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Lawrence Durrell
 Justine
El cuarteto de Alejandría 1
 
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EL CUARTETO DE ALEJANDRIA
LAWRENCE DURRELL
JUSTINE
 
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 26la mezquita, y Nessim se metió en la entrada sombría de un gran edificio ocupadoen gran parte por oficinas con ventanas enrejadas y chapas semiborradas. Unboab solitario (el concierge de Egipto), en cuclillas, envuelto en trapos, parecía undesperdicio cualquiera (un neumático viejo, por ejemplo); fumaba un narguile decaña corta. Nessim le dirigió unas palabras cortantes y casi antes de que elhombre pudiera responder, atravesó el edificio y llegó a una especie de patiooscuro flanqueado por una hilera de casas destartaladas, de ladrillo ordinario yyeso desconchado. Se detuvo para prender su encendedor, y a su débil luzempezamos a revisar las puertas. Al llegar a la cuarta apagó el encendedor ygolpeó con el puño. Como no recibiera respuesta, la abrió.Un oscuro pasillo conducía a un cuartucho apenas iluminado por lámparas demecha de junco. Aparentemente habíamos llegado.La escena que presenciamos era absolutamente extraordinaria, aunque más nofuera por la luz que, subiendo del piso de tierra, rozaba las cejas, los labios y lasmejillas de los personajes, poniendo grandes manchas de sombra en sus rostros,como si estuvieran roídos por las ratas que se oían corretear entre las vigas deese antro sórdido. Era un burdel de niñas: allí en la penumbra, vestidas congrotescos camisones de pliegues bíblicos, los labios pintados, collares deabalorios y sortijas de lata, había una docena de chiquillas desgreñadas que notendrían mucho más de diez años; la inocencia de la niñez que asomaba a travésde las ropas absurdas contrastaba violentamente con la silueta bárbara delmarinero francés en el centro de la habitación, las piernas dobladas, el rostromarcado y torturado vuelto hacia Justine a quien veíamos de perfil, pues habíagirado la cabeza al oírnos entrar. Lo que el marinero acababa de gritar se habíahundido en el silencio, pero su violencia se advertía aún en la mandíbulaproyectada hacia adelante, en los tendones oscuros y salientes que unían la ca-beza con los hombros. El rostro de Justine estaba dibujado con una especie deprecisión académica, dolorosa. Tenía una botella en una mano levantada, y eraevidente que nunca hasta entonces la había utilizado como arma, pues la sujetabaal revés.Sobre un sofá desvencijado, en un rincón de la pieza, magnéticamente iluminadopor la cálida penumbra que reflejaban las paredes, yacía una niña en camisón,horriblemente encogida, en una actitud como de muerte. Sobre el sofá la paredestaba cubierta de impresiones azules de manos juveniles, talismán que en estaparte del mundo protege a la casa contra el mal de ojo. Era la única decoración dela pieza, la más corriente en todo el barrio árabe de la ciudad.Allí nos quedamos Nessim y yo durante más de medio minuto, estupefactos, puesla escena tenía una especie de belleza espantosa, como algunos de esosgrabados en color que figuran en las ediciones populares de la biblia de la épocavictoriana, por ejemplo, en cuyo tema hubiera algo tergiversado y fuera de lugar.Justine respiraba agitadamente, como si es' tuviera al borde del llanto.
 
 27Supongo que nos abalanzamos sobre ella y la arrastramos a la calle; lo único querecuerdo es que llegamos hasta el mar y nos lanzamos por el camino costanerobajo una luna limpia y bronceada; la cara triste y silenciosa de Nessim se reflejabaen el retrovisor, junto a la figura callada de su mujer, mirando las olas de plata enla rompiente y fumando un cigarrillo que había sacado del bolsillo de Nessim.Después, en el garaje, antes de bajarse del auto, besó tiernamente a Nessim enlos ojos.He llegado a considerar todo esto como una especie de preludio de aquel primerencuentro verdadero, cara a cara, cuando el entendimiento que había nacido entrenosotros -alegría y amistad fundadas en gustos comunes a los tres se desintegróen algo que no era amor -¿cómo podía serlo?-, sino una especie de posesiónmental en la que las ataduras de una sexualidad devoradora no tenían demasiadaimportancia. ¿Cómo dejamos que nos ocurriera, a nosotros, tan parejos en laexperiencia, curtidos y sazonados en otras comarcas por las decepciones delamor?En otoño las bahías femeninas adquieren inquietantes fosforescencias y despuésde días calcinados, polvorientos, se sienten las primeras palpitaciones del otoño,como una mariposa aleteando para despojarse del capullo. El lago Mareotis vira allimón malva, y sus flancos barrosos resplandecen de radiantes anémonas quecrecen en el lado vivificante de la orilla. Un día, mientras Nessim estaba en elCairo, fui a su casa a pedirle varios libros en préstamo y para mi sorpresaencontré a Justine, sola en su estudio, remendando un viejo pullover. Había vueltoa Alejandría en el tren nocturno, dejando a Nessim en alguna conferencia denegocios. Tomamos el té y, cediendo a un súbito impulso, buscamos los trajes debaño y nos lanzamos en un auto a través de los enmohecidos montones deescoria de Mex, hacia las playas de arena de Bourg El Arab que centelleaban enla luz malva limón de la tarde declinante. Allí el mar abierto arrojaba violentamentesobre las alfombras de arena fresca una espuma de mercurio oxidado; supercusión melodiosa y profunda servía de fondo a nuestro diálogo. Chapoteamosen los turbios charcos, que absorbían las esponjas arrancadas de cuajo yarrojadas a la playa. No encontramos a nadie salvo a un joven beduino flaco quellevaba en la cabeza una jaula de alambre llena de pájaros silvestres cazados conliza. Codorniz ofuscada.Nos quedamos largo rato acostados uno junto al otro, con los trajes de bañotodavía húmedos, para aprovechar los últimos y pálidos rayos del sol en ladeliciosa frescura del crepúsculo. Yo tenía los ojos semicerrados mientras Justine(¡con qué claridad la veo!) apoyada en un codo, se protegía la vista con una manoy me miraba fijamente.Tenía la costumbre de mirar mis labios cuando hablaba, con un aire burlón, casiimpertinente, como si estuviera esperando que yo pronunciara mal alguna palabra.Todo empezó en ese momento, pero si he olvidado la forma en que ocurrió,recuerdo su voz hosca y alterada diciéndome algo como:
 
 28-Y si tuviera que sucedernos... ¿qué dirías?Y antes de darme tiempo a contestar, se inclinó y me besó en la boca, y sentí ensu beso escarnio y antagonismo. Todo parecía tan fuera de lugar que meincorporé, tratando de formular un reproche. Pero a partir de ese instante susbesos fueron como profundas puñaladas, suaves y jadeantes, puntuando la risasalvaje que desbordaba en ella, una risa burlona y entrecortada. Me hizo pensaren alguien que acaba de pasar por un miedo espantoso. Quizá dije en esemomento:-No debe sucedernos.Y ella debió de contestar:-Pero supongamos que suceda... ¿Qué ocurrirá? Entonces, lo recuerdo muyclaramente, se apoderó de ella la manía de la justificación (hablábamos enfrancés: el idioma crea el carácter nacional), y en esos instantes en que tra-tábamos de recobrar el aliento y yo sentía sus labios firmes contra los míos, y susbrazos morenos y carnales apretando mis brazos, le oí decir:-Lo sé, no es por glotonería ni por ceder a la tentación. Tenemos demasiadaexperiencia para eso; sencillamente tenemos algo que aprender el uno del otro.¿Qué?¿Qué?-¿Y crees que ésta es la manera? -pregunté, mientras veía la alta y tambaleantesilueta de Nessim contra el cielo del anochecer.-No sé -dijo Justine con una expresión de humildad a la vez salvaje, terca,desesperada-. No sé...Y se apretó contra mí como quien aprieta una magulladura. Era como si desearaborrarme hasta de su pensamiento y sin embargo, en el frágil y tembloroso fondode cada beso encontrara una especie de penoso alivio, como el agua fría sobreuna torcedura. ¡Hasta qué punto reconocía ahora en ella a la hija de la ciudad, queimpone a sus mujeres la voluptuosidad del dolor y no del placer, condenándolas aperseguir a aquellos a quienes menos quisieran encontrar!Levantándose, se alejó siguiendo la vasta perspectiva curva de la playa, cruzandolentamente los charcos formados en la lava, inclinada la cabeza. Pensé en elhermoso rostro de Nessim, sonriéndole desde cada uno de los espejos de la ha-bitación. Toda la escena que acabábamos de representar me parecía tanimprobable como un sueño. Desde un punto de vista objetivo resultaba curiosoobservar cómo temblaban mis manos cuando encendí un cigarrillo, antes delevantarme para seguirla.
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