A quien le interese, Incluido el propio Edgardo. Creo
que después de leer estas palabras de R.E el título de su post adquiere
mayor significado
(Quiero creerlo, en parte por interesadas
razones que me hacen dedicar parte de mi vida a una interconfesional,la
primera en nuestro Pais, surgidas al calor de Concilio Vaticano II)
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¿El cristianismo tiene necesidad del judaísmo?
Roger Etchegaray
Conferencia
pronunciada el 8 de septiembre de 1997 por el cardenal francés Roger
Etchegaray, presidente del Consejo Pontificio "Justicia y Paz", en un
coloquio organizado por el International Council of Christians and Jews
Esta
es la pregunta un poco abrupta que me han formulado y a la que no puedo
sustraerme. Responderé a ella en el espíritu mismo de este coloquio,
cuyo tema es "el otro como misterio y como desafío". Responderé en tono
de testimonio personal, apoyándome sobre estudios que abundan hoy en la
materia, y sobre meditaciones que han acompañado a mi reflexión.
Verdaderamente, éste es para mí un tiempo de gracia.
El
cristianismo ¿tiene necesidad del judaísmo? Cuando era niño, esa
pregunta me habría parecido insólita, hasta impensable. En mi pequeña
aldea vasca, jamás me crucé con el "judío errante". Una vez al año, la
liturgia del Viernes Santo me hacía orar "por los judíos infieles".
Cuando mi madre me llevaba al pueblo vecino (Bayone) para comprar mi
ropa festiva, a casa de un tendero al que definía como judío, me
sorprendía encontrar un hombre como los demás... ¡Incluso fue él quien
confeccionó más tarde mi primera sotana! En el Seminario, más que "la
enseñanza del desprecio", recibía la de la insignificancia: el judío no
contaba, nunca sentí la menor necesidad religiosa del judaísmo.
Recibí
el primer choque el año de mi ordenación sacerdotal, hace exactamente
50 años, cuando, no sé cómo, tuve bajo mis ojos los "diez puntos de
Seelisberg" que un grupo de judíos y cristianos acababa de elaborar en
Suiza. En la actualidad, ese texto tan valiente y profético me parece
bastante banal. En 1965, siendo experto en el Concilio Vaticano II,
admiré la suave obstinación del cardenal Bea para hacer votar la
declaración sobre los judíos "Nostra aetate". Ocho años más tarde, como
arzobispo de Marsella, una gran ciudad portuaria en la que coexisten
pacíficamente 80.000 judíos y 80.000 musulmanes, firmé, junto con otros
tres obispos franceses, una de las más abiertas orientaciones publicada,
no sin provocar revuelo, por un episcopado sobre las relaciones con el
judaísmo. Pero fue sobre todo en el seno del Comité Internacional de
Relaciones entre la Iglesia Católica y el judaísmo mundial donde aprendí
hasta qué punto era difícil el diálogo, por ambas partes, en razón de
una profunda asimetría entre los interlocutores.
Los cristianos olvidaron sus raíces
Este
preámbulo me permite entrar sin más tardanza en el nudo de la cuestión
con tanto vigor como rigor. ¿El cristianismo tiene necesidad del
judaísmo? Sin dudar respondo que sí, un sí franco y sólido, un sí que
expresa una necesidad vital y, diría, visceral. Pero, desde luego, sólo
puedo contestar esto en nombre de mi propia Iglesia, "escrutando" su
"misterio", según la bella expresión de Nostra aetate, y plenamente
respetuoso de la manera diferente en que el judaísmo se ve y se define a
sí mismo. Para mí, el cristianismo no puede pensarse sin el judaísmo,
no puede prescindir del judaísmo. En el mismo comienzo de su pontificado
(12 de marzo de 1979), en Maguncia, el papa Juan Pablo II tuvo la
osadía de declarar: "Nuestras dos comunidades religiosas están
vinculadas al nivel mismo de su propia identidad". También tengo en la
memoria (estaba presente) sus brillantes palabras en la gran sinagoga de
Roma, el 13 de abril de 1986: "La religión judía no nos es
'extrínseca', sino, en cierto sentido, es 'intrínseca' a nuestra
religión. Tenemos pues con ella un vínculo que no tenemos con ninguna
otra religión. Vosotros sois nuestros hermanos preferidos, y, podría
decirse, nuestros hermanos mayores".
En el fondo, estas palabras
no tienen nada de nuevo ni de audaz: se inspiran en la imagen paulina (
Rm 11, 16-24) del olivo cultivado que es Israel, en el que han sido
injertadas las ramas del olivo silvestre que son los paganos. Y san
Pablo, el antiguo fariseo que se volvió "apóstol de las naciones", le
advierte al pagano-cristiano: "No te engrías, pues no eres tú quien
sostiene la raíz, sino la raíz quien te sostiene" (Rm 11.18)... es el
judío quien te sostiene. ¿Y no es en ese Evangelio de Juan que se supone
plagado de antijudaísmo, donde Jesús proclama solemnemente a la
samaritana: "La salvación viene de los judíos" (Jn 4,22)? Si realmente
es así, ¿cómo explicar que en el transcurso de los siglos tantos
cristianos hayan vivido como si hubieran olvidado sus raíces, peor aún,
despreciando a su hermano mayor? Comprendo la reacción del rabino
askenazi que dijo: "Ni siquiera somos hermanos separados, pues nunca nos
hemos encontrado". De hecho, todos nosotros llevamos la herida abierta
de lo que Fadiey Lovsky llamaba con tanta fuerza "el desgarramiento de
la ausencia".
La identidad cristiana se recibe del pueblo elegido
Pero
entonces ¿qué milagro hizo que judíos y cristianos se encontraran al
cabo de dos mil años y comiencen ahora a examinar juntos las relaciones
alteradas que han tenido a lo largo de la historia? ¿Por qué hubo que
esperar la Shoah para abrir la era del diálogo? Pero, ¿no empezó, en
realidad, la ruptura con el "escándalo" de la cruz de Cristo? Sin duda,
la gestión de Juan XXIII, inspirada en las ideas de Jules Isaac, no es
ajena a la eclosión de una primavera muy tardía y todavía muy tímida.
Empezamos a tomar conciencia de que nuestra identidad cristiana es una
identidad que recibimos de otro, y ese otro es el pueblo elegido, que
existe porque proviene de Dios. Este proceso va más allá de una simple
comprobación del judaísmo carnal de Jesús —admitido ahora fácilmente por
todos—, con todas sus consecuencias culturales y cultuales en la
liturgia y la vida de la Iglesia, que hoy describen abundantemente y sin
problemas autores judíos y cristianos. Juan Pablo II recordó hace poco,
una vez más, al recibir el 11 de abril de este año a la Comisión
Bíblica Pontificia, que no se puede expresar plenamente el misterio de
Cristo sin recurrir al Antiguo Testamento. En el segundo siglo, contra
Marción, la Iglesia dio testimonio de ese vínculo vital, que más tarde
fue muy oscurecido e incluso ocultado. A mí me gusta recordar que la
Iglesia Católica sigue celebrando la fiesta de la Presentación de Jesús
en el Templo. Nunca terminaré de descubrir hasta qué punto mi oración,
incluyendo la que Cristo enseñó a sus discípulos, el "Padre Nuestro",
está llena de citas de la salmodia judía. Todo en mí respira la piedad y
la sabiduría de los "anavim", los pobres del Señor.
La vocación permanente del pueblo judío
Pero
el tema de las raíces, por importante que sea, no es más que el
principio del problema contra el que tropiezo y por el que lucho. Lo que
me sorprende, lo que me conmociona, es la persistencia del pueblo judío
a pesar de todos los pogroms, su supervivencia después de los hornos
crematorios. ¿No constituye esto el testimonio irrecusable de una
vocación permanente, que tiene un significado actual para el mundo, pero
sobre todo en el mismo seno de la Iglesia? Es mucho más que descubrir
la riqueza de un patrimonio común, es reconocer en el designio de Dios
la misión que el pueblo judío sigue teniendo ahora y para siempre. ¿Qué
significa para mí, cristiano, esta permanente interpelación que
representa el judío? ¿Qué significa para mi Iglesia este pueblo judío
que sigue mostrando el tiempo del Antiguo Testamento en una época que,
según yo creía, se había transformado definitivamente en el tiempo del
Nuevo Testamento? Al afirmar, siguiendo a san Pablo, que la segunda
Alianza no suprimió la primera, pues "los dones de Dios son
irrevocables" (Rm 11,29), ¿la Iglesia llega hasta el punto de
reconocerle al judaísmo una función de salvación después de Cristo? Ante
mi conciencia cristiana confrontada con este rostro judío que hasta hoy
hemos disimulado, incluso desfigurado, con esta Sinagoga a la que le
hemos llegado a vendar los ojos, aparece este profundo misterio, que es
al mismo tiempo un gigantesco desafío.
Hablar de "misterio" a la
manera de san Pablo (Rm 11,25) es reconocer que el significado último de
la historia de la salvación se nos escapa, puesto que la clave está en
Dios y no todo está desvelado porque no todo está cumplido. Por cierto,
la Iglesia proclama claramente que Jesucristo es el único Salvador del
mundo; la Iglesia vive en todo su ser de la muerte y la resurrección de
Cristo. Pero la perennidad de Israel ¿no es signo de lo que le falta a
la Iglesia para la completa realización de su misión? Frente al "ya" de
la Iglesia, Israel es el testigo del "todavía no", de un tiempo
mesiánico no plenamente cumplido. El pueblo judío y el pueblo cristiano
están así en una situación de controversia, o mejor dicho, de emulación.
Cuando nosotros, los cristianos, nos alegramos con el "ya", los judíos
nos recuerdan el "todavía no", y esta fecunda tensión se encuentra en el
corazón de toda la vida de la Iglesia, hasta en su liturgia eucarística
cuando, cada vez que lanza el lancinante grito: "¡Ven, Señor Jesús!",
la Iglesia anuncia, prefigura ya el "Reino", esa Ciudad en la que Dios
será "todo en todos", como dice san Pablo (1 Co 15,28). Lo que nos
reconforta es saber que ese Reino oculto, ese infinito espacio de
salvación ofrecido a todos, desborda, y mucho, los límites visibles de
la Iglesia. Ésta no es más que su "sacramento", el lugar en que ese
Reino es celebrado por quienes ya lo acogieron.
La contemporaneidad de ambas religiones
Karl
Barth decía: "La pregunta decisiva no es '¿qué puede ser la Sinagoga
sin Jesucristo?', sino '¿qué es la Iglesia mientras tenga frente a ella
un Israel que le es ajeno?' ". Dicho de otro modo: para la Iglesia, la
perennidad de Israel no es solamente un problema de relaciones
exteriores que debe llevar adelante, sino un problema interior que debe
profundizar y que atañe a su propio ser. El camino que estamos
emprendiendo es cuesta arriba, todavía ha sido poco explorado en
exégesis y en teología, pero es en ese sentido, me parece, que debemos
avanzar. De lo contrario, el diálogo entre judíos y cristianos seguirá
siendo superficial, limitado y lleno de restricciones mentales. Ese
diálogo, como se ha dicho, apenas está saliendo de la edad de las
cavernas y sólo podrá progresar si cada una de las partes toma en cuenta
la contemporaneidad de la otra. El cristianismo es el árbol que crece
de la semilla del judaísmo y cubre con su follaje toda la tierra, pero
el fruto de ese árbol contiene nuevamente la misma semilla. En la Divina
Comedia, Dante invitaba a los judíos a abandonar su esperanza:
"lasciate ogni speranza". Franz Rosenzweig, contrariado por ese verso,
comentó: "Podemos abandonar todo, menos la esperanza". Y citaba este
midrash: "Cuando el judío comparezca ante el trono celestial, se le hará
una sola pregunta: '¿Mantuviste la esperanza en la Redención?' Todas
las demás preguntas, agregaba Rosenzweig, son para vosotros, los
cristianos. Mientras llega ese momento, preparémonos juntos en la
fidelidad para comparecer ante nuestro Juez".
El pueblo destructor de ídolos
Para
prepararnos juntos, debemos considerarnos todos herederos de la Biblia.
Pero creo que, para aprovechar bien esa herencia, los cristianos
necesitan a los judíos de un modo especial, porque éstos tienen con la
Escritura una especie de afinidad carnal; porque, contra todo dualismo
empobrecedor, dan testimonio de la unidad viviente del hombre
interpelado por Dios; porque siguen siendo el pueblo que destruye ídolos
y denuncia las ideologías antiguas y nuevas. La Biblia Hebrea le hace
oír al mundo entero la voz del Dios único. Incluso en los lugares donde
no vive ningún judío pero la Biblia es proclamada por la Iglesia, el
judío está espiritualmente presente, porque es percibido por las
naciones que reciben la Palabra divina como algo que pertenece al pueblo
por medio del cual el Señor se dio a conocer en la tierra. Si el blanco
del neopaganismo —raíz profunda de todo antisemitismo— es la Biblia que
revela en cada hombre la imagen de Dios, debemos testimoniar, hoy más
que nunca, nuestra fidelidad común a la Palabra y a la Ley que
estructuran toda conciencia humana. Debemos subir juntos la montaña
santa del Sinaí y mantenernos firmes allí arriba ante el rostro de Dios,
enteramente dispuestos, como en una noche tormentosa, a recibir el agua
y el fuego del cielo, y a dejarnos purificar por ellos. ¿No debemos
todos nosotros "chorrear la palabra de Dios", como le decía Péguy a su
amigo judío Bernard Lazare? ¿No somos acaso todos esos primitivos que
reciben el Decálogo y se transforman así en los verdaderos civilizadores
de la humanidad?
Esa misteriosa diferencia y ese increíble
parentesco entre judíos y cristianos nos llevan a todos al camino del
arrepentimiento, de la teshuvah. Ésa es la enseñanza bíblica
fundamental, que nos es común. Por ser todos, judíos y cristianos,
pecadores, atravesamos la historia en la dualidad Iglesia-Sinagoga,
provocada por el endurecimiento de unos y otros, siendo cada uno
interior al endurecimiento del otro. Es en mi propia experiencia
espiritual ante Cristo, donde busco medir y comprender esa distancia que
me separa del judío, sin pensar jamás, sin embargo, en considerar al
judío un "cristiano en potencia".
Testigos de una misma promesa para la humanidad
Es
cierto que Jesús nos divide, que es entre nosotros signo de
contradicción, piedra de tropiezo. Me gusta la conmovedora expresión de
S. Ben Chorin: "La fe de Jesús nos une, pero la fe en Jesús nos separa".
Sin embargo, me atrevo a decir —es la verdad profunda de toda paradoja—
que Jesús nos une en el mismo instante en que nos divide. Porque somos
los únicos seres involucrados en este desgarramiento. Un budista o un
hindú no tienen ningún problema con Jesucristo, no lo encuentran en su
historia, incluso un musulmán apenas lo roza. Pero nosotros, judíos y
cristianos, lo queramos o no, tarde o temprano, nos vemos forzados a
preguntarnos ante el mundo cómo asumir juntos este desgarramiento
interno entre nosotros, este desgarramiento que nos es propio y que
provocó el primero de los cismas, eso que un exegeta (Claude
Tresmontant) llamó "el prototipo de los cismas", en el seno del cuerpo
único de la familia de Dios. Porque nosotros somos los únicos capaces de
anunciar la Palabra divina dirigida a todos los hombres, juntos estamos
suspendidos de una misma Palabra y somos testigos de una misma promesa
para la humanidad entera. En este sentido, el futuro del movimiento
ecuménico entre las diversas Iglesias cristianas también está ligado a
la toma de conciencia de que el vínculo con el judaísmo es el test de
fidelidad del cristianismo hacia el mismo Dios. F. Lovsky, en el último
capítulo de su bello libro, habla del encuentro judeo-cristiano en la
intercesión. Muestra que nuestras plegarias —cuando pensamos los unos en
los otros— son las plegarias de nuestros sufrimientos comunes y de
nuestros resentimientos recíprocos, pero deplora que no sean también las
de nuestras vocaciones complementarias. Por diferentes que sean
nuestras plegarias, están emparentadas y deben hermanarse.
Por mi
parte, rezo incesantemente por el día en que Dios sea "todo en todos",
judíos y no judíos. Ésa es la Jerusalén celestial cuya venida debemos
apresurar con nuestra plegaria, nosotros que vivimos en exilio en el
mundo...¡incluso yo en Roma!
Oh, Jerusalén, preferida de Dios, de
ti todos pueden decir: "He aquí mi madre, todo hombre ha nacido en ti
"(cf. Sal 87) y las naciones suben hacia tu luz. Oh, Jerusalén, camino
hacia ti.
Oh, Jerusalén, "construida cual ciudad de compacta
armonía" en la que se reúnen todos los hijos de Abraham y donde se
concentra la oración por la paz (cf Sal 122). Oh, Jerusalén, camino
hacia ti.
Oh, Jerusalén, cuyas colinas lloran de desolación y
danzan de esperanza, monte Moria y Gólgota, muro del Templo y memorial
Yad Vashem, sepulcro vacío en el que el ángel nos invita a no buscar
entre los muertos a Aquél que está Vivo (Lc 24,5). Oh, Jerusalén, camino
hacia ti.
Oh, Jerusalén nueva, tú que desciendes del cielo
engalanada como una esposa el día de la boda, tú que ya no tienes
templo, porque tu templo "es el Señor, el Dios omnipotente así como el
Cordero" (cf Ap 21). Oh, Jerusalén del cielo, caminamos hacia ti.
Pido
disculpas por dejarme llevar por los salmos del Hallel. Pido disculpas
si toda mi intervención ha tomado la forma de un balbuceante testimonio
personal, pero estoy convencido de que, para ser fiel a sí misma, mi fe
cristiana tiene necesidad de la fe judía. Lejos de toda teología
cristianizante del judaísmo y de toda teología judaizante del
cristianismo, traté de dar testimonio de lo que tan bien expresó Martin
Buber: es la Alianza del mismo Dios Vivo lo que nos hace existir a los
judíos y a los cristianos, y crea una comunidad más allá de la ruptura.
"Tanto el judaísmo como el cristianismo —le escribía Buber al profesor
Karl Thieme— son escatológicos, pero al mismo tiempo ambos tienen un
lugar en el designio de Dios. El diferendo que separa a judíos y
cristianos, y la relación que los une, provienen de allí".
"El
otro como misterio y desafío". Ése es el estimulante tema de este
coloquio. La diferencia es la esencia misma de nuestro encuentro, es
también la oportunidad de escuchar al otro y dejarse enriquecer por él.
Lejos de separarnos, no hacemos más que entrecruzarnos en torno al
Mesías.
Edmond Fleg nos lo enseña en "Escucha, Israel":
Tú, que Él venga, y tú, que Él vuelva;
Pero es la misma paz la que le pedís
Y vuestras dos manos, sea que venga o que vuelva,
En el mismo amor Le tendéis!
¿Qué importa, pues? De una u otra orilla
¡Haced que Él llegue!
¡Haced que Él llegue!
¡Haced
que Él llegue! El mismo Edmond Fleg, en otro libro ("Jesús narrado por
el judío errante"), nos estimula a todos, judíos y cristianos: "Para que
llegue el Mesías, grita conmigo: bienaventurados los que arrojan las
armas, pues ellos darán a luz al Mesías."
Shalom!
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La Documentation Catholique Nº 2168 - 19 de octubre de 1997.
(Traducción del francés: Silvia Kot)
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