r:! Gerardo Diego, Jorge Guillén y Dámaso Alonso, en Santander, 1933 Dámaso Alonso y Jorge Guillén, 1928 26 Raudo, pequeño cas i calvo R' S i DENCI A , ltiA.D g-1 a , , d#.e lz ~ I, 4. qqb' Con motivo del centenario del nacimiento de Dámaso Alonso, la editorial Gredos, en colaboración con la CONSEJERÍA DE EDUCACIÓN Y CULTURA DE LA COMUNIDAD DE MADRID, ha editado un volumen compilatorio de su poesía bajo el título de Poesía y otros textos literarios, que fue presentado en la Residencia de Estudiantes el pasado 4 de marzo, con la intervención de los académicos Victor García de la Concha, Valentin García Yebra y Fernando Lázaro Carreter, sucesor de Dámaso Alonso en la dirección de la Real Academia Española, y de la Directora General de Cultura de la Comunidad de Madrid, Rosa Basante. Reproducimos en las páginas siguientes la intervención de Fernando Lázaro Carreter. Fernando Lázaro Carreter Entiendo la presentación de este libro como un homenaje a Dámaso Alonso, e intervengo en él como discípulo suyo que fui, y como sucesor que soy en la dirección de la Real Academia Española, esa institución en cuyos muros se orinó de joven —no creo que haya en España micción más CUANDO TODOS LOS HONORES HABÍAN CORONADO SU INGENTE OBRA DE FILÓLOGO Y OBTENÍA LOS MÁXIMOS RECONOCIMIENTOS, EN SUS ÚLTIMOS AÑOS SÓLO SE RECONOCÍA POETAbiertas, y una de ellas por alguien que no le perdonaba sus propias frustraciones, y que, además, poseía gran poder político. Dámaso Alonso, por otra parte, se sentía a gusto explicando Filología Románica, porque, alguna vez me lo dijo, no eran susceptibles de denuncia las teorías sobre la diptongación o la doble d cacuminal. Tenía él entonces cuarenta y siete años, en pleno vigor de su inteligencia. Era asiduo, cumplidor riguroso de sus deberes, pero sin excesos. Atravesaba raudo, pequeño y casi calvo y casi rechoncho, por entre los escolares, y entraba en el aula sin mirarnos. Su gesto no era cordial. Si antes de medio minuto no había cesado el ruido en el aula, se enfurecía. Comenzaba enseguida a llenar de vocales o consonantes latinas la pizarra, y a explicar su descendencia en las lenguas romances. Y aquello, que, dicho así, puede parecer ca-rente de atractivo, se convertía en un fastuoso espectáculo de claridad,_ inteligencia y orden expositivo. Lo de menos era la cuestión trata-da; lo importante consistía en la transparencia, en el rigor a la hora de admitir una prueba, de fortalecer una hipótesis o de rebatirla. Todo aquello cesaba apenas el bedel asomaba anunciando la hora. Dejaba la tiza, se sacudía la chaqueta extendiendo más la man-cha de yeso y desaparecía aun más veloz que a la entrada. En vano intentábamos algunos retenerlo; resolvía nuestras preguntas sin de-tenerse, porque, se excusaba atropelladamente, no quería perder la camioneta. Se trataba de un pequeño vehículo que iba y venía entre la Moncloa y la Facultad, trasladando profesores. Y ya no sabíamos nada de él hasta la clase próxima. Pero algunos sí que sabían: los poetas. No podíamos competir con ellos los aprendices de filólogos. En mi curso estaban Carlos Bousoño, Rafael Morales, el malogrado Bartolomé Llorens... Eran los privilegiados, que Dámaso Alonso recibía en su casa de Chamartín y compartían con él amistad de amigos. Según dice en un poema de 1942, odiaban la filología, pero él los prefería. Como. prefería ser poeta a ser profesor, a pesar de nueve gruesos tomos de ciencia filológica que figuran en sus Obras Completas, todo lo resolvía el poeta. Recuerdo una no-che helada de hace cuarenta años; habíamos firmado con Credos el compromiso de escribir juntos una Historia de la Literatura, que nunca se escribiría. Pero aquella noche estábamos optimistas y decidimos celebrarlo. Allá, por las Cibeles, bien cenados, quiso que recordada—, y a la que acabaría dejándola heredera universal de todos sus bienes. Del libro —un volumen hermoso en el que Credos ha volcado la gratitud y estima que le debe al autor—, creo que los señores Gar-cía Yebra y García de la Concha lo han dicho todo. El recopilador y depurador de los textos ha trabajado con su conocida meticulosidad. En cuanto al prologuista, que es sin duda el mejor conocedor y crítico de la poesía de nuestro siglo, ha escrito unas páginas el crítico y el filólogo quien me sedujo, quien decidió nii vocación, hace ya más de medio siglo, cuando vino a Zaragoza en el centenario de San Juan. Decidió o confirmó mi vocación, y tras él me vine a Madrid. Con alguna desilusión, porque en la Facultad no enseñaba Literatura, sino Filología Románica, cátedra en la que había sucedido a don Ramón Menéndez Pidal al jubilarse éste en 1939. No podía enseñar Literatura; las dos cátedras que entonces había estaban cu- admirables sobre la poesía y la prosa que el libro aloja. Se trata de un volumen grato, con Dámaso entero y junto, que honra tanto a la editorial como a la Comunid' de Madrid, que ha contribuido a la publicación. Debo confesar que no es la faceta de escritor la que admiro más en el maestro. Fue Gerardo Diego, Jorge Guillén y Dámaso Alonso, en Santander, 1933 Dámaso Alonso y Jorge Guillén, 1928 26 Raudo, veaueño !°1,4.DK(D, N° s, Preizt'c `158 Con motivo del centenario del nacimiento de Dámaso Alonso, la editorial Gredos, en colaboración con la CONSEJERÍA DE EDUCACIÓN Y CULTURA DE LA COMUNIDAD DE MADRID, ha editado un volumen compilatorio de su poesía bajo el título de Poesía y otros textos literarios, que fue presentado en la Residencia de Estudiantes el pasado 4 de marzo, con la intervención de los académicos Víctor García de la Concha, Valentin García Yebra y Fernando Lázaro Carreter, sucesor de Dámaso Alonso en la dirección de la Real Academia Española, y de la Directora General de Cultura de la Comunidad de Madrid, Rosa Basante. Reproducimos en las páginas siguientes la intervención de Fernando Lázaro Carretee Fernando Lázaro Carreter casi calvo RGS(DeNC1A¡t, E ntiendo la presentación de este libro como un homenaje a Dámaso Alonso, e intervengo en él como discípulo suyo que fui, y como sucesor que soy en la dirección de la Real Academia Española, esa institución en cuyos muros se orinó de joven —no creo que haya en España micción más recordada—, y a la que acabaría dejándola heredera universal de todos sus bienes. Del libro —un volumen hermoso en el que Credos ha volcado la gratitud y estima que le debe al autor—, creo que los señores Gar-cía Yebra y García de la Concha lo han dicho todo. El recopilador y depurador de los textos ha trabajado con su conocida meticulosidad. En cuanto al prologuista, que es sin duda el mejor conocedor y crítico de la poesía de nuestro siglo, ha escrito unas páginasadmirables sobre la poesía y la prosa que el libro aloja. Se trata de un volumen grato, con Dámaso entero y junto, que honra tanto a la editorial como a la Comunid'áek_de Madrid, que ha contribuido a la publicación. Debo confesar que no es la faceta de escritor la que admiro más en el maestro. Fue el crítico y el filólogo quien me sedujo, quien decidió mi vocación, hace ya más de medio siglo, cuando vino a Zaragoza en el centenario de San Juan. Decidió o confirmó mi vocación, y tras él me vine a Madrid. Con alguna desilusión, porque en la Facultad no enseñaba Literatura, sino Filología Románica, cátedra en la que había sucedido a don Ramón Menéndez Pidal al jubilarse éste en 1939. No podía enseñar Literatura; las dos cátedras que entonces había estaban cu- biertas, y una de ellas por alguien que no le perdonaba sus propias frustraciones, y que, además, poseía gran poder político. Dámaso Alonso, por otra parte, se sentía a gusto explicando Filología Románica, porque, alguna vez me lo dijo, no eran susceptibles de denuncia las teorías sobre la diptongación o la doble d caeuminal. Tenía él entonces cuarenta y siete años, en pleno vigor de su inteligencia. Era asiduo, cumplidor riguroso de sus deberes, pero sin excesos. Atravesaba raudo, pequeño y casi calvo y casi rechoncho, por entre los escolares, y entraba en el aula sin mirarnos. Su gesto no era cordial. Si antes de medio minuto no había cesado el ruido en el aula, se enfurecía. Comenzaba enseguida a llenar de vocales o consonantes latinas la pizarra, y a explicar su descendencia en las lenguas romances. Y aquello, que, dicho así, puede parecer ca-rente de atractivo, se convertía en un fastuoso espectáculo de claridad, inteligencia y orden expositivo. Lo de menos era la cuestión trata-da; lo importante consistía en la transparencia, en el rigor a la hora de admitir una prueba, de fortalecer una hipótesis o de rebatirla. Todo aquello cesaba apenas el bedel asomaba anunciando la hora. Dejaba la tiza, se sacudía la chaqueta extendiendo más la man-cha de yeso y desaparecía aun más veloz que a la entrada. En vano intentábamos algunos retenerlo; resolvía nuestras preguntas sin de-tenerse, porque, se excusaba atropelladamente, no quería perder la camioneta. Se trataba de un pequeño vehículo que iba y venía entre la Moncloa y la Facultad, trasladando profesores. Y ya no sabíamos nada de él hasta la clase próxima. Pero algunos sí que sabían: los poetas. No podíamos competir con ellos los aprendices de filólogos. En mi curso estaban Carlos Bousoño, Rafael Morales, el malogrado Bartolomé Llorens... Eran los privilegiados, que Dámaso Alonso recibía en su casa de Chamartín y compartían con él amistad de amigos. Según dice en un poema de 1942, odiaban la filología, pero él los prefería. Como. prefería ser poeta a ser profesor, a pesar de nueve gruesos tomos de ciencia filológica que figuran en sus Obras Completas, todo lo resolvía el poeta. Recuerdo una no-che helada de hace cuarenta años; habíamos firmado con Gredos el compromiso de escribir juntos una Historia de la Literatura, que nunca se escribiría. Pero aquella noche estábamos optimistas y decidimos celebrarlo. Allá, por las Cibeles, bien cenados, quiso que CUANDO TODOS LOS HONORES HABÍAN CORONADO SU INGENTE OBRA DE FILÓLOGO Y OBTENÍA LOS MÁXIMOS RECONOCIMIENTOS, EN SUS ÚLTIMOS AÑOS SÓLO SE RECONOCÍA POETA Dámaso Alonso „` Poemas puros. A D..1 MABO ALO1N30 Poemillas de la ciudad, ~ _ Madrid, Ed. Galatea, °~ ALONSO ~ ~y t-.+ IAaASO A,.pg 1921 ~ ~ `SAYOS SOBRE ~ POEMAS PUROS i''IA ESPAN01 A POEMILLAS DE LA CIUDAD Ensayos sobre poesía HIJOS DE 27 .,,NOItlAL4AIAftASA. m1A»Y,A µ.,yb~ —,w,..r española, Madrid, Revista de Occidente, 1944 Hijos de la ira, Madrid, Revista de Occidente, 1944 LA IRA EL improvisáramos un soneto al alimón. Pro-puso el primer verso; yo añadí el segundo. Inesperadamente me confesó que no podía seguir: no le salía nada. Tardó en darse cuenta de que mi endecasílabo tenía doce silabas. Un conocido trabajo suyo se titula «Ligereza y gravedad en la poesía de Manuel Machado». La mirada del crítico sigue en él a la del hombre, para descubrir y exaltar esas dos cualidades en la obra del hermano de don Antonio: ligereza y gravedad. Las dos tensiones que se disputaron en perfecto equilibrio el alma de Dámaso Alonso, y sin las cuales no creo que haya persona perfecta. La ausencia de gravedad produce frívolos; la gravedad sin ligereza causa tristes seres aburridos. Nadie más alejado que él de esos extremos. Ni frivolidad ni tedio: simplemente humanidad que entreveraba el trabajo denodado con cesiones a los deleites de los sentidos y las exaltaciones del alma. Y allá en el fondo una preocupación dramática por el destino que aguarda, si es que aguarda, tras la muerte. Me gustaría hablar de su Filología, de su Estilística, de su concepción del signo tan contraria a la saussureana y tan actual, de su creación de ese dudoso y afortunado concepto crítico literario, llamado Generación del 27. He de renunciar, porque aquí festejamos la memoria del creador, y ya se ha dicho todo cuanto conviene al tono y a las dimensiones de un acto como éste. Pero poeta lo fue siempre, hasta cuando trataba de austeros temas filológicos, con aquella prosa suya, cálida y vehemente con que expone los temas más arduos de dialectología o literatura. No empleaba el lenguaje como simple instrumento de comunicación. Aun discutiendo una etimología, es poeta, no tanto por los lirismos —alguno se le escapa—, sino por la emotividad que gobierna su escritura. Poeta: esto fue y esto quiso ser. Empezó su vida racional componiendo versos, y así la terminó. Al final de ella, cuando todos los honores habían coronado su ingente obra de filólogo y obtenía los máximos reconocimientos, en sus últimos años, digo, sólo se reconocía poeta. El traidor mal de Alzheimer había destruido su memoria; llegó a no acordarse de nada de cuanto había hecho. García de la Concha ha recordado en su hermoso prólogo cómo, en sus últimos tiempos, se hacía conducir a su biblioteca, y se iba derecho a un ejemplar de Hijos de la ira. Se lo apoyaba un rato sobre el pecho; después,volvía a colocarlo con extremo cuidado. Era, en su estima, la cifra de su vida, aquello por lo que le había valido la pena vivir. Lo demás, su obra de sabio, ya había perecido para él. Y es que Hnos de la ira es el libro en que Dámaso, ante todo gran iracundo, manifiesta soberanamente su furor contra la injusticia, concentrándolo en «Mujer con alcuza», su poema inmortal. Ya le era posible expresarse, al haberse escapado del prisma cristalino en que las modas de su adolescencia le habían LA AUSENCIA 1)E GRAVEDAD PRODUCE FRÍVOLOS; LA GRAVEDAD SIN LIGEREZA CAUSA TRISTES SERES ABURRIDOS. NADIE MAS ALEJADO QUE ÉL DE ESOS EXTREMOS obligado a recluirse. Ahora escribe con total impureza, inspiradamente, desarraigadamente, como él decía. Buscaba, dice, «una expresión para mover el corazón y la inteligencia de los hombres, y no últimas sensibilidades de exquisitas minorías». Hasta parte de anécdotas vulgares para trascenderlas y elevarlas a la categoría de símbolos. De símbolos dolorosos o esperanzados de este vivir nuestro que él llama monstruoso, con la muerte al fondo.'En la mente de todos está el más famoso poema de aquel turbador conjunto, lo he nombrado ahora, el titulado «Mujer con alcuza». Se recordará la anécdota que lo in-duce. Entró a servir en casa de Dámaso una criada vieja, que se despidió pronto, porque «la señora» a quien sirvió hasta entonces le había escrito diciéndole que la necesitaba. La pobre mujer no tenía en el mundo a nadie más que a aquella señora murciana, cuyas joyas había salvado en la guerra. La buena de Carmen —así se llamaba— tomó el tren para Murcia, y regresó a su antiguo servicio. Una noche la llamó la señora, pero ella no la oyó. Quedó inmediatamente despedida. Poco después moría en el asilo. Es una historia turbia, antipoética, sentimental; pero verdadera: eso pasa a los hombres y a las mujeres. Y el poeta, sacudido por el patético episodio compone ese maravillo-so poema, en que la anécdota se borra para dejar paso a un dolor general: el de la vejez que, en el tren de la vida, despoja de ilusión; el de la Humanidad, lanzada a un viaje sin sentido hacia la muerte. Dámaso, desde la oscuridad, grita preguntando quién conduce aquel horrible tren. Y es ahí donde se instala en el meollo de la magna interrogación que proferirán Oscura Noticia y Hombre y Dios. No he conocido a nadie que, no creyendo, tuviera una voluntad más decidida que la suya para creer; ni, a la vez, más sensible a la dificultad que a la voluntad de creer oponen la injusticia y la existencia del mal. Dios aparece en esos libros asediado, interrogado, amado; pero, a la vez, acusado y negado. Aquel hombre vitalísimo, gran gozador del mundo, cuando se recluía en sí, vivía un duelo con la divinidad para que se le revelara, para que le mostrara un signo. Sus múltiples proclamaciones de amor son como un merodeo, como un halago para que exista, y sea tan bondadoso y perfecto como lo desea. Pero está lo otro, el mal ahí presente, y la muerte. Hasta en el humor grotesco de los poemas que se acogen bajo el título de Canciones a pito solo, alienta esa rebeldía, que llega a rozar en algún caso la blasfemia. Este es, en el fondo, su gran tenia, el que, desde el centro de su alma, hace latir su mejor poesía. Cuando aún las Luces de su razón brillaban algo, no mucho antes de morir, me entregó un folio con unos versos, supongo que los últimos que compuso. El poema se titulaba estremecedoramente: «Existes? ¿No existes?». Y él ya no existía. Llegó Carlos Bousoño y me preguntó: «Quién es ese señor?». «Carlos —le respondí— Carlos como el río». «Qué río?». Y así, con la gran duda en el alma, se nos fue a resolverla, hace poco más de siete años. Una fría noche de enero se apeó del tren que a todos nos lleva en su estación final. Portaba en su alcuza miles de páginas bullentes de saber y de arte; entre ellas, y preferidas por él, las que recoge este libro. En él está lo que él quiso más de sí ^