nuestro retrato. No tendríamos más que hacer sino
ampliarlo a gran tamaño, cuadricularlo con una red de líneas rectas y del
mismo modo que jugábamos a la “batalla naval” en nuestros años escolares,
definir cuadrito por cuadrito mediante dos bits (blanco, negro, gris
claro, gris oscuro) cuatro letras para cada punto fotográfico que nos
llevaría varias horas... y una abultada cuenta en la factura telefónica en
base a dictar cientos de miles de ceros y de unos. Eso es exactamente lo
que hace la TV cuando nos envía treinta imágenes por segundo.
Usted
puede estar plácidamente sentado ante su televisor en una tarde de domingo
viendo el fútbol. Mientras apura una cerveza, y en una hora, recibirá a
través de la retina de sus ojos 10 a la 11 bits (cien mil millones de
bits, pues 10 a la 11 es igual a 1 seguido de 11 ceros) que podrán ser
almacenados en su cerebro. Habría que sumarle los 300.000 bits que
representan las apalbras pronunciadas. Toda esa información equivale a una
gran biblioteca de 15.000 volúmenes.
Durante nuestro período vigil y,
aunque en menor escala, en el curso de nuestro sueño, penetra a través de
nuestros sentidos una ingente masa de datos. El aroma de la ropa recién
planchada y el ácido sabor de una mandarina se mezclan con las docenas de
sensaciones térmicas, táctiles, de presión que experimentan nuestras áreas
epidérmicas. Y todas ellas pueden medirse en unidades bits.
Se ha
calculado que a cada segundo el conjunto de nuestros sentidos recibe 10 a
la 10 (diez mil millones) bits. Eso implicaría que durante toda la vida de
un hombre, un promedio de setenta y cinco años, el total de información
recibida, si sumamos los millones de escenas vistas, olor4es y sabores
percibidos, ruidos y palabras escuchadas, alcanzaría un volumen de unos 10
a la 19 bits (diez trillones).
Esto crea un grave problema. Sabemos que
nuestro cerebro es una tupida red de fibras nerviosas, cada una de las
cuales conecta entre sí con varios miles de esas células llamadas
“neuronas”. Se ha calculado que el total de conexiones (cada una
representando un bit) es de 10 a la 15 (mil billones). Aún en el impreciso
caso de que todas ellas se utilizaran para archivar (memorizar), cosa que
dista de ser cierta, no cierran los números. De modo que uno estaría
tentado a decir que la teoría “pantomnésica”, según la cual retenemos en
nuestro inconsciente todas las percepciones de nuestra vida, carecería de
fundamento ya que no habría suficientes “receptáculos cerebrales”. Sin
embargo, esa teoría es una realidad: el psicoanálisis, la hipnosis, la
guestalt y el análisis transaccional, así como muchos otros abordajes
clínicos han demostrado que realmente sí conservamos todo en la mente.
Entonces, ¿dónde lo alojamos?.
Por otra parte, los neurofisiólogos han
estudiado punto por punto la intrincada textura del cerebro, buscando los
núcleos nerviosos o las áreas corticales donde puede radicar ese
maravilloso mecanismo que es la memoria. Si un tumor o una grave lesión
afecta al lóbulo temporal, podemos quedar “ciegos” para siempre. Una
destrucción del “área de Brocca” en el lóbulo frontal nos impide hablar.
Esos accidentes traumáticos o patológicos nos permiten trazar una especie
de mapa cerebral, constatando la función específica de cada zona
encefálica. Pero, ¿dónde ubicar la memoria?. Pueden lesionarse miles de
puntos corticales o nucleares sin que se afecte la facultad de recordar.
Esto, sumado a lo señalado líneas arriba con respecto a la “capacidad de
almacenaje” del cerebro, sólo puede decir una cosa: la memoria está en
otro lado.
La mente cósmica
Rattray Gordon Taylor, en su apasionante libro “El Cerebro y la mente”,
refiere el hecho, obvio pero poco tenido en cuenta, de que la memoria no
es la capacidad de recordar algo (en el sentido de “retenerlo” en la
mente) sino, por el contrario, de olvidarlo momentáneamente hasta el
momento en que lo precisemos.
Ilustraremos esto mejor con un ejemplo.
Cuando en una conversación cualquiera estoy a punto de mencionar a alguien
y sufro una “laguna” (solemos ponerlo de manifiesto con la típica frase
“lo tengo en la punta de la lengua”) suele ocurrir que por más esfuerzo
que hagamos no podemos traer el dato a la consciencia. Pero más tarde, a
veces días después, surge el recuerdo “perdido”. Si la “mala memoria”
fuese olvidar algo, en el sentido de “irse de la mente”, no podría
“regresar” espontáneamente. Si aparece, es porque nunca se fue. Y, en
consecuencia, la mala memoria no pasa por “olvidar” sino por la
incapacidad de “recuperar” lo que ya se sabe. Esto, además de abrir
interesantísimas posibilidades para explorar el gran poder dormido en
todos nosotros, nos dice que guardamos absolutamente todo lo que alguna
vez conocimos. Si yo, por ejemplo, digo que nací un 29 de abril, sé que
esta información no ocupa permanentemente lugar en mi mente consciente; no
ando por la vida repitiendo constantemente “yo nací un 29 de abril”. Eso
se encuentra momentáneamente “olvidado” –es decir, desplazado de la
consciencia- hasta que algún detonante (como la pregunta “¿cuándo es tu
cumpleaños?”) me la hace recuperar. Por lo tanto, llamo “memoria” a la
función de retirar de la mente consciente algo hasta el momento en que lo
necesite. La pregunta, entonces, es: ¿adónde va?. Evidentemente, no a
ningún lugar particular del cerebro.
Los antiguos orientales sostenían
que en el Universo existían lo que ellos llamaban “registros akhásicos”,
algo así como un gran banco de datos de todo lo que ocurrió desde que el
Cosmos existe, y al que “conecta” la mente inconsciente del hombre por
procesos a los que hemos dado diversos nombres: intuición, corazonada,
expansión de la consciencia. De alguna manera, esto siempre se ha
sospechado: Sócrates, por caso, decía que sus reflexiones no eran en
realidad producto de su intelecto, sino que le eran dictados por una
“entidad” acompañante, una especie de guía a la que él llamaba su
“daimon”. O las inspiraciones geniales de tantos artistas o científicos.
El alcance de esta suposición es realmente alucinante, pues significa que
hasta el más común de los mortales, explorando estas posibilidades y
abriendo sus canales para conectarse con esa especie de dimensión paralela
(registros akhásicos, mente cósmica o “memoria”, lo mismo da) puede
acceder a las más maravillosas obras que pueda concebir el espíritu humano
sin resignarse a una cuestión de pautas culturales, educación o
disposición congénita genética.
Como la memoria, muchas otras funciones en realidad “inhiben” las
manifestaciones psíquicas. Entre ellas, creo, las espirituales, místicas o
iluministas. ¿Son el producto de psicopatologías, como quiere hacernos
creer la Psicología ortodoxa?. No lo creo. La naturaleza se caracteriza
por su eficiencia y el grado de economía de sus sistemas. En ella, nada es
superfluo. Todo cumple una función o está subordinado a cubrir una
necesidad. Esto es general para la naturaleza global y para la particular,
como el ser humano. Y en él, su psiquis. En ella nada será, entonces,
superfluo, si deviene natural. Y es natural la necesidad religiosa, la
búsqueda de Lo Trascendente. Por lo tanto, como ya he escrito en otro
lugar, si el hombre tiene necesidad de lo trascendente, es porque en algún
lugar hay algo que lo satisface. Pero lo espiritual es por definición y
objeto, lo no material. Por consiguiente, la necesidad espiritual del
hombre debe ser vehiculizada por mecanismos que establezcan un puente
entre su percepción material (muchas veces puesta al servicio de lo
espiritual) y su esencia espiritual. Aquí recupera su credibilidad la
centenaria afirmación del Ocultismo en el sentido que el ser humano tiene
una mente intelectual y una mente espiritual. A la primera reduciríamos lo
que llamamos generalmente Conciente e Inconsciente, nuestros procesos
lógicos y no lógicos, nuestros deseos y voluntades, nuestras vivencias y
represiones. A la segunda, se subordinarían experiencias, percepciones,
sensaciones, conocimientos espontáneamente adquiridos (o percibidos) del
mundo no físico. Resta ahora descubrir cuál es el mecanismo cerebral que
hace la “sintonización” a la que tantas referencias hiciéramos.
¿Será la famosa glándula pineal?. No lo creo. Es cierto que
milenariamente se la conoce como “el tercer ojo”. Es cierto que en su
constitución entran células fotosensibles, lo que la hacen casi un
bosquejo de órgano ocular. Pero sabiendo de nuestro remoto pasado
reptiloide, pienso en ella más como un fotorreceptor infrarrojo
involucionado (o aún no evolucionado), similar al de tantos reptiles que
les permite identificar la presencia por emisión de calor de la presa. Un
órgano que sin duda nos daría con su desarrollo no un sentido paranormal,
sino un hipersentido. Como herederos tercermilenaristas de Lobsang Rampa,
activando la glándula pineal podríamos, además de ver a nuestros
congéneres, “escanearlos” de manera infrarroja. Es posible que así como
producimos un cierto campo electromagnético, la masa calórica percibida
por ese “tercer ojo” presente variaciones de temperatura percibibles como
diferencias de “color”, que un adecuado entrenamiento nos permitiría
identificar como enfermedades físicas, pensamientos íntimos o actitudes
morales, y le llamaríamos “aura”. Pero aún no es lo espiritual, no en el
sentido que estoy hablando. Seguirían siendo energías y fuerzas físicas,
muy sutiles y de una importancia extraordinaria en su comprensión, pero no
lo espiritual.
Cuando un testigo ve un OVNI que no es visto por sus acompañantes;
cuando la entidad que se manifiesta junto a él (o que dice proceder de él)
parece tener connotaciones más hagiográficas que extraterrestres, cuando
–tal vez lo más importante- la experiencia OVNI tiene un impacto
conmocionador en la cosmovisión del testigo impulsándolo en nuevos caminos
(que si desembocan en la plena realización humana o en la locura parece
tener que ver más con la matriz psicológica que recibe la experiencia que
con la experiencia en sí), cuando todo eso es parte de una realidad
inaprensible hasta ahora en modelos matemáticos, en rastreos astronómicos
y militares, es hora que nos preguntemos si una buena parte de nuestros
“visitantes” no vendrán de “aquí al lado” en términos espaciales, pero de
muy lejos en términos de naturalezas. Tal vez sea hora de anexar a la
Ovnilogía conocimientos emanados del campo de la Neurobiología, a la
búsqueda de la sintonía, la transducción, en fin, la famosa puerta a otros
planos que tanto hemos buscado en los confines del espacio exterior y
aguardaría, eclipsada por la fascinación tecnológica muy propia de nuestra
Era, en el fondo de nosotros mismos.