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Ante tanta mediocridad periodística,
siento verdadera admiración por Pedro G. Cuartango, por lo que dice y como lo
dice, Cuartango esta en la elite por derecho propio. Tiene para mi la virtud, de
hacer me interese por lo que escribe, y que en este caso por lo que denomina
“extraordinario, absolutamente esplendido y obra maestra” el libro de las
memorias Claude Lanzmann La liebre de la Patagonia, no tengo mas
remedio que hacerme con ellas, Cuartango no engaña… A veces un artículo se
enriquece más si cabe con una sola línea y en este caso la cita de Sastre de:
La felicidad no es hacer lo que uno
quiere sino querer lo que uno hace, me parece una
definición casi perfecta.
Una relación
inclasificable
HE LEÍDO con avidez las
extraordinarias memorias de Claude Lanzmann, una obra maestra que supera todo lo
publicado en este género en los últimos años. Lanzmann desvela en La liebre de
la Patagonia su intensa relación con Simone de Beauvoir, con la que vivió cinco
años en un apartamento de Montparnasse.
Lanzmann, cineasta y
director de Les Temps Modernes, era amigo de Sartre, al que admiraba por su
capacidad intelectual y su generosidad humana. Sartre aceptó sin problemas la
relación de Simone, a la que llamaba cariñosamente El Castor, con
Lanzmann.
Sartre sedujo a muchas mujeres y El Castor se enamoró
de otros hombres, entre ellos, el escritor americano Nelson Algreen, como ella
misma relata en sus memorias. Pero Beauvoir jamás reconoció en público su
estrecha relación con Lanzmann, tal vez para no mortificar a
Sartre.
El libro de Lanzmann, absolutamente espléndido, me ha
llevado a releer La ceremonia del adiós, la última obra de Simone de Beauvoir,
escrita unos meses después de la muerte de Sartre, que en su día me pareció un
despiadado ajuste de cuentas con el maestro del ser y la nada.
El Castor
relata la última etapa de la vida de Sartre, cuando la gloria del pensamiento
europeo se hacía pis en los pantalones, se quedaba dormido en un concierto o se
le caía la baba ante las jovencitas.
Al leer por segunda vez el
libro de Beauvoir, he descubierto que ese retrato decadente de Sartre estaba muy
vinculado a la añoranza por el amor perdido y por los maravillosos años de
juventud que habían compartido. Lo que yo había interpretado al principio como
desdén era nostalgia de unos tiempos que jamás volverían.
A este
respecto merece la pena evocar el momento de la muerte de Sartre en un hospital
de París en abril de 1980, tal y como ella lo cuenta. Una enfermera le toma el
pulso y certifica que ha fallecido. Ella se queda a solas con él y se acuesta en
el lecho cogiendo su mano por última vez. Lanzmann narra cómo acudió entonces al
hospital para consolar a Beauvoir y organizar el masivo funeral que superó
incluso al de Zola.
Simone murió en 1986 y fue enterrada en el
cementerio Père Lachaise junto a Sartre, que inicialmente había sido sepultado
en Montparnasse. Allí yacen bajo una sencilla lápida de piedra en la que figuran
sus nombres y sus fechas de muerte y nacimiento.
Yo les recuerdo
una gélida noche de diciembre de 1975 cuando ambos paseaban cogidos del brazo
por la rue Bonaparte. Me pareció admirable cómo habían logrado preservar su amor
durante casi medio siglo y cómo la cercanía de la muerte había estrechado sus
vínculos.
Resulta imposible catalogar esa relación, pero yo creo
que fueron amantes, rivales, amigos, cómplices y otras muchas cosas más. Como
dijo el propio Sartre, la felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo
que uno hace. Tal vez ése era su secreto.
PEDRO G.
CUARTANGO