Enciclopedia de la Cultura Española
Editora Nacional, Madrid 1968
tomo 5
páginas 393-394

Teodicea

Parece ser que el nombre de «teodicea» fue empleado por primera vez por Leibniz, en su Essais de théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine du mal (1710). La investigación, destinada a justificar fundamentalmente la existencia del mal y la bondad de Dios, recibió un nombre que, en pura etimología, significa eso: justificación de Dios. De ahí que se haya hecho después el nombre extensivo a toda justificación racional de Dios, tanto de su esencia como de su existencia. Mejor que este nombre es, sin embargo, el de teología natural, ya que recoge, por una parte, el carácter más amplio de la investigación –no sólo en el sentido en que primitivamente lo propuso Leibniz– y por otra, la índole filosófica de la investigación –«natural», en oposición a la teología sobrenatural o teología de la fe– como momento apical de la metafísica. En la práctica, no obstante, sigue empleándose la designación de teodicea, indistintamente, junto a la de teología natural. En cualquier caso se trata, siempre, de la ciencia de Dios, pero al nivel humano o racional, prescindiendo en absoluto de las verdades reveladas.

Quizá el más remoto estudio de teodicea en España haya que buscarlo en nuestro período patrístico: Isidoro de Sevilla (560-636), en sus obras Liber de ordine creaturarum y Libri tres sententiarum, ambas de influencia agustiniana y neoplatónica, expone su concepción de Dios en un sentido muy similar al que hemos asignado a la «teodicea» en su sentido etimológico. A Dios le conocemos a posteriori desde lo creado. La misma materia, aunque precedió a las cosas creadas –como materia informe–, fue también creada ex nihilo. En Dios no hay tiempo. El tiempo comienza con el mundo. Y Dios todo lo hizo bueno. El mal no tiene su origen en Dios, ni tampoco proviene de otro principio. El mal sólo está en la apreciación que hacemos de las cosas y en la voluntad del hombre, que vicia lo en sí bueno.

De San Isidoro hemos de saltar a la escolástica árabe para encontrar de nuevo una especulación filosófica sobre Dios de una cierta envergadura, ya en plena Edad Media. El primer filósofo árabe de importancia es Ibn Masarra (†931), místico sufí y filósofo. Se mueve toda su especulación en torno a la filosofía neoplatónica, de la que hace un curioso sincretismo. Dios crea, pero no directamente –puesto que dañaría su unidad–, sino valiéndose de la materia primera, a la que llama «trono de Dios». Dios, por otra parte, no conoce directamente el mundo: sólo conoce los universales. Lo particular, sólo a posteriori. Así salva la libertad de los actos individuales.

Ibn Hazm, de Córdoba (†1065), trata también de conciliar la ciencia divina y la libertad humana. Ibn Al-Asif, de Almería (†1141), afirma que Dios es la trascendencia absoluta, más allá de toda proporción y de toda analogía con lo creado.

Más importancia tiene la obra de Ibn Tufail, de Guadix (†1185). Es autor de una novela filosófica –Hayy ibn Yaqzam– (El filósofo autodidacto), en la que sostiene la idea central de la filosofía árabe española: el poder de la luz natural de la razón para llegar a Dios. El protagonista de su obra es un Robinsón árabe que, desde un adanismo inicial, llega a descubrir por sí solo las verdades principales sobre Dios, el alma, &c.

El cordobés Averroes (†1198) representa una postura ligeramente agnóstica. La pretendida heterodoxia de Averroes no es tan grande como se le ha atribuido: no debe confundirse nunca a Averroes con las interpretaciones posteriores del llamado «averroísmo latino». No obstante, la concepción metafísica del «Comentador» no era propicia para edificar una teodicea: el ser, por ser existente, es necesario. No hay, pues, contingencia ni, radicalmente, posibilidad de acceso racional a Dios. La creación es algo que creemos, pero que filosóficamente no se puede demostrar. En el plano filosófico, Dios es el primer motor, la parte más excelsa de la realidad cósmica. De este modo, Averroes, pese a que su distinción –muy parecida a la que después haría Santo Tomás– entre los planos de la fe y la razón, que son dos cosas diferentes, pero no se oponen, por converger en la verdad, da pie a la famosa doctrina de las dos verdades –conocida y creída– y con ella al averroísmo latino de Siger de Brabante.

Entre los judíos hubo también una «escolástica», de problemática y características similares a la árabe. El primer nombre que merece destacarse es el de Ibn Gabirol (†1050) –el Avicebrón latino– Para él Dios es básicamente voluntad creadora, que imprime su sello a la materia informe y universal. El hombre, desde lo sensible, puede remontarse hasta la voluntad creadora de Dios. En el siglo XII encontramos dos figuras que representan una postura entre escéptica y mística: Jehudá Ha-Levi (†1141), toledano, que se muestra partidario de la revelación al decidir sobre cuestiones divinas. Su libro Khozari –escrito en forma de diálogo– es un alegato contra la filosofía. Junto a él, el cordobés Ibn Saddiq (†1148) sigue, en general, la línea de Ibn Gabirol. Pero entiende que, en definitiva, de Dios poco podemos conocer, dada su inasequible trascendencia.

Abraham ibn David, de Toledo (†1180), sigue a Avicena en metafísica. El ser es ser necesario y ser posible. La vía del movimiento conduce a un Ser Necesario, causa del posible.

La máxima figura es, sin duda, la de Moisés Maimónides (†1204), de Córdoba. Maimónides posee mentalmente la filosofía judía y árabe en su desarrollo. El problema central –las relaciones de fe y razón– lo resuelve defendiendo no sólo su armonía, sino su coincidencia y aun identidad. Su obra Guía de indecisos –se refiere precisamente a los desconcertados por la aparente oposición– tiene un marcado carácter racionalista. Para Maimónides, Dios es más el Uno de Plotino que el Dios aristotélico. No cree que el mundo sea eterno, y afirma la creación ex nihilo. En el problema del influjo divino y la libertad humana, afirma resueltamente esta última: el hombre es libre, puesto que, pese a que el gobierno de Dios se extiende a todo lo creado, en los actos humanos sólo interviene mediante un influjo interior de amor y temor, que deja intacta la libertad.

En los primeros tiempos de la escolástica cristiana apenas sí podemos destacar algunos nombres, sobre todo entre los dominicos, discípulos de Santo Tomás, aunque casi coetáneos. Bernardo de Trilla (†1294), más metafísico que teólogo, escribe Quaestiones de differentia esse et essentiae. En las cuestiones metafísicas relativas a Dios se limita a copiar a Santo Tomás de Aquino. Tampoco es muy original el catalán Ramón Martí (†1290), que fue discípulo de Alberto Magno. Su obra Pugio fidei contra iudaceos es enormemente parecida a la Summa contra gentes, de Santo Tomás.

Entre los escotistas franciscanos, podemos mencionar a Gonzalo de Balboa (†1313), a Antonio Andrés (nace hacia 1280), a Pedro Tomás y, sobre todo, a Guillermo Rubio. Sigue éste la línea de Escoto, pero claramente influido por Ockham. Con esta formación casi nominalista, niega en absoluto el argumento anselmiano de la existencia de Dios. Las vías más o menos basadas en el argumento de la causalidad –que también suponen una base abstracta– no las considera apodícticas. En definitiva, su postura es relativamente agnóstica, si bien considera que los argumentos que prueban la existencia de Dios son más fuertes que los esgrimidos en contra de su existencia.

En esta primera época también debemos registrar a tres figuras independientes de especial relieve: Ramón Lull (1233-1315), el «doctor iluminado». Aunque su especulación filosófica no fuera encaminada directamente a la teodicea, su afán apologético y el propósito de demostrar verdades reveladas de modo riguroso, en concordancia con la correspondencia lógico-ontológica que está a la base de su Ars Magna, merecen tenerse en cuenta. Junto a él, Ramón Sibiuda (o Sabunde) (†1436), de claras influencias agustinianas. Hay en Sabunde una vuelta sobre el sujeto, un partir de la idea. El argumento anselmiano vuelve a sonar, aunque con un matiz más antropológico: «...la regla que radica en el hombre es ésta: que Dios es quo nihil maius cogitare potest... todo lo mejor, lo más noble, &c., que puede el hombre pensar puede atribuírselo a Dios». Del mismo modo que en el argumento de San Anselmo, Sabunde afirma que Dios es real, pues el ser perfectísimo no puede ser solamente pensado.

Por último, antes de entrar en el período renacentista propiamente dicho, debemos mencionar a Alfonso de Madrigal (el Tostado) (†1445), que no es filósofo propiamente dicho, sino [394] teólogo escriturista, pero en cuya obra –muy extensa– pueden espigarse aportaciones valiosas.

De los primeros humanistas –que, por su natural giro antropológico, no se preocupan directamente de cuestiones de teología filosófica– podemos destacar a Luis Vives (1492-1540), quien es partidario de un cierto innatismo en la idea de Dios. Decididamente providencialista, la prueba que encuentra más convincente es la del orden y sabiduría que resplandecen en el mundo; Fox Morcillo (1509-1560), que se adhiere al argumento aristotélico del movimiento para probar la existencia de Dios. Y Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), que, prejuzgando temas que habían de ocupar la atención de la Escolástica en el Siglo de Oro, vuelve a poner en primer plano la cuestión de la libertad humana y presciencia divina. Por su parte, el neoplatónico Juan de Valdés (†1541) profesa un ontologismo místico, que expone en sus Ciento diez consideraciones. El saber de Dios consiste en una directa iluminación divina, no en un proceso racional. A la vez hay en él un cierto ocasionalismo: no obra directamente el alma, sino sólo como instrumento divino.

La escolástica renaciente va a significar también el momento de máximo apogeo en la teodicea o teología racional. Hasta este momento, aunque mezcladas, las cuestiones sobre Dios habían sido predominantemente existenciales. Ahora los problemas se van a centrar en torno a la esencia divina, y de un modo muy concreto en lo que se refiere a las relaciones del hombre con Dios. El tomismo, impulsado por Francisco de Vitoria, va a tener un primer adalid en Melchor Cano (†1560), que en sus De locis theologicis –remedo teológico de los Tópicos aristotélicos– va a poner la lógica al servicio de la teología.

Pero la gran figura de este momento es Domingo Báñez (†1601), que mantuvo una dura contienda con el jesuita Luis de Molina en torno al problema de la libertad humana, en tanto que sujeta al conocimiento, y eficiencia causal de Dios. Báñez ha consagrado una postura que se llama «bañezianismo». Para estudiar a Báñez, conviene recurrir a sus Comentarios a los libros físicos de Aristóteles, el Comentario a la 1ª parte y a la 2. 2ae. de la Suma de Santo Tomás y su Apología, dirigida contra Molina.

Báñez, en síntesis, defiende la libertad del hombre, que esta basada en el juicio indiferente práctico. Pero esta libertad no puede impedir que Dios, como causa de todo lo creado, cause también el acto humano, concurriendo a él aun antes de producirse. Este concurso previo o premoción física ponía en entredicho, pese a todo, la libertad humana.

La solución de Molina (†1600) –que fue quien en realidad suscitó la gran controversia– está dada, fundamentalmente, en su libro Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis. Para Molina, si no queremos destruir la libertad humana, no hay más remedio que negar toda intervención de Dios «previa» al acto humano. Admite un concurso divino, pero éste no es previo, sino simultáneo. Otra novedad del molinismo es la introducción del concepto de ciencia media divina. Junto a la ciencia de simple inteligencia, que Dios tiene en cuanto puede ser hecho, y la ciencia de visión, que tiene de lo que efectivamente será, existe esa otra ciencia que conoce los futuros contingentes, es decir, los actos libres del hombre situado en determinadas circunstancias.

Entre los que terciaron en la contienda figura el mercedario Francisco Zumel (†1607), que, aun siguiendo a Báñez, quita el tono agudo que tenía en éste la doctrina de la premonición: Dios no es causa de todos los actos del hombre, sino sólo de los actos buenos. También Benito Pererio (†1610) da una solución parecida a la de Molina: el hombre depende de Dios en todas sus acciones, pero Dios no mueve al hombre suprimiendo, sino precisamente sosteniendo su libertad. Gabriel Vázquez (†1604) y Gregorio de Valencia (†1603) median también en la disputa, aunque centrando el problema más desde un ángulo psicológico que estrictamente metafísico.

Suárez, quizá nuestro primer metafísico, si bien no tomó posiciones específicas, sirvió para sistematizar las cuestiones en torno a la existencia y esencia de Dios. En la segunda parte de sus Disputationes Metaphysicae, al dividir al ser en infinito y finito, hace una teoría del ser infinito o teología natural, de enorme valor metafísico.

De este período floreciente aún debemos mencionar al agustino Diego de Zúñiga (†1599), más que nada porque quizá sea el primer antecesor de la escisión wolfiana de la metafísica. Para Dios habría que crear una ciencia metafísica nueva, que no existe y que podría llamarse «teología natural».

Prácticamente, el siglo XVIII constituye un enorme bache en la especulación sobre teología filosófica. En su primera mitad aún podemos encontrar algunas figuras, tales como Juan de Lugo, F. de Araújo, Rodrigo de Arriaga, &c. Pero su segunda mitad constituye un período gris y decadente, de anquilosamiento intelectual. El pensamiento tradicional se recoge en Cursus de filosofía, sobra todo para uso de los seminarios, en los que se repiten fórmulas manidas y casi siempre desprovistas de auténtico problematismo.

Tampoco en la primera mitad del siglo XIX encontramos figuras destacadas en este campo. Balmes, si acaso, pero más como apologista que como metafísico-teólogo. Igual podríamos decir de Donoso Cortés. Con la restauración escolástica asistimos también a un renacer de los estudios de teodicea, aunque sin gran ímpetu creador: podríamos citar los nombres del cardenal Zeferino González, del padre Urráburu, de Amor Ruibal...

A partir de 1939 asistimos en España a una renovación general de los estudios filosóficos, y con ella de los trabajos sobre teodicea. Aunque no de modo sistemático, pero tienen enorme interés las anotaciones de Zubiri al problema filosófico de Dios. Y, más inmediatamente, tienen un valor las aportaciones de Hellín, González Álvarez y otros. La Teología Natural. Tratado metafísico de la primera causa del ser, de González Álvarez, es un buen manual en su género, por su sistematismo y precisión.

Bibliografía: Luis Martínez Gómez S.J., Bosquejo de Historia de la Filosofía Española, en «Historia de la Filosofía», de J. Hirchberger; T. y J. Carreras Artau, Historia de la Filosofía española, Selección e introducción de Constantino Láscaris Comneno.

José María Benavente Barreda
Catedrático del Instituto
de Enseñanza Media de Madrid.


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